El sindicato de policía Yiddish (4 page)

BOOK: El sindicato de policía Yiddish
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—Entonces permítame que me despida de usted ahora, y para siempre —dice Shpringer—. Mañana por la noche a esta hora estaré disfrutando del caluroso sol de Saskatchewan.

—¿Saskatoon? —conjetura Landsman.

—Hoy han estado a treinta y cinco bajo cero —dice Shpringer—. Y esa ha sido la máxima.

—Podría ser peor —dice Landsman—. Podría estar usted viviendo en este cuchitril.

—El Zamenhof. —Shpringer saca el expediente de Landsman de su memoria y examina su contenido con el ceño fruncido—. Es verdad. Hogar, dulce hogar, ¿eh?

—Resulta adecuado a mi actual estilo de vida.

Shpringer esboza una ligera sonrisa de la que ha sido borrado prácticamente cualquier matiz de lástima.

—¿Por dónde está el muerto? —dice.

4

Lo primero que hace Shpringer es enroscar todas las bombillas que Lasker había aflojado. Luego se coloca las gafas de seguridad y se pone manos a la obra. Le hace a Lasker una manicura y una pedicura y mira dentro de su boca en busca de un dedo cortado o un doblón de bronce. Obtiene huellas con su polvo y su pincel. Saca trescientas diecisiete polaroids. Hace fotos del cadáver, de la sala, de la almohada perforada y de las huellas dactilares que ha sacado. Saca una foto del tablero de ajedrez.

—Una para mí —dice Landsman.

Shpringer hace una segunda foto del tablero que el asesino ha obligado a Lasker a abandonar. Luego se la da a Landsman, con una ceja enarcada.

—Una prueba valiosa —dice Landsman.

Pieza a pieza, Shpringer desmonta la defensa nimzocroata del muerto o lo que sea que estaba pasando y se dedica a colocar cada pieza dentro de su propia bolsita con cremallera.

—¿Cómo se ha ensuciado usted tanto? —dice sin mirar a Landsman.

Landsman se fija en el polvo de color marrón brillante que tiene pegado al empeine de los zapatos, a los puños y a las rodillas de los pantalones.

—He estado mirando en el sótano. Hay una especie, no sé, de tubería enorme de empalme allí abajo. —Nota que se le ruborizan las mejillas—. He tenido que echarle un vistazo.

—Un túnel Varsovia —dice Shpringer—. Recorren toda esta parte del Untershtat.

—No se creerá usted eso…

—Cuando los refugiados más pobres llegaron aquí después de la guerra, los que habían estado en el gueto de Varsovia, o en Bialystok, los ex partisanos, supongo que algunos de ellos no confiaban mucho en los americanos. Así que cavaron túneles. Por si acaso tenían que volver a combatir. Esa es la verdadera razón de que se llame Untershtat.

—Un rumor, Shpringer, una leyenda urbana. No es más que una tubería de servicio público.

Shpringer gruñe. Mete la toalla del baño en una bolsa, luego la toalla de mano y una pastilla gastada de jabón. Cuenta los pelos púbicos pelirrojos que hay pegados al retrete y luego los mete todos en bolsas individuales.

—Hablando de rumores —dice—. ¿Qué ha oído de Felsenfeld?

Felsenfeld es el inspector Felsenfeld, el comandante de la brigada.

—¿Qué quiere decir con qué he oído de él? Lo he visto esta misma tarde —dice Landsman—. No he oído
nada
de él, el hombre no ha pronunciado tres palabras seguidas desde hace diez años. ¿Qué clase de pregunta es esa? ¿De qué rumores habla?

—Solo preguntaba.

Shpringer está pasando los dedos enfundados en su guante de látex por la piel pecosa del brazo izquierdo de Lasker. Tiene huellas de agujas y marcas débiles allí donde el difunto se hacía el torniquete.

—Felsenfeld se ha pasado todo el día con la mano en la barriga —dice Landsman, reflexionando—. Tal vez le he oído decir «reflujo». Y luego: «¿Qué ve usted?».

