—Está bien. ¿No quiere que paseemos así? Tengo unos arriates que le gustarán.
La dirección que indicaba era hacia Poniente. Baley la siguió en silencio, y Gladia prosiguió:
—Cuando la estación esté más avanzada, será muy hermoso este sitio. En verano voy corriendo al lago para nadar o correteo por los campos hasta que me canso y me dejo caer tendida sobre la hierba. —Se contempló el traje que llevaba puesto—. Con estas ropas no podría hacerlo; sólo son para pasear. Me resultaría imposible correr.
—¿Preferiría ir vestida de otro modo?
—Todo lo más, con un bikini —exclamó ella, levantando los brazos como si ya imaginase la libertad que representaba ese atavío—. A veces menos: sólo unas sandalias, para notar el aire por todo el cuer... Oh, discúlpeme. ¿Le he ofendido?
—No, nada de eso. ¿Era ese el... traje que usted llevaba durante sus paseos con el doctor Leebig?
—Depende. Según el tiempo. A veces llevaba muy poco, pero piense usted que era visualización. Supongo que ya me entiende.
—Sí, ya la entiendo. ,.Y el doctor Leebig? ¿También iba vestido ligeramente?
—¿Jothan vestir ligeramente? —Gladia le dirigió una cautivadora sonrisa—. Oh, no. Es muy circunspecto.
Hizo un gracioso mohín, asumiendo una expresión de cómica gravedad, a la que añadió un guiño, ofreciendo una perfecta parodia de Leebig que obligó a sonreír a Baley.
—Y así es como habla —añadió la joven—: «Mi querida Gladia, considerando el efecto de un potencial elevadísimo sobre la corriente positrónica...»
—¿Es de eso de lo que hablaban? ¿De robótica?
—Casi siempre. Verá, él se toma esa ciencia muy en serio. Se esforzaba por enseñármela, sin desanimarse jamás.
—¿Y aprendió usted algo?
—Ni una palabra. Nada de nada. Para mí aquello era una jerga incomprensible. A veces, se enfadaba conmigo, pero cuando me reñía yo me zambullía en el agua, si estábamos cerca del lago, y chapoteaba para salpicarle.
—¿Salpicarle? Creía que se trataba de una visualización.
La risa cristalina de Gladia resonó en el bosque.
—¡Qué terrestre es usted! Yo le salpicaba en efigie, pues él se hallaba en su habitación o en los campos de su hacienda. A pesar de que las salpicaduras no podían alcanzarle, se agachaba para esquivarlas. Mire esto.
Baley obedeció. Acababan de rodear un bosquecillo para salir a un calvero, en cuyo centro había un estanque ornamental. El calvero estaba atravesado por senderos embaldosados que lo dividían en diversas partes. En éstas crecía profusión de flores en ordenadas hileras. Baley sabía que eran flores por los libros audiovisuales.
Hasta cierto punto, las flores recordaban los dibujos luminosos que Gladia construía. Baley imaginó que se inspiraba en ellas para crear sus obras de arte. Tocó una, cautelosamente, y luego paseó la vista en derredor. Predominaban los rojos y los amarillos.
Al volverse para mirar, Baley vio el sol de reojo. Con cierta inquietud, comentó:
—El sol está muy bajo.
—La tarde toca a su fin—le explicó Gladia. Había echado a correr hacia el estanque, para sentarse en un banco de piedra situado al borde—. Venga —le gritó, haciéndole señas con la mano—. Si no quiere sentarse sobre la piedra, puede quedarse de pie.
Baley avanzó muy despacio.
—¿Todos los días desciende tan bajo?
Inmediatamente se arrepintió de haber hecho aquella pregunta. Si el planeta giraba, era natural que el sol estuviese bajo sobre el horizonte por la mañana y por la tarde. Sólo al mediodía podía estar alto.
Sin embargo, no resultaba fácil cambiar unas ideas tan arraigadas. Sabía que existía la noche e incluso la había experimentado. Cuando llegaba la noche, la inmensa mole del planeta se interponía protectoramente entre los hombres y el sol. Sabía que existían nubes y una protectora neblina gris que ocultaba los peores aspectos del exterior. Sin embargo, siempre que pensaba en la superficie de un planeta, imaginaba una luz cegadora con un sol alto en el cielo.
Miró de reojo, viendo únicamente un fugaz resplandor donde debía hallarse el sol, y se preguntó si la casa estaría muy lejos, por si de pronto se le ocurría ir a refugiarse en ella.
Gladia señalaba hacia el extremo opuesto del banco. Baley observó:
—Es muy cerca de usted, ¿no le parece?
Ella levantó ambas manos, con las palmas hacia arriba.
—Verá, ya me estoy acostumbrando.
Él se sentó, mirándola para no ver el sol.
Gladia se inclinó hacia atrás, volviéndose a medias, y sacó del agua una florecilla en forma de campánula, amarilla por fuera y con listas blancas por dentro, de apariencia más bien modesta.
—Es una planta indígena —dijo—. Casi todas las flores que usted ve son de origen terrestre.
