El sindicato de policía Yiddish (7 page)

BOOK: El sindicato de policía Yiddish
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—¿Qué vas a hacer, rechazarlo? —le gritó este a la madre de Landsman—. Allí arriba le están haciendo la vida imposible. Su madre está muerta. Asesinada por judíos.

De hecho, once nativos de Alaska murieron en los disturbios que siguieron a la explosión de una bomba en una sinagoga que un grupo de judíos había construido en tierra disputada. Hay reductos en esas islas donde el mapa trazado por Harold Ickes titubea y se rompe, tramos punteados de la Línea Divisoria. La mayoría son demasiado remotos o montañosos para estar habitados, y se pasan el año entero congelados o inundados. Algunas de esas áreas tachadas, sin embargo, selectas, llanas y templadas, han demostrado con el curso de los años ser irresistibles para millones de judíos. Los judíos quieren espacio habitable. Y en los años setenta algunos de ellos, la mayoría miembros de pequeñas sectas ortodoxas, empezaron a ocuparlo.

La construcción de una sinagoga en Saint Cyril por parte de la escisión de la escisión de una secta de Lisianski fue el escándalo final para muchos nativos. Como respuesta a la misma hubo manifestaciones, mítines y abogados, así como retumbares oscuros procedentes del Congreso con motivo de una afrenta más a la paz y la paridad por parte de los judíos altaneros del norte. Dos días antes de la consagración de la sinagoga, alguien —nadie lo reivindicó nunca ni tampoco hubo acusados— lanzó un cóctel molotov doble a través de una ventana, quemando el templo hasta que no quedó nada más que la base de cemento. Los feligreses y sus partidarios se concentraron en el pueblo de Saint Cyril, destruyeron las trampas para cangrejos, rompieron las ventanas del local de la Hermandad de Nativos de Alaska, e incendiaron de forma espectacular un cobertizo lleno de candelas romanas y petardos de cereza. El conductor de un camión lleno de
yids
furiosos perdió el control del volante y se estrelló contra la tienda de alimentación donde Laurie Jo trabajaba de cajera, matándola al instante. Los Disturbios de la Sinagoga siguen siendo el peor momento de la amarga e ignominiosa historia de las relaciones entre los judíos y los tlingit.

—¿Y eso es culpa mía? ¿Es problema mío? —respondió gritando la madre de Landsman—. ¡Un indio viviendo en mi casa, eso es algo que no necesito!

Los niños se dedicaron a escuchar un rato, mientras Johnny Oso esperaba de pie en el umbral, dando golpes a su bolsa de lona con la punta de su zapatilla deportiva.

—Menos mal que no hablas yiddish —le dijo Landsman al chico más joven.

—No me hace falta, capullo —dijo Johnny el Judío—. Llevo toda la vida oyendo esa mierda.

Después de que la cuestión se resolviera —y ya estaba resuelta antes de que la madre de Landsman empezara a gritar—, Hertz entró a decir adiós. Su hijo le sacaba cinco centímetros. Cuando le dio a Johnny un abrazo breve y rígido, pareció que el sillón lateral estuviera abrazando al sofá. Luego se apartó.

—Lo siento, John —dijo. Agarró a su hijo de las orejas y lo sostuvo así con firmeza. Escrutó la cara del chico como si fuera un telegrama—. Quiero que lo sepas. No quiero que me mires nunca y pienses que no lo estoy sintiendo de verdad.

—Quiero vivir contigo —dijo el chico en tono inexpresivo.

—Ya lo has mencionado. —Las palabras eran severas y los modales insensibles, pero de repente, y aquello dejó a Landsman completamente pasmado, al tío Hertz le brillaron las lágrimas en los ojos—. Tengo fama, John, de ser un completo hijo de puta. Conmigo te iría peor que si vivieras en la calle. —Echó un vistazo a la sala de estar de su hermana, las fundas de plástico que cubrían los muebles, la escultura que parecía una alambrada de púas, la
menorah
abstracta—. Dios sabe lo que harán contigo aquí.

