El sindicato de policía Yiddish (50 page)

BOOK: El sindicato de policía Yiddish
8.13Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Cuando la televisión se apaga parece escaparse alguna clase de fuel oscuro de los depósitos de los jóvenes.

—Estáis detenidos —dice Bina en tono amable, ahora que ha captado su atención—. Id allí y poned las manos en la pared. Meyer.

Landsman los cachea uno por uno, agachándose como un sastre que mide una entrepierna. A los seis que están en la pared les requisa ocho pistolas y dos cuchillos caros de caza. A medida que va terminando con cada uno de ellos, les dice que se vayan sentando. Su tercer registro recupera la Beretta que le prestó Berko antes de irse a Yakovy. Landsman la sostiene en alto para diversión de Berko.

—Mi cariñito —dice Berko, sin dejar de apuntar con su enorme
sholem
.

Cuando Landsman ha terminado, los jóvenes creyentes toman asiento, tres en el sofá, dos en un par de sillones y uno en una silla de comedor sacada de un hueco en la pared. Todos al mismo tiempo, sentados en sus sillas, parecen jóvenes y perdidos. Son los pequeños de la camada. Aquellos a quienes han dejado atrás. Se giran al unísono, ruborizados, en dirección a la puerta del dormitorio de Litvak, en busca de guía. La puerta del dormitorio está cerrada. Bina abre la puerta y luego la empuja del todo con la punta del zapato. Después se queda allí de pie, mirando al otro lado, durante cinco largos segundos.

—Meyer. Berko.

El viento hace traquetear la persiana. La puerta del baño está abierta y el baño a oscuras. Alter Litvak no está.

Miran en el armario. Miran en la ducha. Bina va hasta la persiana traqueteante y la sube de golpe. Hay una puerta corredera de cristal abierta, que deja una abertura suficiente como para que pase un intruso o alguien que se está fugando. Salen al tejado y miran a su alrededor. Buscan detrás del equipo de aire acondicionado y alrededor de un depósito de agua y debajo de una lona que oculta una pila de sillas plegables. En la superficie del aparcamiento no hay ningún retrato hecho pedazos de Litvak dibujado con aceites. Regresan al apartamento del tejado del Blackpool.

En medio de su catre están tirados el cuaderno y la pluma de Litvak y un Zippo de color gris plomo bastante maltrecho. Landsman coge el cuaderno para leer las últimas palabras que ha escrito Litvak antes de dejarlo ahí.

«Yo no la maté, ella era un buen hombre.»

—Lo han sacado de aquí —dice Bina—. Esos cabrones. Esos cabrones de amigos suyos de los rangers del ejército americano.

Bina llama a los hombres que rodean las puertas del hotel. Ninguno de ellos ha visto salir a nadie ni tampoco nada fuera de lo normal, por ejemplo, un escuadrón de guerreros con la cara pintada con carbón bajando de un helicóptero Black Hawk con cuerdas de rappel.

—Cabrones —vuelve a decir, esta vez en americano, y con mayor vehemencia—. Putos maricones yanquis comebiblias.

—¡Por favor, señora, qué vocabulario!

—Sí, uau, cuidado con lo que dice, señora.

Varios americanos trajeados, un grupo de ellos, demasiados y demasiado juntos como para que Landsman los cuente con precisión, digamos que seis, han organizado sus espaldas en el umbral de la sala exterior. Hombres grandes, bien alimentados, a quienes les encanta su trabajo. Uno de ellos lleva un elegante guardapolvo caqui y una sonrisa orgullosa bajo su pelo tan dorado que parece blanco. Landsman casi no lo reconoce sin su jersey de pingüinos.

—Muy bien, a ver —dice el hombre que debe de ser Cashdollar—. Que todo el mundo intente tranquilizarse.

—FBI —dice Berko.

—Pues casi —dice Cashdollar.

41

Landsman malgasta las veinticuatro horas siguientes en medio del zumbido de una sala de color blanco tiza con la moqueta de color blanco leche en la séptima planta del Edificio Federal Harold Ickes de la calle Seward.

