El sol desnudo (31 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

BOOK: El sol desnudo
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—Porque lleva usted guantes.

—Ah —y se miró las manos algo confusa, para añadir quedamente—: ¿Le importa?

—No, nada de eso. ¿Y por qué se ha decidido a verme en lugar de visualizarme?

—Verá... —y esbozó una sonrisa— tengo que acostumbrarme, Elías. Le hago saber que me voy a vivir a Aurora...

—Entonces, ¿ya está todo resuelto?

—El señor Olivaw parece ser un hombre de influencia. Me lo ha resuelto todo. Me voy para siempre de aquí.

—Magnífico. Será usted más dichosa, Gladia. Estoy seguro.

—Tengo un poco de miedo.

—Lo comprendo. Tendrá usted que ver a otras personas constantemente y no dispondrá de todas las comodidades de que gozaba en Solaria. Pero se acostumbrará a ello y, lo que es mejor, olvidará los momentos desagradables que ha vivido aquí.

—Hay algunas cosas que no deseo olvidar —dijo Gladia en voz baja.

—Las olvidará. —Baley contempló la esbelta joven que se erguía ante él y dijo, sintiendo una momentánea punzada de dolor—: Algún día se casará. Se casará de verdad.

—De todos modos —observó ella tristemente— esta perspectiva no me atrae..., por lo menos de momento.

—Ya cambiará de opinión.

Ambos guardaron silencio por un instante, mientras sus miradas se cruzaban.

—Aún no le he dado las gracias dijo Gladia.

—No tiene por qué dármelas. He cumplido con mi deber profesional.

—Volverá usted a la Tierra, ¿verdad?

—Sí.

—No nos volveremos a ver nunca.

—Probablemente, no. Pero no se disguste por ello. Dentro de cuarenta años seguramente ya estaré muerto. En cambio, usted, apenas si habrá cambiado.

Ella hizo una mueca compungida.

—No diga esas cosas.

—Es la verdad.

Ella dijo hablando rápidamente, como si se viese obligada a cambiar de tema:

—Se ha comprobado que era verdad todo lo que usted dijo de Jothan Leebig.

—Ya lo sabía. Otros roboticistas examinaron sus archivos y encontraron datos acerca de experimentos cuyo fin era la creación de astronaves inteligentes no tripuladas. También encontraron a otros robots con miembros intercambiables.

Gladia se estremeció.

—¿Por qué hizo una cosa tan horrible? ¿Qué opina usted?

—Era un misántropo. Se suicidó porque no podía soportar la presencia humana, y se proponía aniquilar los otros mundos para asegurarse de que Solaria no sería invadida, con lo que permanecería incólume su tradición:

—¿Cómo es posible que pensara así, si la presencia personal puede ser a veces tan...?

Reinó un nuevo silencio mientras ambos se miraban a tres metros de distancia.

De pronto, Gladia exclamó:

—Oh, Elías, creerá usted que me abandono...

—¿Pensaré que se abandona?

—¿Me permite que le toque? No volveré a verle nunca más, Elías.

—Como guste.

Paso a paso, ella se aproximó con los ojos brillantes, pero sin abandonar cierto gesto de aprensión. Se detuvo a un metro de distancia y entonces, lentamente, como si estuviese en trance, empezó a quitarse el guante de la mano derecha.

Baley inició un ademán para impedírselo.

—No haga tonterías, Gladia.

—No tengo miedo.

Extendió su mano desnuda y temblorosa hacia él.

La de Baley también temblaba al estrecharla. Permanecieron así por un momento. La mano de Gladia, tímida y asustada, estrechaba la de Baley. Éste abrió la mano y Gladia retiró la suya vivamente, para llevarla a la cara del terrestre, rozándole las mejillas por un momento, con las yemas de los dedos.

—Gracias por todo, Elías. Adiós.

—Adiós, Gladia.

Cuando se fue, la siguió con la mirada.

Ni siquiera la idea de que una nave le estaba esperando para devolverle a la Tierra, consiguió borrar la sensación de pérdida irreparable que experimentó en aquel momento.

La expresión del subsecretario, Albert Minnim, pretendía ser de circunspecta bienvenida.

—Me alegra verle de regreso en la Tierra. Su informe, naturalmente, ha llegado antes que usted y en estos momentos lo estamos analizando. Cumplió su cometido a la perfección. Así constará en su hoja de servicios.

—Gracias —dijo Baley.

Había perdido ya la capacidad de alegrarse. Después de volver a la Tierra, al seguro refugio de las ciudades y a la proximidad de Jessie (ya había hablado con ella), se sentía extrañamente vacío.

—Sin. embargo —prosiguió Minnim— su informe se refiere únicamente al asesinato. Había otro asunto que también nos interesaba. ¿Puede facilitarme un informe oral sobre el mismo?

Baley vaciló y movió la mano con ademán maquinal, hacia el bolsillo interior donde de nuevo se encontraba su querida pipa. Minnim se apresuró a decirle:

—Si quiere, puede fumar, Baley.

