Ruth no estaba de humor para historias.
—Ella no hará daño a esa pobre mujer. Yo sé cómo se siente por no poder tener un hijo propio. ¡No me voy a quedar quieta mientras Hannah añade más dolor a sus vidas con su egoísmo!
—Esa gente está abusando de ella.
—Le pagaron treinta mil dólares, la alimentaron, la vistieron y le dieron un lugar donde vivir. ¿Llamas a eso abusar de alguien?
—Pero la encerraron. ¿No se lo dijo?
—Mentiras y más mentiras.
—¡Bueno! No quiero discutir. Dígame dónde están. Se produjo un gélido silencio.
—No se lo he preguntado. No me meto en los asuntos de otras personas, señora Zito, si puedo evitarlo.
—¿Ni siquiera cuando se trata del bienestar de su sobrina?
—Mi sobrina es una criatura egoísta que ahora tiene que cumplir los compromisos que ella misma se buscó. Eso es todo lo que tengo que decir sobre este asunto.
—¿Sabe lo que es usted? ¡Una mujer completamente estúpida! ¡Y podría decirle mucho más, créame! —Teri colgó el teléfono con furia. Tuvo que ir a la cocina a por un vaso de agua para calmarse. Quince minutos después, estaba en su coche, circulando hacia el norte.
Cuando llegó a East Acton, la adrenalina aún la estimulaba lo suficiente como para emprender una pelea. Pero en cuanto estuvo en la entrada de la casa, en la calle Alcott, el espíritu de lucha se evaporó. No había automóviles, la puerta del garaje estaba cerrada y la casa tenía un aire desierto. Apagó el motor y salió del coche, pero nadie vino ni a recibirla o ahuyentarla. Sólo la acompañaban unos gorriones, que salieron volando cuando la vieron aproximarse.
Acercó la cara a las ventanas del jardín de invierno. Aunque estaba oscuro, le pareció ver indicios de que los Whitfield estaban de mudanza. Había paquetes, cajas y alfombras enrolladas. Cruzó el jardín hasta el estudio de Jolene y no se sorprendió al ver que estaba vacío. No sabía qué hacer. Acababa de asaltar un castillo en el que no había enemigos.
Sola y furiosa, sin nadie a mano para descargar su ira, la dirigió contra sí misma. Qué buena amiga había demostrado ser recomendando a Hannah que se quedara sentada sin hacer nada. Le había fallado por completo. Volvió a su coche y golpeó, frustrada, el volante.
Por segunda vez en dos días, Teri se encontró golpeando la puerta de la rectoría de Nuestra Señora de la Luz Divina y preguntando por el padre Jimmy. Esta vez no tuvo que convencerle de la gravedad de la situación.
—Es Hannah, ¿verdad? ¡Algo ha pasado! —dijo el sacerdote antes de que ella abriera la boca.
—Ha desaparecido. No sé dónde está.
Teri le puso rápidamente al tanto de lo que había sucedido el día anterior, después de que el cura dejase a Hannah en Fall River.
—Cuando supo que los Whitfield estaban en el pueblo buscándola, se aterrorizó, y no quería estar sola. Traté de calmarla por teléfono. Tendría que haberme ido de mi trabajo. ¡Mierda! ¡A la mierda con Bobby, a la mierda con el restaurante y a la mierda con cada uno de los platos que sirven!… Lo siento, padre. Es que me odio por no haberla tomado en serio. Me dijo que yo no sabía lo peligrosa que era esa gente y que me contaría los detalles después. ¿Es verdad? ¿Son peligrosos?
—Están muy desequilibrados.
—¡Fantástico! ¡Dejo a mi amiga a merced de unos chiflados, así puedo servirle hamburguesas a la señora McLintock y a sus tres críos con ojos de besugo!
—No había modo de que usted supiera lo que iba a pasar… No se culpe.