Del tallo arrancado caían gotitas de agua. Gladia ofreció cautelosamente la flor a Baley, y éste la asió con idéntico cuidado.
—La ha matado usted —observó.
—No es más que una flor. Las hay a millares. —De pronto, antes de que él tuviese tiempo de examinarla, ella se la arrebató con ojos llameantes—. ¿Insinúa, acaso, que yo soy capaz de dar muerte a un ser humano porque he arrancado una flor?
—No insinúo nada, Gladia —negó Baley, tratando de mostrarse conciliador—. ¿Me permite verla?
A decir verdad, Baley no deseaba tocarla. Aquella flor había crecido en la tierra húmeda y aún olía a fango. ¿Cómo era posible que aquellas gentes, que manifestaban tantos escrúpulos ante un terrestre, rehuyendo su contacto, e incluso evitándolo entre ellos, se mostrasen tan despreocupados ante aquellas porquerías?
Sin embargo, sostuvo el tallo entre el índice y el pulgar para examinar la flor. La campánula estaba constituida por varios pétalos muy finos de un tejido sedoso, que partían de un centro común, para ahuecarse en forma de copa. En su interior se veía un abultamiento blanco de forma convexa, húmedo y ribeteado por oscuros pistilos que temblaban ligeramente.
—¿Por qué no la huele? —le invitó Gladia.
Baley notó inmediatamente el olor que se desprendía de la flor. Aspirándolo, observó:
—Huele como un perfume femenino.
Gladia palmoteó encantada.
—¡Qué terrestre, qué terrestre! ¿No querrá decir que un perfume femenino huele como esta flor?
Baley asintió compungido. Empezaba a estar harto del aire libre. Las sombras eran cada vez más alargadas y el crepúsculo se extendía sobre el paisaje. Sin embargo, estaba resuelto a no ceder.
Quería que desapareciesen los muros de luz gris que ensombrecían su retrato. Empresa quijotesca, pero que él estaba dispuesto a realizar.
Gladia tomó la flor de manos de Baley, quien la soltó prontamente. La joven se puso a arrancarle uno a uno los pétalos, mientras decía:
—Supongo que cada mujer debe de oler de una manera diferente.
—Eso depende del perfume —repuso Baley con desinterés.
—Imagínese que está lo bastante cerca como para averiguarlo. Yo no me perfumo porque nunca tengo a nadie cerca de mí. Excepto ahora. Pero supongo que usted debe de oler perfumes constantemente. En la Tierra, su esposa le acompaña siempre, ¿verdad?
Con el ceño fruncido y muy abstraída, iba arrancando uno a uno los pétalos de la flor.
—No, no me acompaña siempre. Hay momentos en que estoy solo. —Pero casi siempre. Y cada vez que usted quiere...
Baley, le preguntó de pronto:
—¿Por qué tenía tanto empeño el doctor Leebig en enseñarle robótica?
La flor deshojada se había convertido en un tallo rematado por el gineceo. Gladia lo hizo girar entre sus dedos para luego tirarlo. Baley vio cómo flotaba por unos momentos en la superficie del estanque.
—Imagino que deseaba que me convirtiese en su ayudante.
—¿Se lo dijo alguna vez, Gladia?
—Poco antes de dejar de vernos, Elías. Creo que se estaba impacientando. Sea como fuere, me preguntaba si me gustaría trabajar en robótica. Naturalmente, yo le dije que me moriría de aburrimiento. Él se enfadó.
—Y después de lo sucedido, supongo que ya no volvió a pasear con usted.
—Oiga, es posible que se debiese a esto. Probablemente le herí en su amor propio. Pero ¿qué quería que le dijese?
—Según tengo entendido, antes de lo ocurrido usted le habló de sus peleas con su marido.
Gladia apretó con fuerza los puños y permaneció inmóvil, con el cuerpo envarado y la cabeza ligeramente vuelta a un lado. Habló con voz extrañamente discordante cuando inquirió:
—¿A qué peleas se refiere?
—Alas que sostenía con su marido. Según creo, usted le odiaba.
Con el semblante contraído por la ira, Gladia le dirigió una mirada furibunda.
—¿Quién le dijo eso? ¿Jothan?
—Sí, fue el doctor Leebig quien me lo mencionó. Supongo que es cierto.
Ella temblaba.
—Sigue usted tratando de demostrar que yo le maté. Yo me esfuerzo por considerarle a usted mi amigo, pero no es más que... no es más que un detective —concluyó, amenazándole con el puño.
Baley, imperturbable, dijo:
—Sabe usted que no puede tocarme.
Ella dejó caer las manos y empezó a llorar en silencio, apartando la cara para que su acompañante no la viera.
A su vez, Baley inclinó la cabeza y cerró los ojos, para no ver las inquietantes sombras alargadas.
—El doctor Delmarre no era un hombre muy afectuoso, ¿verdad? —interrogó.
—Estaba siempre preocupado —respondió, con voz ahogada.
—En cambio, usted sí es afectuosa; es capaz de encontrar interesante a un hombre. ',Me comprende?
—Yo... yo no puedo evitarlo. Ya sé que es repugnante, pero no puedo evitarlo.
