El sudario (32 page)

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Authors: Leonard Foglia,David Richards

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

BOOK: El sudario
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—Cuanto antes esté fuera, mejor —había dicho Marshall.

—Pero ¿y si el bebé sufre algún daño? —preguntó Jolene.

El doctor Johanson les había asegurado que no había peligro.

—Así y todo, no está bien provocar el parto —continuó Jolene—. No está escrito que suceda de ese modo.

Y entonces la respuesta de Marshall la dejó helada.

—Desde la primera visión, supimos que habría una lucha. Ahora no tenemos alternativa. Hay que acabar cuanto antes. La chica es un riesgo para nosotros.

¿Un riesgo?

Hannah se estremeció.

El cielo llevaba cubierto todo el día, amenazando con una nevada que ahora comenzaba a caer. La penumbra se estaba apoderando de la calle, que ya casi no tenía más luz que la de los faroles de la gasolinera. Uno de sus empleados, observó Hannah, ya estaba retirando la nieve con una pala, y dos clientes, de pie bajo la marquesina de los surtidores, parecían escudriñar el cielo.

De pronto la joven pensó que la nieve y la escasa luz le estaban jugando una mala pasada. Desde lejos, la pareja parecía estar formada por el padre Jimmy y Teri.

¿Era posible? El hombre tenía el pelo negro y Teri solía llevar un sombrero similar al de la mujer. Su primer impulso fue abrir la ventana y gritar, pero se contuvo. Fue con calma hasta la cama y apoyó la cabeza en la almohada. Si de verdad eran el padre Jimmy y Teri y estaban tan cerca era porque sabían que estaba allí y tenían un plan de rescate.

Capítulo XLVI

—¿Qué quiere decir con eso de que no tiene un plan?

Teri dio unas patadas al surtidor de aire comprimido de la gasolinera, para sacudirse la nieve de las suelas y también para aliviar su frustración. No había viajado hasta allí para quedarse esperando la inspiración divina. La calma del padre Jimmy le ponía nerviosa.

—Vamos a sacar a Hannah de allí —dijo el cura.

—De acuerdo, pero ¿cómo?

—Supongo que tendré que hablar con ellos.

—¿Qué? —exclamó, asombrada y preguntándose si había oído bien—. Va a dirigirse hasta allí, dirá que ha venido a por Hannah y esa gente le responderá: «Por supuesto, padre, ¿por qué ha tardado tanto?». Disculpe la pregunta, pero ¿se ha vuelto usted loco?

—Dios nos guiará.

—Ah, ¡fantástico! Puede que Dios le guíe a usted, pero no creo que tenga pensado echarme una mano a mí.

—Lo menos que pueden hacer es hablar con nosotros.

—No me gusta ser aguafiestas, pero ¿es verdaderamente necesaria una visita social a esa gente?

—A veces tienes que confiar en que las cosas saldrán bien.

—Más lo creería si tuviéramos un plan. Pero, en fin, habrá que creer.

Condujeron sus coches hasta pararlos frente a la casa de Waverly 151.

El timbre sonó con fuerza en toda la vivienda. Hannah levantó la cabeza de la almohada, Marshall se puso de pie y bajó las escaleras y Jolene se reunió con él al pie de las mismas, con la sorpresa dibujada en su rostro.

—Quédate quieta y no abras la puerta —le ordenó el hombre.

Volvió a sonar el timbre.

—¡Hola! —gritó el padre Jimmy—. ¿Hay alguien ahí? Quiero hablar con Hannah Manning —no hubo respuesta—. Sé que está dentro —sacudió el picaporte varias veces. Percibía la presencia silenciosa de gente al otro lado, igual que se puede presentir a veces que hay un ladrón en la oscuridad—. Escuchen, no me voy a ir hasta que tenga la oportunidad de hablar con ella, así que abran la puerta ahora.

Una voz apagada le preguntó:

—¿Quién es?

—El padre James Wilde. He venido a ver a Hannah Manning.

—Me temo que le han dado una dirección equivocada.