Shpringer mira con el ceño fruncido la carne de encima del codo de Lasker, donde se acumulan las marcas de torniquetes.

—Parece que usaba un cinturón —dice—. Pero su cinturón es demasiado ancho para haber dejado estas marcas.

Ya ha metido el cinturón de Lasker, junto con dos pares de pantalones grises y dos blazers azules, dentro de una bolsa de papel marrón.

—Su droga está en el cajón, dentro de una bolsa negra con cremallera —dice Landsman—. No he mirado con mucha atención.

Shpringer abre el cajón de la mesilla de noche de Lasker y saca el neceser negro. Lo abre y hace un ruido raro con la garganta. La cubierta del neceser se abre en dirección a Landsman. Al principio, Landsman no ve qué es lo que ha atraído el interés de Shpringer.

—¿Qué sabe usted de este Lasker? —dice Shpringer.

—Estoy dispuesto a aventurar que de vez en cuando jugaba al ajedrez —dice Landsman. Uno de los tres libros que hay en la habitación es una edición en bolsillo doblada y con el lomo roto de
Trescientas partidas de ajedrez
de Siegbert Tarrasch. Tiene un bolsillo de papel Manila pegado al interior de la contraportada, con una tarjeta de devolución que muestra que fue retirado en préstamo por última vez de la central de la Biblioteca Pública de Sitka en julio de 1986. Landsman no puede evitar pensar que julio de 1986 fue cuando hizo el amor por primera vez con su futura ex mujer. Por entonces Bina tenía veinte años y Landsman veintitrés, y era el apogeo del verano septentrional. Julio de 1986 es la fecha estampada en la tarjeta que hay en el bolsillo de las ilusiones de Landsman. Los otros dos libros son novelas de intriga baratas en yiddish—. Aparte de eso, ni puta idea.

Por lo que Shpringer ha deducido de las marcas que tiene Lasker en el brazo, el torniquete que, al parecer, le gustaba usar al difunto era una correa de cuero, negra, de un centímetro y medio de ancho. Shpringer la saca de la bolsa y la sostiene con dos dedos como si pudiera morderle. En mitad de la correa cuelga un saquito de cuero diseñado para contener un papel en el que un escriba, usando tinta y una pluma, ha anotado cuatro pasajes de la Torá. Todas las mañanas el judío piadoso se enrosca uno de esos chismecitos en torno al brazo izquierdo, se ata otro a la frente y reza para entender qué clase de Dios puede obligar a la gente a hacer algo así todos los malditos días de su vida. Pero dentro de la correa de oraciones de Emanuel Lasker no hay nada. No es más que lo que usaba para dilatarse la vena del brazo.

—Esto es nuevo —dice Shpringer—. Hacerte un torniquete con un
tefillin
.

—Ahora que lo pienso —dice Landsman—, tenía toda la pinta. De haber sido tal vez sombrero negro en el pasado. Adoptan una especie de… no sé. Parecen como esquilados.

Landsman se pone un guante y, cogiendo la barbilla de Lasker, inclina de un lado a otro la cabeza del muerto con su máscara hinchada de vasos sanguíneos.

—Si alguna vez llevó barba, de eso ya hace tiempo —dice—. La piel de su cara es toda del mismo tono.

Suelta la cara de Lasker y se aleja del cuerpo. No es del todo preciso decir que le ve pinta de sombrero negro a Lasker. Pero con esa barbilla de muchacho gordo que tiene, y con su aire de destrucción, Landsman supone que Lasker fue alguna vez algo más que un yonqui sin calcetines en un hotelucho barato. Suspira.

—Qué no daría yo por estar tumbado en las orillas soleadas de Saskatoon.

Hay ruidos en el pasillo y un traqueteo de metal y correas, y un momento más tarde entran dos trabajadores de la morgue con una camilla plegable. Shpringer les dice que traigan el cubo de las pruebas y las bolsas que ha llenado, y luego sale pesadamente, con una rueda del carrito chirriando.

—Cabronazo —informa Landsman a los chicos de la morgue, refiriéndose al caso, no a la víctima.