—Me harán judío —dijo Johnny Oso, y no fue fácil saber si lo estaba diciendo con orgullo o como predicción de un desastre—. Como tú.

Le dio a Naomi un golpecito en la cabeza. Justo antes de salir, se detuvo para estrecharle la mano a Landsman.

—Ayuda a tu primo, Meyerle, lo va a necesitar.

—Parece que se puede valer por sí solo.

—Lo parece, ¿verdad? —dijo el tío Hertz—. Eso por lo menos lo ha sacado de mí.

Ahora Ber Shemets, que es como acabó llamándose a sí mismo con el tiempo, vive como un judío y lleva solideo y chal de oración como un judío. Razona como un judío, tiene la religión de los judíos, es padre y ama a su mujer y sirve al público como un judío. Hila sus teorías con las manos, cumple con el kosher y tiene un pene cortado (su padre se encargó de ello antes de abandonar al pequeño Oso) al sesgo. Su aspecto, sin embargo, es puro tlingit. Ojos de fiera, pelo negro y tupido, cara ancha diseñada para la alegría pero educada en el oficio de la tristeza. Los Osos son gente corpulenta, y Berko mide dos metros sin zapatos y pesa nada menos que ciento diez kilos. Tiene la cabeza grande, los pies grandes, la barriga y las manos grandes. Todo en Berko es grande salvo el bebé que tiene en brazos, que ahora sonríe con timidez a Landsman con su mata de crin negra y erizada como un montón de limaduras magnetizadas de hierro. Un niño monísimo, Landsman es el primero en admitirlo, pero aunque ya tiene un año, la imagen de Pinky sigue haciendo una muesca en el punto blando que Landsman tiene detrás del esternón. Pinky nació exactamente dos años después de la fecha en que tenía que nacer Django: el 22 de septiembre.

—Emanuel Lasker era un famoso ajedrecista —informa Landsman a Berko, que coge una taza de café de manos de Ester-Malke y mira el vapor de la misma con el ceño fruncido—. Un judío alemán. En las décadas de mil novecientos diez y mil novecientos veinte. —Se ha pasado entre las cinco y las seis frente a su ordenador en la sala vacía de la brigada, viendo qué podía encontrar—. Matemático. Perdió con Capablanca, como todo el mundo por aquel entonces. El libro estaba en la habitación. Junto con un tablero de ajedrez, con las piezas colocadas así.

Berko tiene unos párpados gruesos, enternecedores y de aspecto amoratado, pero cuando los deja caer sobre sus ojos saltones, su mirada se vuelve como el haz de una linterna filtrándose a través de una ranura: tan fría y escéptica que puede llevar a hombres inocentes a dudar de sus propias coartadas.

—Y a ti te da la impresión —dice, echando una mirada cargada de intención a la botella de cerveza que Landsman tiene en la mano— de que la configuración de las piezas del tablero, ¿qué? —La ranura se estrecha, el haz brilla con más intensidad—. ¿Revela el nombre de su asesino en código?

—En el alfabeto de la Atlántida —dice Landsman.

—Ajá.

—El judío jugaba al ajedrez. Y se hacía el torniquete con un
tefillin
. Y alguien lo mató con muchísimo cuidado y discreción. No lo sé. Tal vez no haya nada por el lado del ajedrez. No puedo sacar nada de ello. He mirado el libro entero, pero no he podido averiguar qué partida estaba jugando. Si es que jugaba alguna. Esos diagramas, no lo sé, mirarlos me da dolor de cabeza. Me da dolor de cabeza el mero hecho de mirar el tablero, es una maldición.

A Landsman le sale una voz tan hueca y desesperanzada como su estado de ánimo, lo cual no era su intención en absoluto. Berko mira a su mujer por encima de la coronilla de Pinky, para ver si realmente necesita preocuparse por Landsman.