—Sin embargo, habló de ello con el doctor Leebig.
—Tenía que hacer algo, y como Jothan y yo nos visualizábamos con frecuencia, y a él no parecía importarle, se lo conté todo y así me desahogué.
—¿Fue éste el motivo de sus disensiones conyugales? ¿Se debió a que su esposo se mostraba frío y poco afectuoso con usted?
—Reconozco que a veces le odiaba dijo ella, encogiéndose de hombros con gesto desvalido—. Él era un solariano íntegro y cabal, y no nos habían asignado ni... ni...
Fue incapaz de continuar. Baley guardó silencio. Sentía frío y el aire libre le causaba una sensación de ahogo. Cuando los sollozos de Gladia se aquietaron, él le preguntó cariñosamente:
—¿Le mató, Gladia?
—No..., no... —Como si toda su resistencia interior se hubiera desmoronado, añadió de pronto—: Aún no se lo he contado todo.
—Pues entonces cuéntemelo, se lo ruego.
—El día de su muerte nos habíamos estado peleando. Por lo de siempre. Yo le grité, pero él, como de costumbre, no me respondía. Se limitaba a guardar silencio, lo cual aún empeoraba las cosas. Yo estaba tan enfadada, que perdí la cabeza y ya no recuerdo nada más.
—¡Cáspita! —Baley se volvió a medias y su mirada buscó la piedra neutral del banco—. Qué es lo que no recuerda?
—Quiero decir que de repente lo vi muerto; me puse a chillar y los robots vinieron...
—¿Fue usted quien lo mató?
—No me acuerdo, Elías, y si lo hubiese hecho lo recordaría, ¿no le parece? No recuerdo nada más; sólo que estaba muy asustada. Por favor, ¡ayúdeme, Elías!
—No se preocupe, Gladia, la ayudaré.
Los pensamientos de Baley giraban vertiginosamente en torno a una sola idea: el arma homicida. ,Qué fue de ella? La debieron de hacer desaparecer. Y eso sólo pudo hacerlo el propio asesino. Como a Gladia la hallaron inmediatamente después del asesinato en el lugar del crimen, ella no pudo haberlo cometido. El asesino tenía que ser otra persona. Por raro que esto pareciese a los solarianos, debía ser así.
Baley sintió mareo y dijo para sus adentros que era hora de regresar ala casa. Llamó a Gladia en voz alta.
Sin darse cuenta se puso a mirar el sol, que estaba casi sobre el horizonte. Tuvo que volver la cabeza para verlo y su mirada se posó en él con morbosa fascinación. Nunca lo había visto así. Enorme, rojo y algo empañado, se le podía mirar sin pestañear, y distinguir las nubes sanguinolentas que cruzaban sobre él en delgadas líneas. Una lo atravesaba de parte a parte como una barra negra. Baley balbució:
—Qué rojo está el sol...
Oyó la voz ahogada de Gladia, que decía con tono lúgubre:
—Siempre está rojo al atardecer, rojo y moribundo.
Baley tuvo una visión. El sol descendía hacia el horizonte porque la superficie del planeta se apartaba de él a dos mil kilómetros por hora. El planeta giraba bajo aquel sol desnudo, indefenso ante las hordas de microbios llamados hombres, que se desparramaban sobre su superficie. El planeta giraba locamente, eternamente..., giraba, giraba...
Era su cabeza la que daba vueltas; el banco de piedra adoptó una posición inclinada, el cielo pareció caer, azul y negro, y el sol desapareció, mientras las copas de los árboles y el suelo corrían a su encuentro y Gladia gritaba débilmente. Luego, percibió otro ruido...
La primera sensación que tuvo Baley fue de encierro, de ausencia de vacío, y luego de una cara inclinada sobre él.
Por un momento la miró sin reconocerla. De pronto, gritó:
—¡Daneel!
La cara del robot no reflejó expresión de alivio ni cualquier otro tipo de emoción al oírse llamar por su nombre. Únicamente dijo:
—Me alegro de que hayas recuperado el conocimiento, camarada Elías. No creo que hayas recibido daños físicos.
—Estoy perfectamente —manifestó Baley incorporándose sobre un codo—. ¡Cielos, estoy en la cama! .Cómo es eso?
—Hoy has estado expuesto al aire libre bastantes veces. El efecto que ha producido sobre ti ha sido acumulativo, y necesitas descanso.
—Antes necesito que me respondas a unas cuantas preguntas.
Baley miró a su alrededor, esforzándose por disimular que la cabeza aún le daba vueltas. No pudo identificar aquella estancia. Las cortinas estaban corridas y brillaba una agradable luz artificial Se iba sintiendo mucho mejor.
—Por ejemplo continuó— ¿dónde estoy?
—En una habitación de casa de la señora Delmarre.
—Otra cosa. ¿Qué haces tú aquí? ¿Cómo conseguiste burlar la vigilancia de los robots?
—Ya me parecía que no te iba a gustar, pero por tu propia seguridad y en cumplimiento de las órdenes que había recibido, me pareció que no tenía elección posible.
—¿Qué hiciste? ¡Caramba, te ordeno que me lo cuentes!