«¿Cuántos millones habrá?», le había preguntado a su madre, y ella se había reído. «Suficientes como para llenar todas las almohadas del mundo». Hannah se había reído con ella, antes de volver a dormirse.
Después hubo un choque y la niña fue lanzada al suelo. Y su madre ya no se reía. Sólo rogaba: «No mires. Quédate donde estás. No mires». Porque la belleza se había transformado en horror. Su padre estaba muerto, al volante, y había sangre por todas partes. Su madre moriría en el hospital, pero no antes de coger la mano de su hija y decirle: «Lo siento, preciosa, lo siento mucho».
Hannah comprendió lo que le había querido decir. Sentía que su hija tuviera que crecer sola en el mundo, sin la protección de un padre y el amor de una madre. Era pedir demasiado a una niña. Incluso cuando se estaba muriendo, la madre pensaba sólo en su hija. De igual manera, ahora Hannah pensaba sólo en el bebé y su futuro, y sabía que si no le permitían cuidarlo, protegerlo y amarlo, prefería morir.
Sentía lo mismo que su madre había sentido.
—Por favor, más despacio, padre Jimmy —susurró.
—No creo que debamos. Están… —dejó la frase inconclusa.
—Entonces ten mucho cuidado.
El camión con tráiler les había pasado muy cerca. ¿Era otra noche de nevadas destinada a cambiar su vida para siempre?
A un lado, un cartel luminoso anunciaba que estaban cruzando el límite estatal y entraban en New Hampshire; pero apenas podía leerse a causa del temporal. Enseguida desapareció y ellos avanzaron hacia la creciente oscuridad.
Teri era consciente de lo absurdo de la situación: el padre Jimmy y Hannah en el primer coche, ella en el siguiente ydetrás, ahora no le cabía duda, el automóvil de los Whitfield y el doctor Johanson. Si no fuera porque la tormenta les hacía ir a paso de cortejo fúnebre, parecería una persecución de película.
¿Cómo se las arreglaban aquellos enormes camiones para mantener tanta velocidad? Pensó que tenía que preguntárselo a Nick.
Llevar el arma no había sido tan mala idea después de todo. Lamentaba no tenerla ya. Por supuesto, Nick se pondría furioso cuando se enterase de su pérdida, pero no podía hacer nada al respecto. Lo que pensara su hombre era lo que menos la preocupaba ahora.
Los limpiaparabrisas empezaban a resultar insuficientes para mantener la visibilidad. La nieve se acumulaba en los cristales. Le dolía la cabeza de tanto forzar la vista. Sería un alivio saber hacia dónde se dirigía el padre Jimmy. Suponiendo que el propio sacerdote lo supiera.
Estaba muy bien depositar toda la confianza en Dios, pensó. Pero alguien tenía que hacer algo con el coche que les perseguía. ¿Qué harían cuando llegaran a su destino? ¿Discutir? ¿Volver a luchar? A esas alturas, ya no confiaba en oportunas intervenciones celestiales. El padre Jimmy era un hombre dulce y ella respetaba su fe. Pero la fe no siempre era suficiente; se necesitaba un plan. ¡Conducir hacia el norte bajo una nevada cegadora no era, en su humilde opinión, un buen plan!
Notó que el Ford estaba reduciendo la velocidad y echándose hacia el carril derecho. El cruce con la autopista I-89 estaba un poco más adelante. Era una zona de vacaciones. ¡Montañas! ¡Caminos escarpados! ¡Viejos graneros! ¡Justo lo más adecuado en medio de una desagradable tormenta, con la nieve azotándoles furiosamente y el hielo apoderándose del parabrisas!
«Bueno», se consoló Teri, «por lo menos el paisaje es bonito, aunque casi no se vea». ¿Pero no sería mejor ir donde hubiera gente, actividad, posibilidad de recibir ayuda?
El cruce estaba en una rotonda en forma de trébol, y la salida de la autopista hacía una curva descendente, trazando casi un círculo completo, antes de unirse a la segunda autopista.