Este juicio no parece sorprenderles ni venirles de nuevo. Landsman sube de vuelta a su habitación para reunirse con su botella de
slivovitz
y con el vaso de chupitos de la Exposición Universal que se ha ganado su corazón. Se sienta en la silla que hay frente al escritorio de chapa de madera, donde una camisa sucia hace de cojín del asiento. Se saca la polaroid del bolsillo y examina la partida que Lasker ha dejado a medias, intentando decidir si les tocaba mover las blancas o las negras, y cuál sería el movimiento que vendría después. Pero hay demasiadas piezas, y es demasiado difícil retener todos los movimientos en la cabeza, y Landsman no posee ningún ajedrez con el que ir ensayándolos. Al cabo de unos minutos nota que se va quedando adormilado. Pero no, no va a dormirse, no cuando sabe que lo que le espera son sueños trillados de Escher, tableros de ajedrez borrosos y torres gigantes que proyectan sombras fálicas.

Se quita la ropa, se mete en la ducha y permanece bajo la misma durante media hora con los ojos muy abiertos, sacando recuerdos de sus bolsas de plástico: el de su hermana pequeña en su avioneta Super Cub, el de Bina en el verano de 1986. Los examina como si fueran transcripciones, en un libro polvoriento robado de la biblioteca, de jaques mate y jugadas brillantes del pasado. Al cabo de media hora de tan útil empeño, se levanta, se pone una camisa y una corbata limpias y baja a la Central de Sitka para redactar su informe.

5

Landsman aprendió a odiar el juego del ajedrez a manos de su padre y de su tío Hertz. Los dos cuñados habían sido amigos de infancia en Lodz y compañeros en el Club Juvenil de Ajedrez Makkabi. Landsman recuerda que solían hablar del día, en verano de 1939, en que el gran Tartakower pasó a hacer una demostración para los chicos del Makkabi. Savielly Tartakower era ciudadano polaco, gran maestro y un personaje famoso por haber dicho: «Los errores ya están todos en el tablero, esperando a que alguien los cometa». Había venido de París para hacer un reportaje de un torneo para una revista de ajedrez francesa y para visitar al director del Club Juvenil de Ajedrez Makkabi, un viejo camarada suyo de su época en el frente ruso con el ejército de Francisco José. A instancias del director, Tartakower propuso una partida contra el mejor jugador joven, Isidor Landsman.

Se sentaron los dos, el apuesto veterano de guerra con su traje a medida y su buen humor severo, y el quinceañero tartamudo con su ojo bizco, su alopecia y un bigote que a menudo la gente confundía con una huella dactilar de carbonilla. Tartakower jugaba con negras, y el padre de Landsman eligió la Apertura Inglesa. Durante la primera hora, Tartakower jugó sin prestar atención, de forma casi automática. Dejó su gran ingenio ajedrecístico aparcado y jugó siguiendo el manual. Después de treinta y cuatro movimientos, con sorna amistosa, le ofreció unas tablas al padre de Landsman. El padre de Landsman necesitaba mear, le pitaban los oídos y únicamente estaba eludiendo lo inevitable. Pero rechazó la oferta. Para entonces su juego ya solamente se basaba en el tacto y la desesperación. Reaccionó, rechazó intercambios, sin más recursos ya que una naturaleza testaruda y un sentido descabellado del tablero. Después de setenta movimientos y cuatro horas y diez minutos de partida, Tartakower, ya no tan amigable, repitió su oferta anterior. El padre de Landsman, atormentado por el tinnitus y a punto de mearse en los pantalones, aceptó. En años posteriores, el padre de Landsman a veces aseguraba que su mente, aquel órgano extraño, nunca se había recuperado de lo mal que lo pasó en aquella partida. Pero por supuesto, le iba a tocar pasarlo peor.