—Te diré qué haremos, Meyer. Si dejas esa cerveza —dice Berko, intentando no sonar como un policía y fracasando en el intento—, te dejaré coger en brazos a este bebé tan guapo. ¿Qué me dices? Míralo. Mira esos muslos, anda. Tienes que estrujarlos. Deja esa cerveza, ¿de acuerdo? Y coge en brazos un minuto al bebé.

—Es un bebé guapo —dice Landsman.

Vacía otros dos centímetros de cerveza de la botella. Luego la deja, se calla y coge al bebé, después lo huele y se hace la herida habitual en el corazón. Pinky huele a yogur y jabón de la colada. Y un poco a la colonia de jamaica de su padre. Landsman lleva al bebé a la puerta de la cocina, tratando de no inhalar, y mira cómo Ester-Malke saca una capa de gofres de la plancha. Está usando una vieja plancha Westinghouse con asas de baquelita en forma de hojas. Puede hacer cuatro gofres bien crujientes de una vez.

—¿Suero de leche? —dice Berko examinando ahora el tablero de ajedrez, pasándose un dedo por el grueso espacio de encima del labio.

—¿Qué más? —dice Ester-Malke.

—¿De verdad o es leche con vinagre?

—Hicimos un ensayo de doble ciego, Berko. —Ester-Malke le da a Landsman un plato de gofres a cambio de su hijo menor, y aunque no le apetece comer, Landsman está encantado con el intercambio—. No puedes distinguir una cosa de la otra, ¿te acuerdas?

—Bueno, tampoco sabe jugar al ajedrez —dice Landsman—. Pero mira cómo finge.

—Vete a la mierda, Meyer —dice Berko—. Vale, ahora en serio: ¿qué pieza es el acorazado?

La locura familiar por el ajedrez ya se había agotado o bien había redirigido sus energías para cuando Berko se fue a vivir con Landsman y su madre. Isidor Landsman llevaba seis años muerto, y Hertz Shemets había transferido sus habilidades para la finta y el ataque a un tablero de ajedrez mucho más grande. Lo cual quería decir que no quedaba nadie para enseñarle a Berko el juego más que Landsman, un deber que Landsman declinó cuidadosamente.

—¿Mantequilla? —dice Ester-Malke.

Echa una cucharada de masa en las celdas de la plancha de gofres mientras Pinky permanece sentado sobre su cadera y ofrece su consejo no solicitado.

—Sin mantequilla.

—¿Sirope?

—Sin sirope.

—Tú no quieres ningún gofre, ¿verdad, Meyer? —dice Berko.

Abandona la farsa de examinar el tablero y desplaza su atención al manual de Siegbert Tarrasch como si fuera capaz de entenderlo.

—Si he de ser sincero, no —dice Landsman—. Pero sé que debería.

Ester-Malke baja la tapa de la plancha sobre las cuadrículas de masa.

—Estoy embarazada —dice en tono suave.

—¿Cómo? —dice Berko levantando la vista del libro de sorpresas ordenadas—. ¡Mierda! —La palabra la suelta en americano, el idioma favorito de Berko para decir palabrotas y hablar en tono enfadado. Empieza a darle vueltas a la pastilla de chicle imaginario que parece aparecerle en la boca siempre que está a punto de explotar—. Es genial. Es simplemente genial, ¿sabes? ¡Porque todavía queda un puto escritorio en este apartamento de mierda que no tiene un puto bebé encima!

Luego levanta
Trescientas partidas de ajedrez
por encima de la cabeza y se prepara teatralmente para lanzarlo por encima de la barra de desayunos en dirección al interior de la sala de estar-comedor. Es el Shemets que lleva dentro el que sale a la luz. A la madre de Landsman también le encantaba lanzar objetos con furia, y los despliegues histriónicos del tío Hertz, tan tranquilo él, son escasos pero legendarios.

—Es una prueba —le recuerda Landsman. Berko levanta el libro más alto todavía y Landsman dice—: ¡Es una prueba, coño!