Había quitamiedos metálicos a ambos lados. En condiciones normales, cabían dos vehículos, pero acababa de pasar un camión quitanieves y había abierto sólo un carril, flanqueado por montículos blanquecinos.
De repente, Teri supo lo que tenía que hacer. Levantó el pie del acelerador y, con suavidad, fue pisando el freno. Su velocidad se redujo a 50 kilómetros por hora. Al principio, parecía que estaba tomando la curva con precaución. Después, el velocímetro marcó 40, luego 30. El coche de los perseguidores se le echaba encima, pero el Ford blanco se alejaba a cada segundo.
Redujo la velocidad de su coche a 20 kilómetros por hora y entonces pudo ver al doctor Johanson reflejado en su espejo retrovisor. Se había dado cuenta enseguida de la estratagema. Incapaz de adelantarla, se agachó sobre el volante y, sin previo aviso, pisó el acelerador. El coche del médico saltó hacia delante y chocó contra la defensa trasera de Teri. Esta escuchó el ruido del impacto y sintió la sacudida al mismo tiempo. Su cabeza fue lanzada hacia el frente y el pecho se golpeó contra el volante.
—¡Mierda! —gritó. El doctor Johanson intentaba sacarla de la carretera. ¡Nick se iba a poner muy contento con esto! ¡Ella lesionada y el coche destrozado!
El Ford era todavía visible, así que tenía que aguantar otro poco, retenerles más tiempo. Otro minuto, o dos, darían a Hannah y el padre Jimmy más posibilidades de escapar. Paró el coche completamente y se agarró con fuerzapara recibir el siguiente impacto.
Fue más fuerte que el primero. El ruido de vidrios rotos indicó que las luces traseras habían sido destruidas.
—¡Esos hijos de puta quieren matarme! —murmuró—. Voy a morir en un acceso a una autopista, en medio de Mierdalandia, en New Hampshire.
El doctor Johanson ya estaba dando marcha atrás para embestir por tercera vez. Su endeble coche no era rival para la pesada camioneta, pero no había tiempo para salir del coche y correr. Cerró los ojos y se preparó lo mejor que pudo para soportar el impacto.
El crujido del metal plegándose fue todo lo que escuchó antes de que el coche fuera impulsado como si lo llevara una ola gigante. Sintió que la parte trasera se deslizaba hacia la derecha, por lo que, por un momento, el vehículo estuvo patinando de costado. Después, la parte delantera del coche se clavó en la nieve. Teri abrió los ojosy se dio cuenta de que estaba mirando en la dirección opuesta al sentido de la carretera.
Apenas había quedado espacio para que pasara el coche de Johanson. Por un segundo, pudo ver con claridad al doctor, apenas a unos centímetros, separado sólo por un delgado panel de vidrio. Se sintió como si estuviera en un acuario, mirando a un monstruo. Su rostro estaba encendido de odio.
Y entonces la camioneta pasó por el hueco y continuó su marcha.
Lo único que pudo hacer fue rezar para que el cura y Hannah hubieran sacado la ventaja que necesitaban. Después la emoción se apoderó de ella y estalló en un llanto imparable.
El padre jimmy no se atrevió a quedarse en la autopista mucho más tiempo. Por el momento, no veía a nadie en el espejo retrovisor, pero con la nieve su vista no llegaba muy lejos. Aunque no fueran visibles, los perseguidores podían estar cerca.
—¿Cuánto falta? —preguntó Hannah.
—Normalmente, son unas dos horas y media desde la casa de mis padres hasta la cabaña. Con este tiempo, es difícil saberlo.
La cabaña, construida por su bisabuelo y arreglada por su padre, estaba frente a un lago, cerca de Laconia. Las urbanizaciones habían cubierto gran parte de la zona, pero su familia, muy apegada a su intimidad y amante de la tranquilidad, conservó intacta la parcela de veinte hectáreas. Nadie pensaría en buscar allí a Hannah, se dijo el padre Jimmy, y el pueblo estaba lo suficientemente cerca como para conseguir comida y otras cosas necesarias, por ejemplo un médico cuando llegara el momento.