Encendió parsimoniosamente la pipa, mientras decía:

—Yo no soy sociólogo.

—¿De veras? —Minnim esbozó una breve sonrisa—. Creo que ya hablamos de eso. Un buen detective debe ser también un sociólogo práctico, aunque en su vida haya oído hablar de la ecuación de Hackett. Por el desasosiego que muestra en estos momentos, creo que tiene algunas ideas acerca de los Mundos Exteriores, pero no está muy seguro de cómo las voy a tomar.

—Si usted lo plantea así, señor... Cuando me ordenó que fuese a Solaria, me hizo una pregunta: cuáles eran los puntos flacos de los Mundos Exteriores. Añadió usted que su fuerza eran sus robots, su escasa población y su longevidad. Pero... (,cuáles eran sus debilidades?

—¿Y bien?

—Creo conocer las debilidades de los solarianos, señor subsecretario.

—¿De modo que puede responder a mi pregunta? Muy bien.

Prosiga.

—Sus debilidades, señor subsecretario, son sus robots, su escasa población y su longevidad.

Minnim contempló a Baley con expresión imperturbable. Sus manos trazaban dibujos maquinales sobre los papeles de la mesa.

—¿Por qué dice eso? —le preguntó.

Baley había pasado muchas horas ordenando sus ideas, aprovechando su regreso desde Solaria; en su imaginación, se había enfrentado con sus superiores presentándoles argumentos equilibrados y bien razonados. Pero entonces se sentía desamparado.

—No estoy seguro de poderlo explicar—dijo.

—No importa. Cuéntemelo. De momento, deme una idea general.

Baley principió así:

—Los solarianos han renunciado a algo que la humanidad ha poseído durante un millón de años; algo de más valor que la energía atómica, las ciudades, la agricultura, las herramientas, el fuego y que todo, porque es algo que hizo posible todo lo demás.

—No me gusta jugar a las adivinanzas, Baley. ¿Qué es?

—La tribu, señor. La cooperación ente los individuos. Solaria ha renunciado por completo a ella. Es un mundo de individuos aislados y el único sociólogo del planeta se halla encantado de que así sea. Ese sociólogo, dicho sea de paso, nunca ha oído hablar de las matemáticas sociales, porque es un completo autodidacto. Allí no existe nadie que pueda enseñarle o ayudarle, nadie para pensar en algo que él pueda pasar por alto. La única ciencia que realmente florece en Solaria es la robótica, y a ella sólo se dedican algunos escogidos. Cuando se trata de analizar la influencia recíproca que pueden tener los robots y los hombres, tiene que acudir en su ayuda un terrestre.

»El arte de Solaria, señor subsecretario, es abstracto. En la Tierra también tenemos arte abstracto, pero éste es sólo una forma de arte. En cambio, en Solaria es la única que existe. La influencia humana ha desaparecido. El único futuro que prevén es la ectogénesis y el aislamiento completo desde la cuna.

—Todo eso es horrible —dijo Minnim—. Pero ,¿usted lo considera perjudicial?

—En mi opinión, sí. Sin la interdependencia humana, desaparece el principal aliciente que ofrece la vida; se esfuman casi todos los valores intelectuales y falta una auténtica razón para vivir. La visualización no puede sustituir la presencia personal. Incluso los propios solarianos se dan cuenta de que la visualización no es más que un sentido a larga distancia.

»Y si el estar aislados no bastase para producir el anquilosamiento, tendríamos la cuestión de su longevidad. En la Tierra, tenemos una aportación constante de vidas jóvenes que introducen los cambios, porque aún no han tenido tiempo de anquilosarse. Supongo que debe existir una edad óptima: una vida lo bastante larga para realizarse plenamente y, sin embargo, lo bastante corta para dejar paso a los jóvenes a un ritmo que no resulte demasiado lento. En Solaria, ese ritmo es lentísimo.

Minnim seguía trazando dibujos con el dedo, mientras exclamaba: «¡Interesante, interesante!» Levantó la mirada y pareció como si una máscara hubiese caído de su rostro. Sus ojos brillaban jubilosos cuando dijo:

—Agente Baley, le felicito por sus dotes de observación.

—Muchas gracias—contestó Baley, muy tieso.

—¿Sabe por qué le he pedido que me describiese sus impresiones? —Parecía casi un muchacho travieso y satisfecho. Sin esperar respuesta, prosiguió—: Su informe ha sido sometido a un análisis preliminar por parte de nuestros sociólogos, y yo me pregunto si tiene usted idea de las excelentes noticias que nos ha traído. Veo que ya la tiene.

—Espere—dijo Baley— aún hay más.

