El sindicato de policía Yiddish (48 page)

BOOK: El sindicato de policía Yiddish
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—¿Qué pasa al ponerse el sol? —dijo Roboy. Se giró hacia Micky Vayner—. ¿Qué día es hoy?

Micky Vayner se encogió de hombros. Por lo que él sabía, era, de acuerdo con el calendario lunar, un día normal y corriente del mes de Nisan. Sin embargo, igual que sus jóvenes camaradas, lo habían adiestrado para que creyera en el restablecimiento sentenciado del reino bíblico de Judea y en que Jerusalén estaba destinada a convertirse en capital eterna de los judíos, no era más estricto ni amable en su observancia que ninguno de los demás. Los jóvenes judíos americanos del estrecho de Peril observaban las fiestas principales, y en su mayor parte seguían las leyes dietéticas. Llevaban solideo y chal de oración pero mantenían sus barbas al rape al estilo militar. En el sabbath no trabajaban ni se entrenaban, aunque hacían excepciones. Después de cuarenta años como guerrero laico, Litvak podía aguantar aquello. Aun justo después del accidente, con su Sora muerta, con el viento soplando a través del agujero que ella había dejado en la vida de Litvak, con sed de sentido y hambre de significado y un vaso vacío y un plato desierto, Alter Litvak no podría haber ocupado un sitio entres los hombres verdaderamente religiosos. Nunca podría haber caído felizmente, por ejemplo, entre los sombreros negros. De hecho, no soportaba a los sombreros negros, y desde el encuentro en los baños, había mantenido contactos mínimos con los
verbovers
, mientras ellos se preparaban en secreto para ser aerotransportados en masa a Palestina.

«Hoy no es nada —escribió antes de meterse en el bolsillo el cuaderno y salir de la habitación—. Llámenme cuando lleguen.»

En su habitación Litvak se sacó la dentadura postiza y la metió dentro de un vaso haciendo un tintineo de dados. Se desató los cordones de las botas y se sentó pesadamente en un catre plegable. Siempre que subía al estrecho de Peril dormía en aquella habitación diminuta —en los planos figuraba como cuarto de las cosas de la limpieza— que estaba en la otra punta del pasillo del despacho de Roboy. Colgó su ropa de un gancho de detrás de la puerta y escondió sus cosas debajo del catre.

Se apoyó en la fría pared de bloques de hormigón pintados y miró la pared de delante, por encima del estante de acero que sostenía el cristal con los dientes. No había ventana, así que Litvak se imaginó una estrella temprana. Un pato que volaba en círculos. La luna de fotografía. El cielo volviéndose lentamente del color de una pistola. Y una avioneta acercándose baja desde el sudeste, trayendo al hombre que en el plan de Litvak, era, al mismo tiempo prisionero y dinamita, torre y trampilla, diana y dardo.

Litvak se incorporó lentamente, con un gruñido de dolor. Tenía tornillos en las caderas que le dolían. Las rodillas le claqueteaban y repicaban como los pedales de un viejo piano. Había un constante tañido de alambres en las bisagras de su mandíbula. Se pasó la lengua por las zonas vacías de la boca, con su tacto de masilla húmeda. Estaba acostumbrado al dolor y a las roturas, pero desde el accidente parecía que su cuerpo ya no le pertenecía. Era algo serrado y armado con clavos a partir de piezas prestadas. Un comedero de pájaros construido con tablas sueltas y puesto encima de un poste, en el que su alma aleteaba como un murciélago fugitivo. Había nacido, como todos los judíos, en un mundo que no era el suyo, en un país que no era el suyo y en un momento que no le correspondía, y ahora además estaba viviendo en un cuerpo que no era el suyo. Al final tal vez fuera aquella sensación de estar fuera de lugar, ese puño en el vientre judío, lo que ataba a Alter Lidvak a la causa de los
yids
que lo habían convertido en su general.

Fue al estante de acero que había atornillado a la pared debajo de su ventana conceptual. Al lado del vaso que albergaba la demostración del genio de Buchbinder había otro vaso. Este segundo contenía unas cuantas onzas de parafina endurecidas alrededor de un cordel blaco. Litvak había comprado esa vela en una tienda de comestibles menos de un año después de que muriera su mujer, con la intención de encenderla en el aniversario de su muerte. Ahora habían pasado varios de aquellos aniversarios, y Litvak había desarrollado su propia tradición pintoresca. Todos los años traía la vela del
yahrzeit
, se la quedaba mirando y pensaba en encenderla. Se imaginaba el parpadeo tímido de una vela. Se imaginaba a sí mismo acostado en la oscuridad, con la luz de la vela memorial bailando sobre su cabeza, proyectando un
alefbeys
de sombras por el techo de la habitación diminuta. Se imaginó el vaso vacío al cabo de veinticuatro horas, con la mecha consumida, la parafina quemada y la lengüeta de metal del fondo ahogada en posos de cera. Y después de aquello… pero aquí era donde le solía fallar la imaginación.

