El sol desnudo (27 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

BOOK: El sol desnudo
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—Según parece, la señora Delmarre intentó visualizarte hace algunas horas.

—Sí —dijo Baley, recordando que Gladia así se lo había contado aquel mismo día—. Yo lo sabía.

—La orden que diste a los robots que me mantenían prisionero fue, según tus propias palabras: « No le permitáis (refiriéndote a mí) establecer contacto con otros seres humanos o con otros robots, ni personalmente, ni por visualización». Sin embargo, camarada Elías, no les prohibiste que impidiesen a otros seres humanos o robots entrar en contacto conmigo. ¿Ves la diferencia?

Baley lanzó un gruñido de rabia. Daneel prosiguió:

—No te lo tomes tan a pecho, camarada Elías. Este fallo en tus órdenes te ha salvado la vida, pues me ha permitido trasladarme aquí. Debes saber que cuando la señora Delmarre me visualizó, a lo cual no se opusieron mis robots guardianes, ella preguntó por ti y yo le respondí que desconocía tu paradero, lo cual era verdad, pero que si lo deseaba podía averiguarlo. Ella manifestó su deseo de que así lo hiciese. Yo le dije que era posible que te hubieses ausentado temporalmente de la casa. Sin embargo, yo podía comprobarlo si, entre tanto, ella ordenaba a los robots que me acompañaban que registrasen la mansión tratando de encontrarte.

—¿No le sorprendió que no dieses las órdenes a los robots tú mismo?

—Creí haberle causado la impresión de que, como auroriano, no estaba tan acostumbrado a los robots como ella. Posiblemente creyó que podía dar las órdenes con mayor autoridad y efecto, logrando que fueran cumplidas con mayor rapidez. Es evidente que los solarianos están muy orgullosos de su destreza en el manejo de los robots, y sienten gran desdén por los oriundos de otros planetas, que, en su concepto, no poseen esa habilidad. ¿No es también tu opinión, camarada Elías?

—Y entonces, ¿ella les ordenó que se fuesen?

—Con dificultad. Los robots dijeron que tenían unas órdenes anteriores, pero no pudieron repetírselas porque tú les habías ordenado que no revelasen a nadie mi verdadera identidad. Por último, ella los dominó, aunque al darles las órdenes finales se puso furiosa.

—Y tú aprovechaste esa coyuntura para largarte.

—Así fue, camarada Elías.

«Fue una lástima—se dijo Baley— que Gladia no hubiese considerado importante aquel episodio y no se lo hubiese contado cuando él la visualizó.»

—Tardaste mucho en encontrarme, Daneel —le dijo.

—Los robots de Solaría disponen de una red de comunicaciones mediante el contacto subetéreo. Un solariano ejercitado puede procurarse informaciones con rapidez, pero a pesar de que las noticias se difunden a través de millones de máquinas, uno que no tenga experiencia en la materia, como yo, por ejemplo, necesita bastante tiempo para procurarse el menor dato. Tardé más de una hora en obtener la noticia de tu paradero. Después, aún perdí más tiempo visitando la empresa que dirigía el doctor Delmarre, de la cual ya te habías marchado.

—¿Qué estuviste haciendo allí?

—Me dediqué a realizar ciertas investigaciones por mi cuenta. Siento haber tenido que hacerlas durante tu ausencia, pero las exigencias de esta investigación no me dejaban otra alternativa.

—¿Viste a Klorissa Cantoro o la visualizaste? —le preguntó Baley.

—La visualicé, pero desde otra parte del edificio, no desde nuestra propia hacienda. Tenía que ver los archivos de la granja. En circunstancias normales hubiera bastado con la visualización, pero podían surgir dificultades si me quedaba en nuestra hacienda, puesto que en ella había tres robots que conocían mi auténtica naturaleza, y podían detenerme de nuevo.

Baley se sentía casi como nuevo. Sacó ambas piernas de la cama y se dio cuenta, entonces, de que vestía una especie de camisón. Lo contempló con disgusto.

—Tráeme mis ropas.

Daneel le obedeció. Mientras Baley se vestía, preguntó:

—¿Dónde está la señora Delmarre?

—La tengo bajo arresto domiciliario, camarada Elías.

—¿Cómo? ¿Por orden de quién?

—Por orden mía. No puede moverse de su dormitorio. Le he puesto unos robots como vigilantes y he neutralizado su derecho a dar órdenes, permitiéndole únicamente impartir las necesarias para su comodidad personal y para despachar sus necesidades más inmediatas.

—¿Tú les has dado esas órdenes?

—Los robots de esta hacienda desconocen mi identidad.

Baley terminó de vestirse.

—Desde luego, todo acusa a Gladia —admitió—. Tuvo la oportunidad; una oportunidad mayor de la que pensamos al principio. No se precipitó hacia el lugar del crimen al oír el grito de su marido, como dijo primero. Ya estaba allí.

—¿Pretende haber presenciado el crimen y haber visto al asesino?