Teri dio al sacerdote un codazo en las costillas, manifestando su indignación.

—Si no me dejan entrar, llamaré a la policía inmediatamente y les diré que tienen retenida a una persona contra su voluntad.

Hubo un pesado silencio, y luego se oyó el chasquido de una cerradura. Se abrió la puerta.

Marshall Whitfield apareció en la entrada.

—En ese caso, pasen. El teléfono está en la cocina. Utilícenlo con toda libertad —el anfitrión se hizo a un lado para dejar vía libre al padre Jimmy, que pasó al vestíbulo. Teri, completamente perpleja, le siguió—. Es porahí —indicó, señalando una estancia brillantemente iluminada al final del pasillo.

Al ver a Jolene, Teri la saludó con una inclinación de cabeza que la mujer ignoró. Ni ella ni Marshall dieron ninguna explicación ni intentaron bloquearles el paso. Por alguna razón, Marshall parecía muy tranquilo y seguía dispuesto a dejarles usar el teléfono. Nada de aquello tenía sentido para Teri. ¿Estaban cayendo en una trampa?

—Usted sabe por qué lo hacemos —dijo el padre Jimmy mientras avanzaba por el pasillo.

—Por favor, padre. Haga lo que tenga que hacer.

—No pueden retener a la gente.

—Tiene toda la razón —replicó Marshall con voz cansada—. Tendría que haber llamado yo mismo a la policía hace tiempo. Ya no sabía si podría protegerla durante mucho más tiempo.

El padre Jimmy se detuvo.

—¿Protegerla? —dijo Teri—. ¿Usted llama protección al secuestro de una persona en mitad de la noche?

—Si es por su propia seguridad, sí.

—¿Qué quiere decir? —preguntó el sacerdote.

—Es muy sencillo. Una mujer ha muerto por culpa de Hannah. ¿No se lo contó? Ya imaginaba que no lo habría hecho —Marshall parecía disfrutar viendo la expresión de asombro en los rostros de sus dos visitantes—. Hemos estado tratando de protegerla desde entonces, porque… bueno, es un asunto privado. Como usted sabe, Hannah es una muchacha muy caprichosa, y su comportamiento durante el embarazo se ha vuelto más y más errático. La otra noche, lamento decirlo, rebasó todos los límites y se internó en el terreno de lo criminal.

Un grito de angustia y furia llegó desde el piso superior, donde Hannah había estado escuchando la conversación.

—¡Eso no es verdad! Lo he oído. No tuve ninguna culpa en lo de Judith. Tropezó con los escalones.

—¿No deberías estar en tu habitación? —la reprendió Jolene.

—No les creas, padre Jimmy —dijo Hannah mientras corría hacia el sacerdote.

—Entonces, ¿por qué te escapaste? —preguntó Marshall—. ¿Por qué no te quedaste a ayudarla?

—Sabes muy bien por qué.

—¿En serio? ¿Quieres decir que no fue como parece? ¿Y qué va a creer la policía? Una mujer es atacada en medio de la noche y, justo después, su atacante se da a la fuga, dejando a la víctima sangrando sobre la nieve. Eso es muy sospechoso.

—¡Pero ella me atacó!

Marshall sonrió.

—Eso es lo que dices tú. Pero ¿qué pasaría si hubiera un testigo que asegurara lo contrario? Un testigo ocular que estaba demasiado asustado para denunciarte, porque su mayor preocupación era que nuestro bebé corría peligro de nacer en una cárcel. Un niño por el que lo hemos dado todo, ¿tiene que nacer tras los barrotes? Puedes entender lo intolerable que se hacía esa idea.

¿Qué pasaría si, finalmente, esa persona comprendiera cuál es su deber y creyera que tiene que decirle a la policía todo lo que vio esa noche?

—¿Y qué pasaría si les dijera por qué quieren tan desesperadamente a este bebé?