—¿De qué está hablando, padre? Yo adivino que mi marido Nick estuvo mirando a otra mujer. Y sé cuándo uno de mis mellizos le pegó a una niña en el colegio. Tengo un sexto sentido. ¿Comprende? Si eres madre, lo tienes. Pero ¿por qué no supe que mi mejor amiga estaba en peligro? ¿No deberíamos ir a la policía?
—No, todavía no. Tenga fe en mí. Mientras esté embarazada, tenemos que confiar en que no sufrirá daño alguno, pues necesitan al niño. Eso nos da un poco de tiempo. Los Whitfield tienen que aparecer tarde o temprano. O Hannah encontrará la manera de ponerse en contacto con alguno de nosotros. Entretanto…
—¿Qué?
—Seguiremos buscando, y rezando —agregó el cura en voz baja.
El joven sacerdote hizo ambas cosas. A horas intempestivas, vigiló la casa de la calle Alcott, en busca de signos de actividad. Una noche, tarde, creyó ver luz en una de las habitaciones, así que estacionó el coche y trató de descubrir algo durante horas, hasta que un policía se le acercó, a media mañana, para preguntarle si todo estaba en orden. Un vecino había denunciado que una persona sospechosa merodeaba por la zona. El padre Jimmy dio una torpe excusa, referente a ciertos problemas de uno de sus feligreses. El policía se fue, aunque no muy convencido.
Un día fue a la oficina de correos y preguntó si los Whitfield habían dejado una nueva dirección. El empleado le dijo que no. Sus llamadas a las líneas aéreas pidiendo información sobre una pasajera llamada Hannah Manning, que podía haber volado a Miami en los últimos días, encontraron frías negativas. El día de Acción de Gracias llegó y pasó, las decoraciones navideñas aparecieron en los comercios de East Acton, y nadie sabía ni una palabra de Hannah.
Él era incapaz de quitarse su imagen de la cabeza. No la luminosa Hannah que conoció al principio, sino la agotada y asustada mujer a la que había conducido a Fall River la noche de su huida. Todavía podía verla, la cabeza apoyada contra la ventanilla del coche, más frágil que nunca.
¿Qué querría hacer esa gente con el bebé? Como le había advertido monseñor, el potencial demagógico y manipulador del asunto era inmenso. ¡Olvídense del viejo Cristo, pues está aquí el nuevo Mesías! Las antiguas profecías se han cumplido. Dejen las iglesias y vengan a adorarlo. ¡Nos hará entrar triunfantes en el nuevo milenio! ¡Sigámoslo!
¿Cómo había sucedido todo aquello? Volvió a mirar la carpeta con la información que había reunido sobre el Sudarium, Oviedo y el ADN. Estaba hojeando distraídamente los papeles cuando cayó en la cuenta de algo que antes se le había escapado. ¡La Sociedad Nacional del Sudarium! Con el corazón palpitante, buscó otra vez en el montón de papeles, hasta que encontró la hoja impresa con la foto de Judith Kowalski.
¡No sólo estaba la foto de la señora Kowalski, sino también su dirección!
La avenida Waverly, en Watertown, era una calle como cualquier otra, flanqueada por casas de dos pisos como tantas otras. La número 151 no era distinta de sus vecinas: una residencia de sólida estructura de madera, con un pequeño porche, un espacio para estacionamiento y un jardín al fondo, rodeado de una verja de hierro no muy alta.
No tenía nada que llamase la atención, pensó el padre Jimmy, mientras pasaba lentamente frente a la casa.
Seguramente era lo que deseaban. Al final de la calle, una gasolinera, una pequeña cafetería y un supermercado cubrían las necesidades básicas del vecindario. Detuvo su coche frente a la cafetería y entró. Un par de mesas de formica y varias sillas de plástico constituían todo el mobiliario. El padre Jimmy pidió una taza de café y se sentó en la mesa más cercana a la ventana. Le brindaba una buena vista de Waverly 151.