—No. No recuerda nada de los momentos cruciales. Esto suele suceder a veces. Resulta, además, que tiene un motivo.

—¿Cuál, camarada Elías?

—Uno que ya había sospechado desde el principio. Si estuviéramos en la Tierra, me dije, el doctor Delmarre fuese tal como nos lo han descrito, y Gladia tal como parece ser, yo hubiera dicho que ella estaba enamorada de él, o lo había estado, mientras que él sólo estaba enamorado de sí mismo. La dificultad consistía en saber si los solarianos sienten el amor o reaccionan ante él como los terrestres. No había que confiar demasiado en el juicio que me mereciesen sus emociones y reacciones. Por esto tenía que ver a unas cuantas personas. No visualizarlas, sino verlas.

—Note entiendo, camarada Elías.

—No sé si sabré explicarme. Esta gente tiene su historia genética cuidadosamente calculada desde antes del nacimiento. Después de éste, se comprueba la distribución de los genes.

—Eso ya lo sabía.

—Pero los genes no lo son todo. El medio ambiente también cuenta, y el medio puede desarrollar una psicosis verdadera en casos en que los genes sólo indican una psicosis en potencia. ¿No has observado el interés que demuestra Gladia por la Tierra?

—Me ha llamado la atención, camarada Elías, y lo consideré un interés fingido destinado a influir en tus opiniones.

—Supón que fuese un interés real, casi una fascinación. Supón, también que en las multitudes terrestres hubiese algo que la excitase. Y, por último, supón que se sintiese atraída, aun contra su voluntad, por algo que de acuerdo con la educación que ha recibido, ella considera obsceno y pecaminoso. Ahí tienes una posible anormalidad. Tuve que comprobarlo viendo a diferentes solarianos y observando cómo éstos reaccionaban en mi presencia, y luego viéndola a ella y observando también sus reacciones. Por eso tuve que librarme de tu presencia, Daneel, a cualquier precio. Y por eso mismo hube de abandonar la visualización como un método adecuado para proseguir mis pesquisas.

—Tú no me explicaste todo eso, camarada Elías.

—¿Crees que tal explicación hubiera influido en lo que tú considerabas tu deber, de acuerdo con la Primera Ley?

Daneel guardó silencio. Baley prosiguió:

—El experimento dio resultado. Vi o intenté ver a diversas personas. Un viejo sociólogo se esforzó por verme, pero a la mitad de la entrevista tuvo que desistir. Un roboticista se negó a recibirme, y resistió a todas mis presiones en este sentido, a pesar de que casi no le dejé otra alternativa. La simple posibilidad de que esto sucediese, despertó en él un frenesí casi infantil, pues empezó a chuparse el dedo y a gimotear. La ayudante del doctor Delmarre estaba acostumbrada a la presencia personal por su profesión, y por lo tanto toleró la mía, pero sólo a seis metros de distancia. Gladia, en cambio...

—¿Qué, camarada Elías?

—Gladia consintió en verme tras una ligerísima vacilación. Toleró fácilmente mi presencia y, en realidad, su tensión pareció ir disminuyendo a medida que se acostumbraba a ella. Esto corresponde claramente a un cuadro de psicosis. No le importaba verme; sentía interés por la Tierra. Podía haber sentido interés por su marido. Todo ello se explicaría por un fuerte deseo, que en este mundo sería psicopático, por la presencia personal del sexo opuesto. El doctor Delmarre no era precisamente un tipo de hombre capaz de estimular tales sentimientos o de mostrarse propicio a ellos. Esta situación debió de ser causa de gran decepción para ella.

Daneel asintió.

—Decepción suficiente como para inducirla a cometer un asesinato en un momento de pasión.

—A pesar de todo, me resisto a creerlo, Daneel.

—¿No te dejarás influir quizá por motivos externos a ti, camarada Elías? La señora Delmarre es una mujer atractiva y tú eres un terrestre en quien no resulta psicopática la preferencia por la compañía personal de una mujer atractiva.

—Tengo razones de más peso —objetó Baley con cierta desazón, al notar la fría mirada de Daneel, que parecía penetrar hasta el fondo de su alma.

¡Cáspita!, se dijo. Después de todo, no es más que una máquina. Y prosiguió en voz alta:

—Si fuese ella la asesina de su marido, también habría que atribuirle el intento de asesinato de Gruer.

Sintió el impulso de explicarle cómo podía realizarse un asesinato por medio de robots, pero se contuvo, pues no estaba seguro de cuál sería la reacción de Daneel ante una teoría que convertía en asesinos inconscientes a sus congéneres. El robot completó:

—Y el intento de asesinato de que tú fuiste objeto.

Baley frunció el ceño. No había tenido intención de hablar a Daneel de la flecha envenenada que estuvo a punto de acertarle, pues no deseaba reforzar el complejo protector del robot, que, por otra parte, era bastante acusado de por sí. Colérico, exclamó:

—¿Qué te ha contado Klorissa?

