El sindicato de policía Yiddish (6 page)

BOOK: El sindicato de policía Yiddish
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La familia Taytsh-Shemets vive en el edificio Dniéper, en el piso veinticuatro. El Dniéper es redondo como un montón de bandejas para hacer tartas. Muchos de sus residentes, indiferentes a las bonitas vistas del cono derrumbado del monte Edgecumbe, del Imperdible resplandeciente o de las luces del Untershtat, han cerrado sus balcones circundantes con contraventanas y persianas de lamas a fin de ganar un espacio extra. Los Taytsh-Shemets lo hicieron cuando llegó el bebé: el primer bebé. Ahora los dos pequeños Taytsh-Shemets viven ahí fuera, arrumbados en el balcón como si fueran esquís en desuso.

Landsman aparca el Super Sport en el espacio que queda detrás de los Contenedores de Basura y que ha llegado a considerar suyo, aunque supone que un hombre no debería llegar a albergar sentimientos de cariño hacia una plaza de aparcamiento. El mero hecho de tener un lugar donde dejar el coche veinticuatro pisos por debajo de una invitación a desayunar de pie nunca debería pasar, en el corazón de un hombre, por una vuelta a casa.

Faltan unos minutos para las seis y media, y aunque está bastante seguro de que en casa de los Taytsh-Shemets todo el mundo estará despierto, decide subir por las escaleras. Las escaleras del Dniéper apestan a aire de mar, a col y a cemento frío. Cuando llega a lo alto, enciende un
papiros
para recompensarse a sí mismo por su diligencia y se queda de pie sobre el felpudo de los Taytsh-Shemets haciéndole compañía a la
mezuzah
. Ha terminado de toser con un pulmón y está a medio vaciar el otro cuando Ester-Malke Taytsh abre la puerta. En la mano tiene la barrita de una prueba de embarazo con una gota de algo que debe de ser orina en el extremo operativo. Cuando ve que Landsman lo está viendo, se lo esconde con tranquilidad en un bolsillo de su bata de baño.

—Sabes que hay timbre, ¿verdad? —dice ella a través de una cortina enredada de pelo, de color marrón ladrillo y demasiado fino para la melena que siempre lleva. Siempre acaba con el pelo por delante de la cara, sobre todo cuando se está haciendo la lista—. Aunque, bueno, toser también funciona.

Deja la puerta abierta y a Landsman de pie sobre el tupido felpudo de fibra de coco que dice «
PIÉRDETE»
. Landsman toca la
mezuzah
con dos dedos al entrar y luego se los besa con gesto mecánico. Es lo que uno hace si es creyente, como Berko, o un gilipollas burlón, como Landsman. Cuelga el sombrero y el abrigo en un perchero de asta de arce que hay junto a la puerta principal. Sigue al culo flaco de Ester-Malke, enfundado en su bata blanca de algodón, por el pasillo y hasta la cocina. La cocina es estrecha y está organizada a lo largo, con los fogones, el fregadero y la nevera a un lado y los armarios al otro. Al fondo, una barra para desayunar con dos taburetes comunica con la sala de estar-comedor. Sobre la encimera hay una plancha de gofres de la que salen bocanadas de humo como las de las locomotoras de los dibujos animados. La cafetera de filtro carraspea y escupe como un policía judío decrépito después de subir diez pisos andando.

Landsman se acerca con sigilo al taburete que más le gusta y se queda de pie junto al mismo. Del bolsillo lateral de su blazer de tweed se saca un ajedrez de bolsillo y lo desenvuelve. Lo ha comprado en el drugstore que está abierto toda la noche en plaza Korczak.

—¿El gordo todavía está en pijama? —dice.

—Se está vistiendo.

—¿Y el bebé gordo?

—Eligiendo la corbata.

—Y el otro, ¿cómo se llama? —De hecho, su nombre, debido a una reciente moda de inventar nombres propios a partir de apellidos, es Feingold Taytsh-Shemets. Lo llaman Goldy. Hace cuatro años Landsman tuvo el honor de sujetar las piernas escuálidas de Goldy mientras un judío vetusto con un cuchillo iba a por su prepucio—. Su Majestad.

A modo de respuesta, ella señala con la cabeza en dirección a la sala de estar-comedor.

—¿Sigue enfermo? —dice Landsman.

—Hoy está mejor.

Landsman da la vuelta a la barra de desayunar, deja atrás la mesa del comedor con superficie de cristal y llega al enorme sofá blanco de módulos para echar un vistazo a lo que la televisión le está haciendo a su ahijado.

—Mira quién hay —dice.

Goldy lleva puesto su pijama de osos polares, el colmo del chic nostálgico para un niño judío de Alaska. Los osos polares, los copos de nieve, los iglús, la imaginería septentrional que tan omnipresente era cuando Landsman era niño, vuelve a estar de moda. Con la salvedad de que esta vez parece tener cierta naturaleza irónica. Los copos de nieve, en efecto, son algo que los judíos encontraron aquí, aunque gracias a los gases invernadero hay considerablemente menos que en los viejos tiempos. Pero nada de osos polares. Ni de iglúes. Ni de renos. Básicamente un montón de indios enfadados, niebla y lluvia, y medio siglo de una sensación de error tan nítida, tan profundamente incorporada en los sistemas de los judíos, que emerge por todas partes, hasta en los pijamas de sus hijos.