En equipos de dos, seis hombres con los apellidos abigarrados de tripulantes condenados de una película de submarinos se van alternando para entrar y salir de la sala en turnos de cuatro horas. Uno es negro y otro latino, y los demás son gigantes sonrosados y ágiles con cortes de pelo que ocupan ese intervalo pulcro que hay entre astronauta y jefe pedófilo de un grupo de scouts. Masticadores de chicle, chicos sobredimensionados con buenos modales y sonrisas de catequesis. En todos ellos hay momentos en que Landsman huele el corazón a diésel de un policía, pero le desconciertan los carenados de su glamour sureño y gentil. Pese a la pantalla de humo de impertinencias que Landsman levanta, ellos lo hacen sentirse carraca, una vieja cafetera con motor de dos tiempos.

Nadie lo amenaza ni trata de intimidarlo. Todo el mundo se dirige a él en virtud a su rango, cuidando de pronunciar el nombre de Landsman tal como él lo prefiere. Cuando Landsman se pone hosco, frívolo o evasivo, los americanos hacen gala de paciencia y de desenvoltura de maestros de escuela. Pero cuando Landsman se atreve a hacer una pregunta, un silencio exterminador llueve sobre la sala igual que un millar de galones de agua tirados desde una avioneta. Los americanos se niegan a decirle nada sobre el paradero o la situación del detective Shemets ni de la inspectora Gelbfish. Tampoco tienen nada que decir sobre el truco de desaparición de Alter Litvak y parecen no haber oído hablar nunca de Mendel Shpilman ni de Naomi Landsman. Ellos quieren saber lo que Landsman sabe, o cree saber, sobre la participación de Estados Unidos en el ataque a Qubbat As-Sajra, y sobre los autores, protagonistas, auxiliares y las víctimas de dicho ataque. Y no quieren que él sepa lo que saben ellos, si es que saben algo, sobre ninguna de esas cuestiones. Han sido tan bien entrenados en su arte que ya está muy avanzado el segundo turno cuando Landsman se da cuenta de que los americanos están haciéndole las mismas dos docenas aproximadas de preguntas una y otra vez, invirtiéndolas y reformulándolas y llegando a ellas desde caminos distintos. Sus preguntas son como los movimientos fundamentales de las seis piezas diferentes del ajedrez, recombinados interminablemente hasta que hay tantas como neuronas en el cerebro.

A intervalos regulares, a Landsman le proporcionan un café terrible y una serie de galletas para el té de albaricoque y cereza cada vez más rígidas. En un momento dado lo acompañan a una sala de descanso y lo invitan a ocupar un sofá. El café y las galletas entran y salen alternativamente de la sala de color blanco tiza del cerebro de Landsman mientras él cierra con fuerza los ojos y finge que duerme un rato. Luego llega la hora de regresar al zumbido de fondo continuo de las paredes, a la mesa con tablero de laminado y al chirrido del vinilo debajo de su trasero.

—Detective Landsman.

Él abre los ojos y ve un muaré blanco y borroso sobre fondo marrón. Tiene el pómulo aturdido por la presión de la mesa sobre el mismo. Levanta la cabeza, dejando detrás un reguero de saliva. Un filamento pegajoso conecta su labio a la mesa y por fin se parte.

—Ecs —dice Cashdollar.

Saca un paquetito de Kleenex del bolsillo derecho de su jersey y se lo pasa por encima de la mesa a Landsman, junto a una caja abierta de galletas para el té. Cashdollar lleva un jersey nuevo, una chaqueta de punto de color dorado oscuro con paneles delanteros de ante color café, botones de cuero y parches de ante en los codos. Está sentado con la espalda recta en una silla metálica, la corbata anudada, las mejillas tersas y los ojos azules suavizados por unas atractivas arrugas de piloto de avión. Su pelo es exactamente del mismo tono dorado que el papel de aluminio que hay dentro de los paquetes de Broadways. Sonríe sin entusiasmo ni crueldad. Landsman se limpia la cara y la mancha que ha dejado sobre la mesa durante su siesta.

