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Authors: Leonard Foglia,David Richards

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

El sudario (19 page)

BOOK: El sudario
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Toda una serie de fotos, igualmente perturbadoras, mostraban el cuerpo colocado sobre los hombros de una persona que parecía estar llevándoselo. Colgaba, exangüe, con la cabeza inerte y todavía metida en la infernal bolsa de tela.

A cada momento, la visión de Hannah se nublaba, como si sus ojos se resistieran a contemplar la desagradable evidencia, y tenía que apartarlos, mirar otra cosa, algo sin importancia que hubiera en el estudio, una lamparita en el techo o las patas del trípode de Jolene, para poder volver a ver con claridad.

Había fotografías de un extraño material, en particular lo que parecía ser una faja metálica para aprisionar la cabeza a la altura de las sienes, sujeta en la pared por tornillos. Estaba colocada sobre la cabeza de un maniquí, pero Hannah podía imaginarse el sufrimiento que tal aparato infligiría a una persona. Y luego, otra vez el cuerpo, yaciendo ahora en el suelo, roto, inerte, claramente muerto. ¿Qué momento terrible, qué encuentro brutal había registrado el fotógrafo?

Las fotos restantes de la carpeta no le dieron respuesta alguna. Eran casi abstractas, meros manchones, arrugas y gotas que parecían, más que otra cosa, las pinturas de Jolene. Si se trataba de primeros planos, era imposible decir de qué. Lo más probable es que fueran fotos fallidas, pensó Hannah. La cámara no había sido enfocada debidamente, o el fotógrafo se había movido justo cuando sacaba la foto. En cualquier caso, se preguntó qué tipo de persona haría fotos de ese estilo. O las guardaría.

No tenía ni idea de cuánto tiempo permaneció allí sentada, buscando una explicación lógica a lo que había visto. Su imaginación no estaba a la altura de semejante desafío. No se le ocurrió nada. Cogió las fotos, sin darse cuenta de que alguna se había caído de su regazo al suelo, y trató de borrar los siniestros pensamientos que rondaban por su cabeza.

En ese momento, sintió una punzada en el estómago, luego otra. El terror se apoderó de ella, hasta que cayó en la cuenta de que era el bebé, que pataleaba.

Ahora lo hacía con más fuerza y frecuencia. Se llevó una mano al vientre. Habitualmente, aquellos pequeños golpes la hacían feliz. Pero en aquel momento no. Ese día las erráticas patadas de la pequeña criatura parecían de malagüero, como si avisaran, en una especie de código, de un difuso peligro. Cada golpecito parecía decirle que tuviera cuidado.

Capítulo XXVIII

Son unos mentirosos. No voy a darles este bebé. Me han mentido —Hannah paseaba por el despacho de la rectoría, furiosa, mientras el padre Jimmy la escuchaba un poco desconcertado, aunque intentaba que eso no se reflejara en su rostro. Hannah Manning le había parecido perfectamente tranquila cuando llegó a la rectoría unos minutos antes y le preguntó si podía conversar con él. Incluso se sintió halagado por su petición de consejo.

Pero en cuanto comenzó a desahogarse, se fue alterando de forma alarmante. El problema, tal como lo entendió el cura —y no estaba seguro de haberlo comprendido bien—, era que Hannah se sentía amenazada por las personas con quienes vivía, los Whitfield. O más precisamente, presentía que el bebé estaba en peligro. Pero, por supuesto, no era su bebé. Tenía un contrato —suponía que perfectamente legal— de gestación del bebé para ellos.

Ahora que quería quedarse con el niño, parecía decidida a embarcarse en un proceso legal contra los Whitfield. Pero sus argumentos, pensó, eran poco sólidos. La agencia de adopción había cambiado de dirección sin notificárselo.

La señora Whitfield le había dicho que era incapaz de concebir, pero Hannah estaba convencida de que ya tenía un hijo adulto —conclusión basada en un mensaje grabado en un contestador automático, nada menos—. Y también había una confusa historia de los Whitfield caminando por el jardín en medio de la noche; suceso inusual, ciertamente, pero nada delictivo, se mirase como se mirase. Mucha gente amante de los jardines se dedicaba a verlos a diferentes horas del día, bajo distintas luces. Incluso a la luz de la luna.

Lo que el padre Jimmy no podía dejar a un lado era el estado emocional de Hannah. Desde el verano, había perdido buena parte de su compostura, volviéndose nerviosa e irritable. Estaba contento de que hubiera vuelto a la iglesia, y a confesarse regularmente, pero le entristecía ser incapaz de devolverle la antigua serenidad. Su consejo de ser franca y abierta con los Whitfield y la mujer de la agencia sólo había servido para que se pusiera más nerviosa.

Sabía que el embarazo era una época turbulenta en la vida de una mujer. Así y todo, se resistía a creer que se tratara de un simple problema de hormonas. Algo iba mal, y lo malo era que él no sabía cómo solucionarlo.

—Crees que todo está en mi cabeza, ¿no? —preguntó.

Hannah.