—¿Estás listo para trabajar hoy, Goldele? —dice Landsman. Pone el dorso de la mano en la frente del niño. No parece nada caliente. Goldy lleva su
yarmulke
del Perro Shnapish torcido, y Landsman se lo alisa y ajusta la horquilla que lo sujeta en su sitio—. ¿Listo para combatir el crimen?

—Pues claro, tío.

Landsman extiende el brazo para estrecharle la mano al chico, y sin mirar siquiera Goldy desliza su manaza seca en la de Landsman. Un diminuto rectángulo azul de luz nada en la capa de lágrimas de los ojos marrón oscuro del chico. Landsman ha visto este programa con su ahijado en otras ocasiones, en el canal educativo. Un noventa por ciento más o menos de la televisión que ven viene del sur y la ponen doblada al yiddish. Trata de las aventuras de un par de niños con nombres judíos y aspecto de ser medio indios que no parecen tener padres. Lo que sí tienen es una escama cristalina y mágica de dragón que les concede el deseo de hacer viajes a una tierra de dragones de color pastel, cada uno de los cuales se distingue por su color y su modalidad particular de imbecilidad. Poco a poco, los niños empiezan a pasar cada vez más tiempo con su escama de dragón mágica, hasta que un día viajan a la tierra del arco iris de la idiotez y nunca más regresan. Sus cuerpos los encuentra el conserje de noche de su albergue barato, cada uno de ellos con un balazo en la nuca. A Landsman se le ocurre que tal vez haya algo que se pierde en la traducción.

—¿Todavía quieres ser un
noz
cuando crezcas? —dice Landsman—. ¿Como tu padre y tu tío Meyer?

—Sí —dice Goldy sin entusiasmo—. Pues claro.

—Así me gusta.

Se vuelven a dar la mano. Su conversación es el equivalente del gesto de Landsman de besar la
mezuzah
, la clase de cosas que empiezan como broma y terminan como algo a lo que aferrarse.

—¿Te has aficionado al ajedrez? —dice Ester-Malke cuando él regresa a la cocina.

—Dios no lo quiera —dice Landsman.

Se sienta en su taburete y manipula los diminutos peones y caballos y reyes del ajedrez portátil, desplegándolos para que reproduzcan el tablero dejado atrás por el llamado Emanuel Lasker. Le cuesta distinguir las piezas, pero cada vez que se acerca una a la cara para mirarla bien, se le cae.

—Deja de mirarme así —le dice a Ester-Malke sin mirarla—. No me gusta.

—Mierda, Meyer —dice ella mirándole las manos—. Tienes temblores.

—No he dormido en toda la noche.

—Ajá.

Lo que pasa con Ester-Malke Taytsh es que, antes de regresar a la universidad, convertirse en trabajadora social y casarse con Berko, disfrutó de una breve pero distinguida carrera como perdida del Sitka sur. Tiene a un par de criminales de poca monta en su pasado, un tatuaje del que se arrepiente en la barriga y un puente en los dientes de abajo, recuerdo del último hombre que la maltrató. Landsman la conoce desde hace más tiempo que Berko, ya que la detuvo por vandalismo cuando ella todavía iba al instituto. Ester-Malke entiende cómo hay que tratar a un perdedor, por intuición y por hábito, y sin ninguno de los reproches que le dedica a su propia juventud desperdiciada. Ahora va a la nevera y saca una botella de Bruner Adler, la destapa y se la da a Landsman. Él la hace rodar por sus sienes insomnes y luego da un trago largo.

—Así pues —dice, sintiéndose mejor al cabo de un instante—, ¿tienes un retraso?

Ella pone una expresión medio teatral de culpa, hace el gesto de coger la barrita del test de embarazo y se deja la mano en el bolsillo, agarrando la barrita sin sacarla. Landsman sabe, porque ella ha sacado el tema un par de veces, que a Ester-Malke le preocupa que él les envidie a ella y a Berko su exitoso programa de crianza y sus dos hermosos hijos. Landsman lo hace, a veces, con amargura. Pero cuando ella saca el tema, por lo general él se encarga de negarlo.

—Mierda —dice él cuando un alfil cae rodando al suelo y desaparece por debajo de la encimera de la barra.

—¿Era una pieza blanca o negra?

—Negra. Un alfil. Mierda. Está perdido.

Ester-Malke va al estante de las especias, se ajusta el cinturón de la bata y examina sus opciones.

—Ten —dice. Saca un frasco de virutas de chocolate, lo destapa, se echa una en la palma de la mano y se la entrega a Landsman—. Usa esto.

Landsman está arrodillado en el suelo debajo de la encimera. Recupera el alfil perdido y consigue ensartarlo en la ranura de h6. Ester-Malke devuelve el frasco al armario y devuelve la mano derecha al misterio del bolsillo de su albornoz.

Landsman se come la viruta de chocolate.