—¿Tiene hambre? ¿Le gustaría beber algo?

Landsman dice que le apetece un vaso de agua. Cashdollar se mete la mano en el bolsillo izquierdo del jersey y saca una botellita de agua mineral. La pone de lado y la hace rodar sobre la mesa en dirección a Landsman. No es un hombre joven, pero hay cierta gravedad de muchacho en la forma en que apunta con la botella y la lanza y la dirige con lenguaje corporal hacia su destino. Landsman abre la botella y le da un trago. El agua mineral no le gusta demasiado.

—Antes trabajaba para un hombre —dice Cashdollar—. El hombre que tenía este trabajo antes que yo. Tenía un montón de latiguillos ingeniosos que le gustaba dejar caer en la conversación. Se trata de un rasgo común entre la gente que se dedica a lo que yo me dedico. Venimos del ejército, ya sabe, venimos del mundo de los negocios. Suelen gustarnos nuestros eslóganes, nuestras marcas de la casa. Nuestro
shibboleths
, que es una palabra hebrea. Jueces, capítulo doce. ¿Está seguro de que no tiene hambre? Le puedo traer una bolsa de patatas fritas. Un cuenco de fideos. Hay un microondas.

—No, gracias —dice Landsman—. Me hablaba de
shibboleths
.

—Aquel hombre, mi predecesor, solía decirme: «Estamos contando una historia, Cashdollar. Ese es nuestro trabajo». —La voz que adopta para citar a su antiguo superior es más fuerte y no tan campechana como su voz gangosa y afectada de tenor. Más pomposa. «Cuéntales una historia, Cashdollar. Es lo único que quieren esos pobres pringados.» Aunque él no dijo «pringados».

—La gente que se dedica a lo que usted se dedica —dice Landsman—. ¿A qué se refiere? ¿A patrocinar ataques terroristas a lugares sagrados musulmanes? ¿A empezar una vez más las Cruzadas? ¿A matar a mujeres inocentes que nunca hicieron nada más que pilotar sus pequeñas avionetas y de vez en cuando intentar sacar a alguien de un aprieto? ¿Disparar a yonquis indefensos a la cabeza? Perdone, me he olvidado de a qué se dedican ustedes con sus
shibboleths
.

—En primer lugar, detective, nosotros no tenemos nada que ver con la muerte de Menashe Shpilman. —Pronuncia el nombre hebreo de Shpilman «menáshy»—. La noticia me dejó tan sorprendido y horrorizado como a cualquiera. Nunca llegué a conocerlo, pero sé que era un individuo notable provisto de habilidades notables, y su muerte nos ha perjudicado mucho. ¿Le apetece un cigarrillo? —Ahora le ofrece un paquete sin abrir de Winston—. Vamos. Sé que le gusta fumar. Así me gusta. —Saca una caja de cerillas y se las pasa junto con los Winston por encima de la mesa—. Y en cuanto a la hermana de usted, eh, escuche, siento muchísimo lo de su hermana. No, se lo digo de verdad. Por si sirve de algo, y supongo que no sirve de gran cosa, tiene usted mis disculpas más sinceras. Fue una mala decisión que tomó el hombre que me precedió en este trabajo, el tipo del que le estaba hablando ahora mismo. Y pagó por ello. No con su vida, por supuesto. —Cashdollar deja al descubierto sus dientes grandes y cuadrados—. Tal vez a usted le gustaría que así fuera. Pero pagó. Se equivocó. Aquel hombre estaba equivocado sobre muchas cosas. Por mi parte, ajá, lo siento. —Niega suavemente con la cabeza—. Pero no estamos contando una historia.

—¿No?

—Pues no. La historia, detective Landsman, nos está contando a nosotros. Tal como ha sucedido desde el principio. Nosotros somos partes de la historia. Usted. Yo.