—No, no lo creo. Tienes razones sólidas, estoy seguro, para sentirte como te sientes. Pero tal vez las cosas no sean como tú crees. Al convertirte en madre se han activado todos los recuerdos que tenías de tus padres. Me has hablado de lo abandonada que te sentiste después del accidente. Tal vez temas que, si entregas este niño a los Whitfield, lo estés abandonando.

—¿Lo que me dices es que estoy trastornada por un accidente que sucedió hace siete años? ¿Piensas que tengo un problema mental?

—No, no es eso lo que estoy diciendo —respiró hondo—. Simplemente señalo que tus sentimientos pueden ser más complicados de lo que te parecen a ti. Estás sometida aun gran estrés. Por esa tensión reaccionas de esta manera. No se trata de los Whitfield. ¿Realmente crees que habrían hecho tanto esfuerzo, no para tener una familia, sino para dañarte a ti o al bebé? Piensa en lo ansiosos que están ellos.

—¿Por qué te pones de su parte?

—Aquí no hay partes, Hannah. Sólo quiero que tengas un poco de paz —la cogió de la mano y la miró a los ojos para convencerla de su sinceridad.

—Lo siento, padre. Tienes razón —Hannah bajó la cabeza—. ¿Puedo enseñarte algo?

—¿Qué?

Buscó en su mochila, sacó un montón de fotos y se las entregó.

La primera que se veía era la del niño con un helado, de pie junto a un poste de luz. Las otras fotos, menos inocentes, estaban debajo. Las miró rápidamente.

—¿De dónde las sacaste? ¿Qué son?

—Creo que la primera es del hijo de Jolene Whitfield. No sé qué son las otras. Las encontré en su estudio.

Parecen fotos de alguien que está siendo torturado. ¿Por qué tendría esas fotos en su poder?

El padre Jimmy volvió a examinarlas, más lentamente esta vez, antes de responder con cuidado.

—Dijiste que ella es artista. ¿Podrían tener relación con sus pinturas?

—Ella no pinta personas, padre. Hace extraños cuadros abstractos. Pueden ser cualquier cosa menos gente. Eso es seguro.

—Bueno, pueden ser fotos de alguna representación vanguardista, o tal vez un acto de protesta. No sé nada, no puedo asegurar nada. Se hacen tantas locuras hoy en día en el mundo del arte… El Museo Nacional se vio en terribles problemas hace un tiempo a causa de eso. Una mujer que se untaba el cuerpo con chocolate, creo que era. Estaba empeñada en que con ello hacía arte, y se organizó un gran escándalo. Lo que quiero decir es que las fotos tal vez no sean lo que parecen —se dio cuenta de que semejante explicación difícilmente iba a satisfacerla. Tampoco le llenaba a él. Podía entender con facilidad por qué esas imágenes perturbaban a Hannah—. ¿Puedes dejarme estas fotos? Necesito tiempo para estudiarlas. Veré si puedo entender algo a partir de ellas.

El humor de Hannah cambió inmediatamente.

—Entonces, ¿me ayudarás? Gracias. No tengo a nadie con quien hablar —irreflexiva e impulsivamente, abrazó al sacerdote. El gesto lo sorprendió, pero para que no se angustiara más, esperó un poco hasta deshacer el abrazo.

—Por supuesto, te ayudaré. Para eso estoy aquí. Es mi trabajo —dijo, poniendo sus manos sobre los hombros de Hannah y apartándola cariñosamente. Esperaba que ella no interpretara el gesto como un rechazo. Le había gustado sentirla cerca.

—Mi amiga Teri dice que a las mujeres embarazadas Dios les da el derecho de ser apasionadas e impulsivas.

—No estoy seguro de que eso esté en la Biblia —respondió—. Pero sin duda Jesús habría estado de acuerdo con la idea.

El padre Jimmy fue incapaz de conciliar el sueño esa noche. Pensaba en la joven angustiada y en cuánto confiaba en él para que la ayudara a orientar su vida. Contempló la posibilidad de hablar con monseñor Gallagher. Tal vez esta situación superaba sus capacidades. No quería darle ningún consejo que pudiera llevarla por un camino equivocado. Creía que Hannah debía cumplir sus compromisos, pero lo importante era que lo creyera ella. Al final, cualquier decisión sería de la mujer, y ella sería quien tendría que vivir con las consecuencias, buenas o malas.

Pero eso no era lo único que le inquietaba. Se dio cuenta de que estaba desarrollando fuertes sentimientos hacia la joven, pero no podía definirlos. Se sentía atraído por ella, aunque estaba seguro de que no era algo sexual. Ya había lidiado con sentimientos eróticos en otras ocasiones, y tuvo que rezar para verse libre de su tiranía. Valoraba profundamente su celibato, sostenido gracias a las oraciones. Pero esto era distinto; este impulso, esta urgencia por cuidar de Hannah… Quería rodearla con sus brazos, consolarla y asegurarle que estaba a salvo.

Ella había sabido buscarlo y eso quería decir algo. De algún modo, sentía que la joven había hecho lo correcto acudiendo a él. Estaban destinados —no, destinados era una palabra muy grande—, estaban unidos por lazos muy sencillos. Lo que ella necesitaba recibir él necesitaba darlo. Cada uno complementaba al otro.