Litvak hurgó en los bolsillos del pantalón de su traje en busca de su encendedor, solamente para darse a sí mismo la opción, la oportunidad de descubrir, si es que conseguía el valor para hacerlo, lo que podía significar pegar fuego al recuerdo de su mujer. El encendedor era un Zippo de acero con la insignia de los Rangers grabada a un lado en líneas negras desgastadas y con una muesca profunda en el otro, allí donde había evitado que algún trozo de coche, o de la carretera, o del cerezo negro, atravesara el corazón de Litvak. Por consideración a su garganta, Litvak ya no fumaba. El encendedor no era más que una costumbre, una prueba de su supervivencia, un amuleto irónico que nunca dejaba su mesilla de noche o sus pantalones. Pero ahora no estaba en ninguno de esos sitios. Se palmeó los bolsillos con ese rigor avergonzado de los ancianos. Recorrió mentalmente su jornada hacia atrás y regresó hasta la mañana, cuando, igual que todas las mañanas, se había guardado el encendedor en el bolsillo. ¿O no? De repente no recordaba haberse metido el Zippo en el bolsillo aquella mañana, ni haberlo dejado en el estante de acero la noche anterior cuando se fue a dormir. Tal vez hacía días que no se acordaba de hacerlo. Podía estar en Sitka, en la habitación del fondo del hotel Blackpool. Podía estar en cualquier parte. Litvak se agachó hasta el suelo, sacó sus cosas de debajo del catre y las revolvió, con el corazón latiéndole acelerado. No había ningún encendedor. Ni tampoco cerillas. Solamente una vela dentro de un vaso de zumo y un hombre que no sabía cómo encenderla ni siquiera teniendo algo que diera llama. Litvak se estaba volviendo hacia la puerta cuando oyó que se acercaba alguien. Se oyeron unos golpes suaves en la puerta. Se metió la vela del
yahrzeit
en el bolsillo de la chaqueta.


Reb
Litvak —dijo Micky Vayner—. Ya han llegado, señor.

Litvak se puso los dientes y se metió la camisa por dentro.

«Quiero a todo el mundo en sus dependencias, no quiero que nadie lo vea ahora.»

—No está listo —dice Micky Vayner un poco en tono de duda, buscando que lo tranquilizaran.

No lo sabía, no había visto nunca a Mendel Shpilman. Solo había oído historias de milagros infantiles en los viejos tiempos y tal vez había captado cierto olor acre a cosas podridas que a veces flotaba en el aire cuando alguien mencionaba el nombre de Shpilman.

«Está enfermo pero lo vamos a curar.»

No formaba parte de su doctrina ni tampoco era necesario para el éxito del plan que tenía Litvak para Micky Vayner ni para ninguno de los judíos del estrecho de Peril creer que Mendel Shpilman fuera el Tzaddik Ha-Dor. Un Mesías que llega de verdad no hace bien a nadie. Una esperanza cumplida ya es la mitad de una decepción.

—Sabemos que no es más que un hombre —dijo Micky Vayner obedientemente—. Todos sabemos eso,
reb
Litvak. Solamente un hombre y nada más, y esto que estamos haciendo es más grande que ningún hombre.

«No es el hombre lo que me preocupa —escribió Litvak—. Todo el mundo en sus dependencias.»

Mientras permanecía en el muelle de hidroaviones y miraba cómo Naomi Landsman ayudaba a Mendel Shpilman a bajar de la cabina del Super Cub de ella, Litvak pensó en que si no supiera nada de ellos los habría tomado por viejos amantes. Había cierta familiaridad brusca en la manera en que ella le agarraba por la parte superior del brazo, le pescaba el cuello de la camisa de entre las solapas de la chaqueta arrugada de raya fina y le sacaba un trozo de celofán del pelo. Ella lo miró a la cara, y solo a la cara, mientras Shpilman echaba un vistazo a Roboy y a Litvak. Ella era tan cariñosa como un ingeniero en busca de grietas y fatiga en los materiales. Parecía inconcebible que se acabaran de conocer, por lo que sabía Litvak, hacía poco menos de tres horas. Tres horas. Aquello era lo único que había tardado ella en sellar su destino con el de él.

—Bienvenido —dijo el doctor Roboy colocado al lado de una silla de ruedas y con la corbata ondeando al viento. Gold y Turteltoyb, un chico de Sitka, saltaron desde la avioneta al muelle, y Turteltoyb era lo bastante pesado como para hacerlo resonar como un teléfono que alguien cuelga de un golpe. El agua besaba los pilones. El aire olía a redes podridas y a charcos salobres al fondo de viejas embarcaciones. Ya era casi oscuro, y todos tenían un aspecto vagamente verde bajo la luz de los focos que había en lo alto de postes, salvo Shpilman, que estaba tan blanco como una pluma y parecía igual de hueco—. Sea usted bienvenido de verdad.

—No hacía falta que mandara usted una avioneta —dijo Shpilman. Tenía una voz sardónica de actor, y una dicción estudiada, excelente, con un matiz bajo y suave de la triste Ucrania—. Soy perfectamente capaz de volar sin ayuda.

—Sí, bueno…

—Visión de rayos X. Piel a prueba de balas. Lo tengo todo. ¿Para quién es la silla de ruedas, para

?