Debió haberle advertido que se callase. Mas, cómo podía saber que Daneel aparecería para hacerle preguntas? —pensó Baley.

Con la mayor flema, Daneel aclaró:

—La señora Cantoro no tiene nada que ver con esto. Yo mismo presencié el intento de asesinato.

Baley estaba hecho un mar de confusiones.

—Tú no estabas allí.

—Fui yo quien te recogió para traerte aquí hace una hora.

—¿De qué estás hablando?

—¿Has perdido la memoria, camarada Elías? Ha sido un asesinato casi perfecto. ¿No es cierto que la señora Delmarre te invitó a dar un paseo por el campo? Yo no fui testigo de esto, pero estoy seguro de que lo hizo.

—Sí, efectivamente.

—Incluso es probable que te invitase a abandonar la casa.

Baley pensó en su
retrato
, en los muros grises que lo aprisionaban. Podía darse psicología más hábil? ¿Era posible que una solariana tuviese tal conocimiento intuitivo de la psicología de los terrestres?

—No.

—Fue ella prosiguió Daneel— quien sugirió que fueseis al estanque y os sentaseis en el banco?

—Pues... sí.

—¿No se te ocurrió que podía haberte estado observando, dándose cuenta de tu creciente mareo?

—Me preguntó una o dos veces si quería regresar a la casa.

—Quizá no habló con sinceridad. Observaba cómo tú cada vez te sentías más mareado. Posiblemente ella te empujó, aunque tal vez ni siquiera hubiese sido necesario. Cuando llegué junto a ti para cogerte, estabas cayéndote del banco de piedra para hundirte en un metro de agua, donde te hubieras ahogado con toda seguridad.

—¡Cáspita!

—Por si fuese poco —prosiguió Daneel con voz tranquila y despiadada— la señora Delmarre estaba sentada a tu lado, observando cómo te caías del banco, sin mover siquiera un dedo para salvarte. Hubiera dejado tranquilamente que te ahogases, y no habría hecho nada para sacarte del agua. Admitamos que hubiese llamado a un robot: éste hubiera llegado demasiado tarde. Después, ella hubiera dicho, simplemente, que no podía de ningún modo tocarte, ni siquiera para salvarte la vida.

Es cierto, se dijo Baley. Nadie pondría en entredicho sus palabras, pues con toda seguridad, admitirían que ella no podía de ningún modo tocar a un ser humano. La sorpresa, de producirse, provendría del hecho de que ella se encontrase tan cerca de Baley.

—Comprenderás, pues, camarada Elías, que su culpa está casi fuera de discusión. Tú afirmas que habría que atribuirle también el intento de asesinato de Gruer, como si esto fuese un argumento para probar su inocencia. Tendrás que reconocer ahora que debió ser ella. Los motivos que tenía para asesinarte fueron los mismos que tuvo para tratar de eliminar a Gruer: la necesidad de desembarazarse de un molesto investigador del primer asesinato.

—Todo esto pudo haber ocurrido de la manera más inocente —observó Baley—. Es posible que ella no comprendiese de qué modo me afectaría un paseo por el campo.

—Ella ha estudiado la Tierra. Conoce las características de los terrestres.

—Yo le aseguré que hoy había pasado mucho rato al aire libre y que me iba acostumbrando a ello.

—Quizás ella sabía más que tú.

Baley se golpeó la palma de la mano con el puño.

—Supones que es muy lista. Yo no comparto esa opinión. En cualquier caso, sigue siendo insostenible su culpabilidad mientras no se explique satisfactoriamente la ausencia del arma homicida.

Daneel dirigió una firme mirada al terrestre.

—También lo puedo resolver, camarada Elías.

Baley miró a su compañero, el robot, con la estupefacción dibujada en su semblante. ¿Cómo?

—Tu razonamiento, según recordarás, camarada Elías, era el siguiente: si la señora Delmarre fuera la asesina, el arma homicida debía haber permanecido en el lugar del crimen. Los robots, que acudieron casi inmediatamente, no vieron trazas del arma, de lo cual se deduce que ésta se hizo desaparecer de escena. Esto sólo pudo hacerlo el propio asesino, y por lo tanto éste no podía ser la señora Delmarre. ¿No es así?

—Así es.

—Sin embargo ——continuó el robot— hay un sitio donde los robots no buscaron el arma.

—¿Dónde?

—Debajo de la señora Delmarre, que yacía sin conocimiento. Se desmayó a causa de la excitación momentánea, tanto si era la asesina como si no. El arma estaba bajo su cuerpo y, por lo tanto, no podía verse.

A lo cual Baley objetó:

—Entonces, el arma hubiese sido descubierta tan pronto como la hubiesen levantado para llevársela.

—Exactamente, pero los robots no la levantaron para llevársela. Ella misma nos dijo ayer, durante la cena, que el doctor Thool ordenó a los robots que pusiesen una almohada bajo su cabeza y la dejasen allí. El primero que la tocó fue el propio doctor Altim Thool, desplazado al lugar para atenderla.

—¿Ah, sí?

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