Se sentó y encendió la luz de su mesilla de noche.

Allí estaban las fotos que le había dejado. Revisó el montón. Cualquiera que fuese la explicación, eran perturbadoras. Un ser humano despojado de su identidad, privado de su capacidad de ver, hablar y escuchar. Los terroristas hacían eso con los secuestrados, para quebrar su voluntad y reducirlos a un estado animal. Pero…, pero… había algo que no podía explicar. Las fotos tenían un toque extraño, falso. Francamente, no parecían del todo reales.

¿Y la parafernalia? ¿La cabeza del maniquí? ¿Qué era todo eso? Parecía una suerte de experimento de laboratorio. El padre Jimmy volvió a la foto del hombre con la capucha y los brazos levantados sobre la cabeza. ¿Aquel hombre era también parte del experimento? De serlo, ¿qué es lo que se estaba analizando? ¿Fuerza muscular? ¿Resistencia física? ¿Los efectos de una droga?

Las manos del hombre no eran visibles en la foto, pero la evidente tensión de los brazos y la forma en que la cabeza caía a un costado indicaban que había sido llevado hasta el límite de su resistencia física. ¿Era un hombre joven? ¿Viejo? Probablemente más joven que viejo, a juzgar por la musculatura. Si al menos su cara no hubiera estado cubierta, podría saber algo más.

Confundido, el cura dejó las fotografías y miró la pared que había enfrente. Estaba desnuda. Sólo la adornaba un crucifijo de sesenta centímetros, tallado en ébano por un anónimo artesano de Salamanca, que colgaba a la derecha de la única ventana de la habitación. Dejó que sus ojos se posaran en él, obligándose a liberar su mente de tantos pensamientos angustiosos. De repente, su corazón dio un salto.

Movió la lámpara para que la luz cayera directamente sobre las fotos. Sus ojos no le traicionaban. La inclinaciónde la cabeza era similar. También el ángulo de los brazos extendidos.

A menos que estuviera muy equivocado, las otras fotos —el cuerpo cargado por una segunda persona, como hacen los bomberos al evacuar heridos; el cuerpo inerte yaciendo en el suelo— relataban el resto de la historia.

Lo que se veía en las inquietantes fotos era la crucifixión y lo que siguió a ella.

Capítulo XXIX

Hannah había tenido que esforzarse para distinguir las letras pequeñas, pero estaba segurade que las había leído correctamente. Estaban en el edificio, al fondo de la foto, sobre el hombro izquierdo del niño que tomaba un helado.

La comparó con la foto de Jolene y el niño. ¿Era su hijo? De pie frente a una catedral que parecía muy antigua, podía haber sido tomada en cualquier lugar. Las catedrales no eran precisamente escasas en el mundo. Pero la foto del niño con el helado era otro asunto.

Mostraba la plaza situada frente a la catedral desde otro ángulo, y uno de los edificios de piedra tenía un cartel. Copió las palabras en un pedazo de papel.

Oficina de Turismo de Asturias
.

Las miró durante un rato y se preguntó qué hacer. Después de todo, eran sólo cinco palabras sobre la entrada de un viejo edificio.

Pero tenía que empezar por alguna parte, si quería enterarse de la verdad…

Miró una vez más la fotografía de las figuras sonrientes frente a la catedral y luego salió.

En la biblioteca de East Acton fue directamente a la
Enciclopedia Americana
. No le llevó demasiado tiempo descubrir que Asturias era una provincia del norte de España. La bibliotecaria le indicó dónde estaban las guías de turismo. Había varias dedicadas a España. Hannah buscó «Asturias» en el índice de la más voluminosa, miró en la página 167, como indicaba, y parpadeó sorprendida. Había una foto en color de la misma catedral que había estado mirando una hora antes. Se encontraba en Oviedo, la capital de Asturias. Aquella noble estructura, con su soberbia torre, era la atracción turística más importante de la ciudad.

Hannah se apresuró a bajar los escalones de la biblioteca, ansiosa por compartir la información con el padre Jimmy; pero en su estado apenas podía correr. Hacerlo suponía demasiado esfuerzo. Tras dar unos pocos pasos, ya estaba sin aliento. Cuando hizo una pausa para tomar aire, cayó en la cuenta de que se estaba emocionando por nada.

O por muy poco.

Jolene y Marshall, daba por hecho que el hombre había sacado las fotos, fueron a España. ¿Y qué? ¿No se lo había dicho Letitia Greene el día que los presentó, cuando les describió, con envidia, como viajeros por todo el mundo? No había nada particularmente extraño en el hecho de posar frente a una vieja catedral. Es lo que los turistas han hecho siempre, o por lo menos desde que las cámaras de fotos se convirtieron en complementos obligados de los viajeros. Se plantaban frente a la iglesia, o la estatua, o la cascada, esbozaban sonrisas forzadas y se sacaban una foto. Era una apuesta por la inmortalidad instantánea, afán de tener la prueba de que ellos habían estado allí.

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