El librillo de cerillas viene de un lugar de Washington D.C. llamado Marisquería Hogate, situado en la avenida Maine con la calle Novena, Sudoeste. El mismo restaurante, si no recuerda mal, enfrente del cual el delegado Anthony Dimond, principal oponente de la Ley de Asentamiento de Alaska, fue atropellado por un taxi mientras perseguía a un bollo de ron errante hasta la calle.

Landsman enciende una cerilla.

—¿Y Jesucristo? —dice mirando con ojos bizcos por encima de la llama.

—Jesucristo también.

—No tengo nada contra Jesucristo.

—Me alegro. Yo tampoco tengo nada contra él. Y a Jesucristo no le gustaba matar, hacer daño a la gente ni la destrucción. La Qubbat As-Sajra era un bonito monumento arquitectónico, y el islam es una religión venerable, y salvo por el hecho de que está completamente equivocada en lo fundamental, no tengo nada contra ella. Me gustaría que hubiera otra forma de hacer este trabajo que no requiriera emprender dichas acciones. Pero a veces no la hay. Y Jesucristo lo sabía. «Aquel que ofendiere a alguno de esos pequeños que creen en mí, se merece que le cuelguen una piedra de molino del cuello y que lo ahoguen en el fondo del mar.» ¿Verdad? O sea, son palabras de Jesucristo. El hombre podía ser bastante duro cuando le hacía falta.

—Era un tiarrón —sugiere Landsman.

—Sí que lo era. Y puede que usted no lo quiera reconocer, pero se acerca el fin de los tiempos. Y yo, por mi parte, tengo muchas ganas de ver cómo llega. Pero para que eso pase, Jerusalén y Tierra Santa tienen que volver a pertenecer a los judíos. Eso es lo que se dice en el Libro. Por desgracia, no hay forma de que eso pase sin derramar sangre. Sin cierto grado de destrucción. Es lo que está escrito, ¿sabe usted? Pero yo estoy intentando con todas mis fuerzas, a diferencia de mi predecesor inmediato, reducir eso a un mínimo absoluto. Por Jesucristo y por mi propia alma y por todos nosotros. Mantener las cosas limpias. Mantener esta operación en marcha hasta que hayamos resuelto las cosas allí. Hasta que hayamos hecho algunos cambios sobre el terreno.

—No quieren que nadie sepa que ustedes están detrás de todo. La gente que se dedica a lo que se dedica usted.

—Bueno, pero ese viene a ser nuestro
modus operandi
, ya me entiende.

—Y quiere usted que yo mantenga la boca cerrada.

—Ya sé que es mucho pedir.

—Solamente hasta que ustedes hagan algunos cambios en Jerusalén. Hasta que saquen a algunos árabes y metan a algunos judíos. Y cambien los nombres de unas cuantas calles.

—Solamente hasta que alcancemos algo de esa masa crítica que tan bien va. Enderecemos algunas de las narices que esto ha dislocado. Y luego, manos a la obra, ya sabe. A cumplir lo que está escrito.

Landsman da un trago de agua mineral. Está caliente y sabe al interior del bolsillo de una chaqueta de punto.

—Quiero mi pistola y mi placa —dice—. Eso es lo que quiero.

—Me encantan los policías —dice Cashdollar sin demasiado entusiasmo—. De verdad. —Se tapa la boca con una mano y coge aire por la nariz con expresión meditabunda. Tiene hecha la manicura, pero se ha mordido la uña del pulgar—. Por aquí todo se va a volver terriblemente indio, señor. Entre usted y yo. Si le devuelvo su pistola y su placa, no tiene ninguna posibilidad de conservarlos mucho tiempo. La Policía Tribal no va a contratar a muchos judíos para servir y proteger.

—Tal vez no. Pero contratarán a Berko.

BOOK: El sindicato de policía Yiddish
8.13Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Gentlewoman by Lisa Durkin
The Fire Sermon by Francesca Haig
John Crow's Devil by Marlon James
After Anna by Alex Lake
100% Pure Cowboy by Cathleen Galitz
The Fury by Sloan McBride