—¿Quién te creerá? —preguntó Marshall—. Pensarán que estás completamente loca… o que eres una joven inestable, aterrada por el inminente parto —Marshall se dirigió directamente al padre Jimmy—. Esto es lo que propongo: Hannah se quedará con nosotros y tendrá nuestro bebé. Y ustedes dos se irán ahora. Si lo hacen, pasaremos por alto esta intromisión. Nadie molestará a la policía. De ese modo, todos podremos continuar nuestras vidas sin más alteraciones.

—Vamos arriba —dijo Jolene agarrando a Hannah del brazo.

—¡No me toques! —Hannah se soltó y corrió a la cocina. Jolene la persiguió y comenzaron a pelear cerca de la mesa, golpeándose y agitando los brazos como si fueran molinos enloquecidos.

—Marshall, ¡haz algo! —gritó Jolene. Marshall y el padre Jimmy intentaron intervenir, pero más que a restaurar la calma, sus esfuerzos contribuyeron a la confusión y la reyerta pareció generalizarse.

El verdadero peligro, comprendió Teri al instante, era el que corría el bebé. Observaba la pelea con alarma creciente. Un golpe al azar o una patada mal dirigida podían causar un daño incalculable. ¡En qué estaban pensando!

—¡Déjenla en paz! —gritó, intentando imponerse al tumulto.

Nadie le prestó atención alguna, hasta que Jolene exclamó:

—¡Marshall! ¡La mujer está armada!

La pelea cesó instantáneamente y un silencioso manto de temor, roto sólo por el sonido de las respiraciones agitadas, cayó sobre la cocina. Cuatro pares de ojos estaban fijos en Teri, que recorrió la habitación lentamente, arma en mano, hasta colocarse de espaldas a la puerta.

—¿De dónde has sacado eso? —preguntó Hannah, confundida por el asombroso giro de los acontecimientos.

—No hay un camionero en todo el país que no tenga una pistola. Nick tiene dos. Una para la carretera y otra para casa. El mundo es peligroso —se volvió hacia el sacerdote—. Sé que dijo que Dios nos guiaría, padre, pero pensé que necesitaría una pequeña ayuda —hizo un gesto con el arma, señalando hacia las sillas de la cocina. Quería que Marshall y Jolene se sentaran—. Éste es mi plan. El padre Jimmy y Hannah se van ahora. Yo me quedo y converso un poquito con los Whitfield. Una charla de unos quince minutos. Eso será suficiente. ¿Por qué no vas a buscar tu abrigo, Hannah? Está helando fuera. Y cuando Jolene, Marshall y yo no tengamos nada más que decirnos, iré detrás de ustedes.

Como escolares castigados a quedarse después de terminar las clases, Marshall y Jolene hicieron lo que se les ordenó, mientras el padre Jimmy cogía un abrigo de la percha de la entrada y ayudaba a Hannah a ponérselo.

—Dénse prisa —les dijo Teri. Sus ojos estaban fijos en los Whitfield. Una ráfaga de aire helado le hizo saber que el padre Jimmy había abierto la puerta. Pasaron unos instantes interminables. La camarera interpretó mal la sorpresa que iluminó fugazmente el rostro de Marshall Whitfield. Teri creyó que pensaba en la marcha de Hannah. Su amiga ya estaba fuera, en efecto, pero no sospechaba que una figura había aparecido detrás de ella, en la cocina.

Tampoco oyó moverse el picaporte de la puerta.

Pero sintió que se quedaba sin aire cuando la puerta se estrelló contra su espalda y la lanzó hacia delante. El arma rodó por el suelo de la cocina. Por un segundo, se le nubló la visión y las imágenes de Jolene y Marshall parpadearon en su cabeza, como si las viera en un viejo aparato de televisión. Cuando se recuperó, el doctor Johanson había entrado a la cocina y empuñado el arma. Le apuntaba directamente al pecho.

—¿Qué tenemos aquí? ¿Causando problemas? Eso no es bueno. Es muy poco inteligente.

Teri echó una rápida mirada hacia el salón, que conducía a la puerta de entrada, y salió corriendo.

—¡Quieta!

Ignoró la orden y siguió su fuga.