Extendió los brazos, colocó los pies remilgadamente el uno junto al otro y se echó a sí mismo un lento vistazo, con cara de estar preparado para horrorizarse de lo que veía. Traje de raya fina que no era de su talla, sin sombrero, la corbata aflojada, un faldón de la camisa colgando y algo adolescente en sus rizos rojizos y desordenados. Imposible ver en aquel cuerpo esbelto y frágil, y en aquella cara adormilada, ningún rastro del padre monstruoso. Shpilman se volvió hacia la piloto, fingiendo estar sorprendido, y hasta dolido, por la insinuación de que estaba tan hecho polvo como para necesitar una silla de ruedas. Pero Litvak vio que estaba haciendo teatro para disimular su sorpresa y su dolor verdaderos por la insinuación.

—Dijo usted que yo tenía buen aspecto, señorita Landsman —dijo Shpilman tomándole el pelo, apelando a ella, suplicándole.

—Tienes un aspecto estupendo, chaval —le dijo la Landsman. Ella llevaba unos vaqueros metidos por dentro de unas botas altas y negras, una camisa Oxford blanca de hombre y una vieja chaqueta de prácticas de tiro de la jefatura de Sitka en cuyo bolsillo decía «
LANDSMAN
»—. Una pinta fabulosa.

—Ah, está usted mintiendo, mentirosa.

—Para mí tiene usted pinta de tres mil quinientos dólares, Shpilman —dijo la Landsman no sin amabilidad—. ¿Por qué no lo dejamos así?

—No me va a hacer falta la silla de ruedas, doctor —dijo Shpilman sin reproche—. Pero gracias por pensar en mí.

—¿Está usted listo, Mendel? —le preguntó el doctor Roboy a su manera amable y sentenciosa.

—¿Necesito estar listo? —dijo Mendel—. Si necesito estar listo, tal vez tengamos que retrasar esto unas cuantas semanas.

Las palabras emergieron de la garganta de Litvak como una especie de remolino de polvo, un enredo de arenilla y ráfagas de aire, espontáneamente. Un sonido espantoso, como un pegote de goma ardiendo tirado dentro de un cubo de hielo.

—No necesita estar listo —dijo Litvak—. Solo necesita estar
aquí
.

Todos se quedaron espantados, horrorizados, incluso Gold, que era perfectamente capaz de leer un tebeo a la luz de un hombre ardiendo. Shpilman se volvió lentamente, llevando una sonrisa en la comisura de la boca como quien lleva a un bebé apoyado en la cadera.

—Alter Litvak, supongo —dijo extendiendo la mano y mirando a Litvak con el ceño fruncido, fingiendo ser duro y masculino de una forma que se burlaba del hecho de ser duro y de la masculinidad y de su propia falta relativa a ambas cualidades—. Menudo apretón de manos,
oy
, es como una roca.

El apretón de manos de él era blando, cálido, no del todo seco, un eterno apretón de niño de escuela. Algo en Litvak se resistió a aquello, a su calidez y su blandura. Hasta él se había quedado horrorizado del eco de pterosaurio de su voz y del hecho mismo de haber hablado. Le horrorizaba ver que Mendel Shpilman tenía algo, en su cara hinchada y su traje espantoso, en su sonrisa de niño prodigio y su valiente intento de esconder el hecho de que tenía miedo, que había movido a Litvak a hablar por primera vez en años. Litvak sabía que el carisma era una cualidad real aunque indefinible, un fuego químico que ciertos hombres medio afortunados emitían. E igual que cualquier otro fuego o talento, era amoral, no estaba conectado al bien ni a la maldad, ni al poder ni a la utilidad ni a la fuerza. Al estrecharle la mano caliente a Shpilman, notó lo sólida que era su táctica. Si Roboy podía conseguir que Shpilman volviera a estar en buena forma física, entonces Shpilman podría inspirar y liderar no solamente a unos pocos centenares de creyentes armados, ni solo a treinta mil sombreros negros tenaces en busca de nuevas tierras, sino a toda una nación perdida y errante. El plan de Litvak iba a funcionar porque Mendel Shpilman tenía algo que podía hacer que a un hombre con la tráquea rota le dieran ganas de hablar. Y fue en contra de ese algo que tenía Shpilman que algo dentro de Litvak se apartó, asqueado. Sintió el deseo de aplastar aquella mano de escolar con la suya, de romperle los huesos.

—¿Qué pasa,
yid
? —le dijo la Landsman a Litvak—. Cuánto tiempo.

Litvak asintió y le dio la mano a la Landsman. Se sintió dividido, como le pasaba siempre, entre su impulso natural de admirar a una practicante competente de una profesión difícil y su sospecha de que aquella mujer era una lesbiana, una categoría humana que él no conseguía entender casi por cuestión de principios.

—Muy bien, pues —dijo ella. Se resistía a dejar ir a Shpilman, y cuando el viento arreció, se acercó más a él y le pasó el brazo por el hombro, acercándolo a ella, dándole un apretón cariñoso. Luego examinó las caras verdosas de los hombres que estaban esperando a que ella entregara su cargamento—. No te va a pasar nada malo, ¿verdad?

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