—Ya lo creo —asintió Minnim, jubiloso—. Es casi imposible que Solaria pueda remediar su anquilosamiento. Ha dejado atrás el punto crítico, y su dependencia de los robots ha llegado demasiado lejos. Un robot no puede reñir a un niño aunque el castigo, por benigno que sea, redunde en beneficio del niño, pues el robot es incapaz de ver más allá del daño inmediato que le inflige. Y, desde un punto de vista colectivo, los robots no pueden disciplinar a un planeta permitiendo que sus instituciones se hundan si han llegado a ser perjudiciales, pues no pueden ver más allá del caos inmediato. Así, lo único que pueden esperar los Mundos Exteriores es un futuro de total anquilosamiento, y cuando éste se produzca, la Tierra se verá libre de su dominación. Estos nuevos datos han significado una revolución en nuestras ideas. Ni siquiera será necesaria la lucha material. La libertad vendrá por sí misma.

—Espere —repitió Baley con voz más fuerte—. Estamos hablando únicamente de Solaria, no del resto de Mundos Exteriores.

—Es lo mismo. El sociólogo solariano al que usted visitó..., ese Kimot...

—Quemot, señor subsecretario...

—Quemot, pues. Dijo, según creo recordar, que los demás Mundos Exteriores terminarían siendo otras tantas Solarias.

—Efectivamente, pero sólo conocía la vida en los otros Mundos Exteriores por vagas referencias y, además, no era un verdadero sociólogo. Creo haber hecho hincapié en este punto.

—Nuestros técnicos lo comprobarán.

—También les faltan datos. No sabemos nada acerca de los Mundos Exteriores dirigentes. Aurora, por ejemplo, el mundo de donde procede Daneel. A mí no me parece razonable esperar que se parezca a Solaria. En realidad, sólo existe un mundo en la Galaxia parecido a Solaria...

Minnim hizo un breve ademán de impaciencia con la mano, como si deseara apartar toda objeción.

—Nuestros técnicos lo comprobarán. Estoy seguro de que darán la razón a Quemot.

La expresión de Baley se hizo sombría. Si los sociólogos terrestres deseaban oír únicamente buenas noticias, terminarían por mostrarse de acuerdo con Quemot. Las cifras podían demostrar algo si se trabajaba con ellas el tiempo suficiente y si se prescindía o se hacía caso omiso de las informaciones desagradables.

Sintió cierta vacilación. ¿Sería mejor hablar, entonces, en presencia de un alto funcionario o bien...?

Su vacilación duró demasiado. Minnim volvió a tomar la palabra, hojeando unos documentos como si desease hablar de cuestiones más concretas.

—Algunas cosas más, agente Baley, acerca del caso Delmarre, y después podrá irse. ¿Tenía usted intención de hacer que Leebig se suicidase?

—Intentaba arrancarle una confesión, señor subsecretario. No suponía que se suicidara al notar la proximidad de alguien que, por una ironía de la vida, no era más que un robot, y por lo tanto no violaba el tabú existente contra la presencia personal. Pero, francamente, no lamento su muerte. Era un hombre peligroso. Pasará mucho tiempo antes de que surja otro que combine su perversidad con su talento.

—Estoy de acuerdo con usted —asintió secamente Minnim— y considero afortunada su muerte, pero..., ¿no ha pensado en el peligro que corría si los solarianos no hubiesen creído a Leebig culpable del asesinato de Delmarre?

Baley se sacó la pipa de la boca, pero guardó silencio.

—Vamos, amigo mío —dijo Minnim—. Usted sabe muy bien que él no lo hizo. El asesinato requería la presencia personal y Leebig antes hubiera muerto que soportarla.

—Tiene usted razón, señor. Especulé con el horror que sentirían los solarianos ante aquel mal uso de los robots, y que les impediría pensar en otra cosa.

—Entonces, ¿quién mató a Delmarre?

Hablando muy despacio, Baley repuso:

—Si usted se refiere al que asestó el golpe fatal, fue la persona de quien todos sospechaban: Gladia Delmarre, la esposa del asesinado.

—¿Y usted permitió que siguiese en libertad?

—Moralmente, no era la responsable. Leebig sabía que Gladia y su marido tenían frecuentes y violentos altercados. Sabía también hasta qué punto ella se enfurecía en el curso de estas peleas domésticas. Leebig quería la muerte de Delmarre y unas circunstancias que acusaran a su esposa. Por lo tanto, facilitó un robot a Delmarre y, apelando a sus grandes conocimientos, instruyó a dicho robot para que diese a Gladia uno de sus miembros intercambiables cuando estuviese dominada por la más fiera cólera. Con un arma en la mano en el momento crítico, ella cometió la acción fatal sin darse cuenta de lo que hacía, antes de que Delmarre o el robot pudiesen detenerla. Gladia se convirtió, así, en un instrumento inconsciente de Leebig, lo mismo que el robot.

Minnim objetó:

—El brazo del robot debió quedar manchado de sangre y cabello.

—Probablemente, pero Leebig se encargó de examinar al robot. Le fue fácil ordenar al resto de robots que lo hubiesen visto, que se olvidasen de ello. Es posible que el doctor Thool lo viera, pero su examen se limitó al cadáver y a Gladia. El error de Leebig consistió en suponer que la culpabilidad de Gladia sería tan evidente, que la ausencia del arma homicida en el lugar del crimen no lograría salvarla. Tampoco supuso que se llamaría a un terrestre para efectuar la investigación.

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