Furioso, el doctor Johanson alzó el arma y apretó el gatillo. No pasó nada. Volvió a apretarlo una segunda vez, y una tercera, con los mismos resultados. Sacudió con violencia el arma, toda su furia parecía concentrada en su mal funcionamiento.

Antes de salir por la puerta principal, Teri gritó:

—¡Lo lamento! No tiene balas. No quería que nadie saliera herido.

Llegó corriendo a la acera. A través de la nevada pudo ver las luces del coche del padre Jimmy desapareciendo en la esquina. Se puso al volante de su coche y arrancó. Las ruedas traseras patinaron cuando salió a la calle, decidida a no perder de vista a Hannah.

Junto a la casa, Johanson y los Whitfield se subían a otro vehículo.

Capítulo XLVII

La intensidad de la nevada aumentaba, lo que le dificultaba a Teri mantener contacto visual con el Ford blanco del padre Jimmy. Aunque la calle principal era transitable por el momento, las carreteras pronto se volverían demasiado resbaladizas. No tenía ni idea de adónde se dirigían el padre Jimmy y Hannah, y no quería perderlos de vista. Pero tampoco tenía ganas de estrellarse.

Vio por el retrovisor las luces de varios coches. No pudo discernir si entre ellos estaba la camioneta de Marshall.

«Ve directamente a la comisaría», rogó mentalmente al coche de sus amigos. «Por lo menos, allí Hannah estará asalvo. Esa gente está loca».

Pero el Ford pasó de largo la comisaría de Watertown. ¿En qué estaba pensando el padre Jimmy? Cuando vio que ponía el intermitente para entrar a la autopista de Massachusetts, respiró aliviada: quería volver a la rectoría. Giró hacia el este, lo que quería decir que iba en dirección a Boston.

¿Por qué Boston? ¿Qué se les había perdido en Boston a esas horas de la noche?

El tráfico en la autopista era moderado, y se circulaba con fluidez. Pero el viento empezaba a empeorar las cosas. Teri pudo acercarse lo suficiente al Ford como para ver la nuca del sacerdote y, acurrucada en el otro asiento, a Hannah, que debía de estar aterrorizada. Si pudiera aguantar un poco más… El problema era que, a unos diez coches de distancia, Teri estaba casi segura de haber reconocido el coche de sus enemigos.

Cuando la extraña caravana se aproximó al cruce con la carretera I-93, Teri comprendió que el cura planeaba llevar a Hannah a Fall River. Probablemente a su casa. Sabiendo que Nick estaba allí con los niños, se sintió aliviada. Nick era un bruto, resistente como el cuero, fuerte como un caballo, y nadie se atrevía con él. Él sabría cómo manejar la situación.

Pero una vez más, el padre Jimmy la sorprendió ignorando la salida al sur. Por algún motivo, había elegido seguir hacia el norte.

La cortina de copos de nieve que caía sobre el parabrisas tenía un efecto hipnótico sobre Hannah. Cerró los ojos, sin querer mirar más la nieve, ni la carretera que pasaba veloz, ni los coches que seguían adelante, como si atravesaran un túnel blanco. Deseó que el padre Jimmy saliera de la autopista y se detuviera debajo de un puente hasta que pasara lo peor de la tormenta. Pero sabía que no sería así. Los Whitfield y el doctor Johanson estaban detrás de ellos, en alguna parte. Sería una tontería detenerse.

Pero también era una tontería seguir adelante.

Un gran camión los pasó por la izquierda. Las enormes ruedas lanzaron una avalancha de nieve sobre el Ford. El ruido sobresaltó a Hannah, que abrió los ojos. No sabía qué la ponía más nerviosa, si mirar o no mirar.

Cuando miraba, veía la tormenta. Pero cuando cerraba los ojos, veía otra tormenta, siete años atrás, que fue hermosa hasta que comenzó a cubrir el coche y los adultos empezaron a preocuparse por el hielo y la escasa visibilidad. Aquella vez estaba en el asiento trasero, adormilada, despertándose de cuando en cuando para escuchar fragmentos de la conversación y maravillarse por los millones y millones de copos de nieve que caían.

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