Y entonces Berko lo arroja. El libro vuela desmañadamente, en medio de un revoloteo de páginas, y golpea algo que tintinea, probablemente la caja plateada de especias que hay sobre la mesa de cristal del comedor. El bebé proyecta hacia fuera el labio inferior, lo proyecta un poco más y después vacila, mirando primero a su padre, luego a su madre y de nuevo al primero. Por fin estalla en sollozos compungidos. Berko fulmina con la mirada a Pinky, como si lo hubiera traicionado. Luego da la vuelta a la barra para recoger la prueba maltratada.

—¿Qué ha hecho Tateh? —le dice Ester-Malke al bebé, dándole un beso en la mejilla y mirando con el ceño fruncido el enorme agujero de bordes negros que Berko ha dejado atrás en el aire—. ¿El malvado Detective Super-Esperma ha tirado el librote feo?

—¡Muy bueno el gofre! —dice Landsman dejando su plato intacto. Levanta la voz—: Eh, Berko, estoy… ejem… creo que voy a esperar en el coche. —Roza la mejilla de Ester-Malke con los labios—. Dile a como se llame que el tío Meyerle le dice adiós.

Landsman sale a los ascensores, por cuyo hueco se oye aullar el viento. El vecino, Fried, sale de su casa con su abrigo largo y negro, el pelo blanco peinado hacia atrás y rizándose a la altura del cuello del abrigo. Fried es cantante de ópera, y los Taytsh-Shemets tienen la impresión de que los mira con altivez. Pero eso es solo porque Fried les ha dicho que es mejor que ellos. Por lo general, los
sitkaniks
se preocupan de mantener esta visión de sus vecinos, en particular de los nativos y de todos aquellos que habitan en el sur. Fried y Landsman entran juntos en el ascensor. Fried le pregunta a Landsman si ha encontrado algún cadáver recientemente, y Landsman le pregunta si ha hecho que algún compositor muerto se revuelva en su tumba recientemente, y después de eso ya no dicen gran cosa más. Landsman regresa a su plaza de aparcamiento y entra en el coche. Arranca el vehículo y se sienta en medio del calor que entra del motor. Con el olor de Pinky en el cuello de su abrigo y el fantasma fresco y seco de la mano de Goldy en la suya, hace de portero de fútbol mientras un equipo de remordimientos infructuosos monta un ataque continuo contra su capacidad de llegar al final del día sin sentir nada. Sale del coche y se fuma un
papiros
bajo la lluvia. Vuelve la mirada hacia el norte, más allá del puerto deportivo, hasta el poste serpenteante de aluminio que está en su isla azotada por el viento. Una vez más siente una fuerte nostalgia por la Exposición, por la heroica ingeniería judía del Imperdible (oficialmente la Torre de la Promesa de Santuario, pero nadie la llama así), y por el escote de la mujer uniformada que solía romperte el ticket durante el trayecto de ascensor que iba al restaurante de la punta del Imperdible. Luego regresa al coche. Pocos minutos después, Berko sale del edificio y entra rodando como un bombo en el Super Sport. Lleva en una mano el libro y el tablero de ajedrez y se los coloca en equilibrio sobre el muslo izquierdo.

—Siento todo lo de antes —dice—. Menudo capullo estoy hecho, ¿eh?

—No pasa nada.

—Simplemente tendremos que encontrar un piso más grande.

—Ya.

—En alguna parte.

—Ahí está la cosa.

—Es una bendición.

—Pues claro.
Mazel tov
, Berko.

Las felicitaciones de Landsman son tan irónicas que se vuelven sinceras, y tan sinceras que solamente pueden parecer falsas, y él y su compañero permanecen un rato sentados, sin ir a ninguna parte, escuchando cómo se coagulan.

—Ester-Malke dice que está tan cansada que ni siquiera se acuerda de haber tenido relaciones sexuales conmigo —dice Berko con un suspiro profundo.

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