—¿Lo sabe Berko? —dice.

Ester-Malke niega con la cabeza, escondiéndose detrás de su pelo.

—No es nada —dice.

—¿Oficialmente nada?

Ella se encoge de hombros.

—¿No has mirado la prueba?

—Me da miedo.

—¿Qué te da miedo? —dice Berko apareciendo en la puerta de la cocina con el pequeño Pinchas Taytsh-Shemets (a quien, de manera inevitable, llaman Pinky) apoyado en el antebrazo derecho.

Hace un mes le hicieron una fiesta a la criatura, con un pastel y una vela. Así pues, piensa Landsman, eso traerá al tercer Taytsh-Shemets, en caso de que esté de camino, más menos veintiún o veintidós meses después del segundo. Y siete meses después de la Revocación. Siete meses después de la llegada del mundo desconocido. Otro prisionero diminuto de la historia y del destino, otro Mesías en potencia, ya que dicen los expertos que nace un Mesías en cada generación, para hinchar las velas de la demente carabela de sueños del profeta Elías. Ester-Malke extrae la mano de su bolsillo sin la prueba de embarazo y le dedica a Landsman una seña típica del Sitka sur con una ceja enarcada.

—Le da miedo oír lo que tuve que comer ayer —dice Landsman.

A fin de crear una distracción, se saca el ejemplar de Lasker de
Trescientas partidas de ajedrez
del bolsillo de la chaqueta y lo deja sobre la encimera al lado del tablero de ajedrez.

—¿Esto tiene que ver con tu yonqui muerto? —dice Berko echando un vistazo al tablero.

—Emanuel Lasker —dice Landsman—. Pero ese no es más que el nombre con que se inscribió en el registro. No le hemos encontrado ninguna identificación encima. Todavía no sabemos quién era.

—Emanuel Lasker. El nombre me suena.

Berko entra de lado en la cocina, vestido con el pantalón del traje y en mangas de camisa. Los pantalones son de lana merino color gris brezo con doble pliegue, y la camisa blanca sobre blanco. De la garganta, atada con un nudo de lo más elegante, le cuelga una corbata azul marino con dibujos de manchas anaranjadas. La corbata es extralarga, los pantalones amplios y sostenidos por unos tirantes de color azul marino agobiados por el alcance y la curva de su barriga. Debajo de la camisa lleva un chal de oración con flecos y tiene un
yarmulke
azul con adornos sobre el tojo negro reluciente del cogote, pero no le crece barba en la barbilla. No ha habido ni un pelo en la barbilla de ninguno de los hombres de su familia materna, desde los tiempos, sin duda, en que Cuervo lo creó todo (salvo el sol, que lo robó). Berko Shemets es un hombre religioso, pero a su manera y por sus propias razones. Es un minotauro, y el mundo de los judíos es su laberinto.

Fue a finales de la primavera de 1981 cuando se fue a vivir con los Landsman a la casa de la calle Adler, un chico gigante y desgarbado al que en la Casa del Monstruo Marino del Clan Cuervo de la Tribu Melenuda conocían como Johnny el Judío Oso. Aquella tarde medía metro setenta y cinco, calzado con sus botas de piel de reno, y es que a los trece años solamente medía tres centímetros menos que Landsman a los dieciocho. Hasta aquel momento nadie les había mencionado a Landsman ni a su hermana menor la existencia de aquel niño. Y ahora el chaval iba a dormir en el dormitorio que antaño había servido al padre de Meyer y Naomi como botella de Klein para su insomnio.

—¿Quién demonios eres tú? —le preguntó Landsman mientras el niño se colaba de refilón en la sala de estar.

Retorciendo una gorra con visera en las manos, contemplándolo todo con su mirada oscura y arrolladora. Hertz y Freydl estaban frente a la entrada de la casa, gritándose entre ellos. Al parecer, el tío de Landsman no se había molestado en mencionarle a su hermana que su hijo iba a vivir en la casa con ellos.

—Me llamo Johnny Oso —dijo Berko—. Soy parte de la Colección Shemets.

Hertz Shemets era y sigue siendo experto en arte y artefactos tlingit. En un momento dado este hobby o pasatiempo le hizo adentrarse más y más en los territorios indios que ningún otro judío de su generación. De manera que sí, su estudio de la cultura nativa y sus viajes a los territorios indios fue una tapadera de su trabajo para
COINTELPRO
durante los sesenta. Pero no eran
solamente
una tapadera. Hertz Shemets se sentía atraído por el estilo de vida indio. Aprendió a arponear focas con un gancho de acero, clavándoselo en el ojo, y a matar y preparar osos, y a disfrutar del sabor de la grasa de eperlano tanto como del
schmaltz
. Y tuvo un hijo con la señorita Laurie Jo Oso de Hoonah. Cuando a ella la mataron durante los llamados Disturbios de la Sinagoga, su hijo medio judío, objeto de tormento y burlas por parte del Clan Cuervo, apeló al padre al que apenas conocía para que lo rescatara. Fue un
zwischenzug
, una maniobra inesperada durante el despliegue ordenado de una partida. Y pilló al tío Hertz con la guardia baja.

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