—No ha sido placentero en absoluto —se supone que le dijo Tartakower al padre de Landsman mientras se levantaba de su silla. El joven Hertz Shemets, con su ojo infalible para la debilidad, divisó un temblor en la mano de Tartakower mientras este sostenía un vaso de Tokay que le acababan de traer. Luego Tartakower señaló el cráneo de Isidor Landsman—. Pero estoy seguro de que ha sido preferible a estar obligado a vivir aquí.

Menos de dos años más tarde, Hertz Shemets, su madre y su hermanita Freydl llegaron a la isla de Baranof, en Alaska, con la primera oleada de colonos
galitzer
. Llegaron a bordo del tristemente célebre
Diamond
, una nave de transporte de tropas de la época de la Primera Guerra Mundial que el secretario Ickes ordenó que sacaran de la reserva y rebautizó a modo de medio homenaje, o eso dice la leyenda, a la memoria del difunto Anthony Dimond, el delegado sin voto del territorio de Alaska en la Cámara de Representantes. (Hasta la intervención fatal en la esquina de una calle de Washington D.C. de un
schlemiel
borracho al volante de un taxi llamado Denny Lanning —héroe eterno de los judíos de Sitka—, el delegado Dimond había estado a punto de cargarse en comité la Ley de Asentamiento de Alaska.) Flaco, pálido y perplejo, Hertz Shemets se bajó del
Diamond
y pasó de la oscuridad y el hedor a sopa y a charcos oxidados, al aroma frío y limpio de los pinos de Sitka. En compañía de su familia y de su gente fue numerado, vacunado, despiojado y etiquetado como un pájaro migratorio según las estipulaciones de la Ley de Asentamiento de Alaska de 1940. En un cuadernillo de cartón llevaba un «pasaporte Ickes», un visado de emergencia especial impreso en un papel endeble especial con tinta borrosa especial.

No tenía ningún otro sitio adonde ir. Lo decía con letras enormes en la portada del pasaporte Ickes. No se le permitía viajar a Seattle, ni a San Francisco, ni siquiera a Juneau o a Ketchikan. Todas las cuotas normales sobre la inmigración judía a Estados Unidos seguían en vigor. Aun después de la oportuna muerte de Dimond, no se podía hacer ascender la ley a la fuerza hacia las capas superiores del estamento político americano sin cierta cantidad de músculo y de grasa, y las restricciones de los movimientos de los judíos eran parte del trato.

Siguiendo de cerca los pasos de los judíos de Alemania y de Austria, la familia Shemets fue arrumbada junto con sus paisanos
galitzer
en Camp Slattery, un pantano ártico situado a dieciséis kilómetros de la población medio decrépita de Sitka, capital de la colonia rusa de Alaska. En sus cabañas y barracones ventosos con tejados de hojalata pasaron seis meses de aclimatación intensiva a manos de un equipo de élite de quince mil millones de mosquitos, trabajando bajo contrato del Departamento del Interior de Estados Unidos. A Hertz lo enrolaron primero para hacer carreteras y después lo asignaron al equipo que construyó el aeródromo de Sitka. Perdió dos muelas como resultado de un golpe de pala, mientras trabajaba en una cuadrilla de letrinas, en las profundidades de un cajón hidráulico hundido en el barro de la bahía de Sitka. En años posteriores, siempre que ibas en coche con él por el puente de Tshernovits, se frotaba la mandíbula, y la mirada dura que tenía en su cara astuta adoptaba un aire de nostalgia. A Freydl la mandaron a una escuela situada en un granero helado en cuyo tejado nunca paraba de repiquetear la lluvia. A su madre le enseñaron los rudimentos de la agricultura, el uso del arado, el fertilizante y la manguera de irrigación. Los folletos y los pósters presentaban la corta temporada de cultivo en Alaska como alegoría de la breve duración de la estancia de ella. La señora Shemets tenía que pensar en el Asentamiento de Sitka como si fuera una bodega o un invernadero, donde, igual que bulbos de flores, ella y sus hijos podían pasar el invierno hasta que el suelo de su casa se secara lo bastante como para permitir que los replantaran en ella. Nadie se imaginaba que el suelo de Europa fuera a ser sembrado tan profundamente con sal y cenizas.

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