Al poco rato la puerta se abrió y alrededor de treinta personas bajaron los escalones de la entrada, hablando en voz baja. Parecía que había concluido una reunión. Examinó los rostros, esperando ver a alguien conocido. Le pareció un grupo vulgar, excepción hecha de una mujer de rubias trenzas enrolladas sobre la cabeza y de otra señora, mayor, que llevaba al hombro un florido bolso demasiado grande. Los demás podrían ser anodinos empleados de cualquier edificio de oficinas de Boston. Tenían la palidez típica de quienes pasan muchas horas bajo tubos fluorescentes.
Se dispersaron rápidamente, deteniéndose sólo para intercambiar unos saludos tan tristes que más bien parecían propios de un velatorio. Algunos se abrazaron. Otros parecían llorar. La calle volvió a quedar sumida en la quietud. El cura se preguntó si ahora la casa estaría vacía.
Veinte minutos después, cuando estaba a punto de abandonar la vigilancia, se abrió la puerta de nuevo y salió una mujer. Después de echar la llave en las dos cerraduras, se subió a un coche. Cuando pasó conduciendo frente a la cafetería negocio, el padre Jimmy pudo ver que era Jolene Whitfield.
Dejó un billete de un dólar bajo la taza de café, cruzó la calle y caminó rápidamente en dirección a la casa. No había nadie a la vista. La mayoría de la gente del vecindario estaba todavía en su trabajo, y los que no lo estaban se encontrarían pegados a las pantallas de sus televisores o durmiendo la siesta. Cuando llegó a la entrada de la casa, se agachó y corrió hasta el fondo del jardín. Parcialmente oculto por los arbustos, se asomó a una ventana.
Sentado en una silla de madera, dando la espalda a la ventana, había un hombre de pelo entrecano. Leía en voz alta. El padre Jimmy pudo oír suficientes palabras como para saber que el libro era la Biblia. De vez en cuando, el hombre alzaba la vista para mirar a una mujer acostada en un sofá. El rostro de ella estaba vuelto hacia la pared, pero su cabello rubio, aunque apelmazado, era fácilmente reconocible.
El sacerdote miró angustiado aquel cuerpo, hasta que pudo distinguir signos de respiración en el lento subir y bajar del hinchado vientre. Hannah estaba viva. No sabía nada más, pues no podía apreciar su estado. La fecha del parto debía de estar muy cercana. De pronto se dio cuenta de que habían pasado varios minutos. Sintiéndose un intruso, se apartó de la ventana y volvió sobre sus pasos.
Una robusta mujer italiana, con una leve sombra sobre el labio superior, le saludó alegremente en la acera.
—Feliz Navidad, padre.
Hasta que no estuvo dentro del coche con el motor en marcha, no se dio cuenta de que no había respondido al saludo navideño.
Dios mío, siempre he estado seguro de que tu mano guía mis pasos. Ahora necesito una señal. Dame una señal —la oración del padre Jimmy era poco más que un susurro.
Monseñor Gallagher se acercó al altar frente al que estaba arrodillado. Sin aliento y agitado, no se percató de la angustia en el rostro del joven.
—¡Aquí estás, James! Vi tu coche y te busqué por todas partes en la rectoría. Es gracioso, ¡pero éste era el último lugar en el que esperaba verte! ¿Has encontrado a la muchacha?
—Sí. Está en Watertown. Creo que la tienen allí.
—¿Watertown? ¿Querrá irse contigo?
—Sí, si tengo la oportunidad de hablar con ella.
—Tienes que hacerlo. He hablado sobre el caso con algunas autoridades de la Iglesia, en Boston. Como puedes imaginar, ha causado bastante alarma. Pero todo está arreglado —buscó dentro de su casulla y sacó un pedazo de papel—. Esta es la dirección a la que puedes llevarla cuando esté lista.
El padre Jimmy miró el papel que monseñor tenía en sus manos.
—¿Llevarla?
—Sí. Están al tanto de la situación. Sabrán qué hacer.
—No entiendo, padre.
—Cuidarán de ella y del bebé.
—¿Qué significa eso? ¿Dejarán que se quede con el niño?
—James, baja la voz. Sabes que eso no es posible. Así deben ser las cosas.
—¿Pero quién cuidará del niño?
—El niño tendrá un hogar adecuado y será criado por una buena pareja, que nunca sabrá nada de sus orígenes.
—Hannah no lo permitirá, padre.
—Entonces tienes que convencerla. A menos que creas que los Whitfield deben criar a ese bebé y el resto de nosotros sufrir las consecuencias.
—Claro que no.
—Hazle ver que es lo mejor para el pequeño, lo mejor para ella y lo mejor para la Iglesia. Tú crees que es así, ¿no es cierto, James?
El viejo sacerdote miró fijamente el rostro del padre Jimmy.
—Sí, lo creo.
—Bien. Iremos mañana.
—No, padre. Será mejor que vaya yo solo —cogió el papel con la dirección de manos de monseñor y se lo guardó en el bolsillo—. Le veré en Boston.
—Como quieras. Tengo toda mi confianza depositada en ti, James.
Desde el teléfono de la rectoría, el padre Jimmy llamó a Teri. Hablaron en voz baja durante quince minutos. Después, preparándose para lo que vendría, fue a su habitación y cogió una bolsa del estante superior del armario. Estaba tan pensativo que parecía hallarse en otro mundo.
Hannah estaría prisionera en la casa de Letitia Greene, coordinadora de Aliados de la Familia, si no fuera porque no existían ni tal persona ni tal organización. Habían sido inventadas con el único propósito de encontrar la madre de alquiler ideal, y una vez que ese objetivo se cubrió, desaparecieron. Aliados de la Familia no era más que un membrete impreso en unas hojas. Letitia Greene había vuelto a ser Judith Kowalski. Ricky, el pecoso hijo de Letitia, la luz de sus ojos y la inspiración para su cruzada reproductiva, nunca había existido.
Ahora Hannah sabía todo eso.
También sabía que había mucha más gente involucrada. En el sótano tuvieron lugar varias reuniones bastante concurridas. Encerrada en su cuarto, Hannah fue incapaz de averiguar de qué hablaban, aunque pudo captar algún «amén» colectivo. Pero mientras observaba por la ventana, cuando el grupo salía por la puerta principal, se dio cuenta de que todos habían estado en la inauguración de la exposición de Jolene. Aquella lejana noche no se trataba de mirar las pinturas de Jolene, sino de verla a ella, a Hannah, «el cáliz». Todo iba encajando.
La casa era estrictamente utilitaria y no tenía toques personales. El sótano estaba destinado a las reuniones y demás actividades de la Sociedad Nacional del Sudarium. En la planta baja había oficinas. Las habitaciones del primer piso estaban amuebladas al estilo de los moteles modernos. Eran funcionales y frías.
Hannah permanecía en el dormitorio la mayor parte del tiempo, y Jolene y Marshall se turnaban para vigilarla. Sospechaba que la mantenían levemente sedada. Su espíritu rebelde parecía haberla abandonado y se sentía aletargada.
Dormía y comía, y dormía de nuevo. A veces caminaba de un cuarto a otro, nunca lejos de la mirada de sus captores, y atisbaba por las ventanas.
Las calles le resultaban desconocidas. Recordaba hallarse en Fall River, en casa de Ruth y Herb, y, sin saber cómo, de repente estaba aquí. ¡Dondequiera que fuese! La casa de enfrente tenía luces navideñas colgadas en el porche, lo que le hacía preguntarse cuánto tiempo había transcurrido desde que la capturaron. El bebé nacería dentro de poco. Noches atrás había escuchado al doctor Johansony a los Whitfield hablar sobre la posibilidad de provocar el parto.