—Tengo miedo.
—No tienes nada que temer. Nadie nos sigue.
No había necesidad de compartir sus miedos con ella. Lo importante era salir de la autopista y entrar en un camino secundario que sólo los habitantes locales y los veraneantes más veteranos conocían y usaban. Pero el clima le estaba haciendo difícil al padre Jimmy reconocer un paisaje que, en los meses de verano, se sabía de memoria.
Más adelante vio una formación de rocas y, más allá, la angosta carretera de dos carriles que se internaba en el campo y terminaba unos pocos kilómetros al sur de Laconia. Dobló a la derecha e inmediatamente se sintió más seguro. La nieve cubriría rápidamente sus huellas. Los perseguidores seguirían la carretera principal y tendrían que darse por vencidos. Esperó hasta que la carretera se hizo recta y pudo conducir utilizando una sola mano.
—Ahora te puedes relajar —dijo, palmeando tranquilizadoramente a Hannah en el hombro—. Esto es un atajo. En verano es precioso. Ahora no puedes verlo, pero toda la zona está cubierta de lagos. De niño recorría cada sendero de la comarca.
La carretera trazaba ahora una serie de curvas pronunciadas y el sacerdote volvió a sujetar el volante con las dos manos. Aquellos caminos perdidos siempre eran los últimos en ser despejados de nieve. Notaba que los neumáticos patinaban. A cada lado de la carretera, las ramas de los pinos comenzaban a doblarse bajo el peso de la nevada. Las luces del coche alumbraban cada vez menos. Tuvo que confiar en su instinto y su conocimiento del terreno.
Bajaban una pendiente pronunciada, pero afortunadamente el Ford se mantenía bajo control. Su memoria le dijo que había una granja y un campo de maíz algo más adelante, a la derecha, y que luego la carretera se nivelaba, y entonces sería más fácil conducir.
—¡Alto! —La voz de Hannah interrumpió bruscamente sus pensamientos.
Automáticamente pisó el freno y el coche comenzó a patinar.
Una barrera cortaba el paso de lado a lado de la carretera. Clavada en el centro, había una señal roja octogonal, difícil de leer por culpa de la nieve.
—¿Qué es lo que dice? —preguntó la chica.
El padre Jimmy secó el parabrisas por dentro.
«Prohibido el paso de vehículos más allá de este punto».
Confundido, abrió la puerta del coche y salió. Al otro lado de la barrera se extendía un gran prado. ¿Había pasado de largo la granja sin verla? No lo creía. Era un edificio de dos pisos, cercano a la carretera, muy visible.
¿Qué había pasado?
—¿Hay obras en la carretera? —le preguntó Hannah.
Lo más probable, pensó el sacerdote, es que, simplemente, la carretera terminara allí. Algo no encajaba. ¿Había salido de la autopista demasiado pronto, confundiendo un montículo de rocas con otro? En esa tormenta, cualquier cosa era posible. En todo caso, nada podían hacer, salvo dar marcha atrás.
Procuró que Hannah no se asustara.
—Me pasé de largo, eso es todo. No es nada grave. Una simple distracción.
—Entra, que te vas a resfriar.
Cuando se dio la vuelta, vio primero un brillo amarillento, un débil punto de luz en la cortina de nieve que se hacía más brillante a cada momento. Después se fue haciendo visible la ominosa silueta de la camioneta. Las sienes comenzaron a latirle salvajemente. Detrás de los rítmicos limpia parabrisas podía ver ya al conductor, con una sonrisa confiada en su rostro.
El coche se detuvo y el doctor Johanson y Marshall Whitfield salieron al helado camino.
—Qué suerte encontrarnos aquí —gritó el doctor—. ¿Se quedó atascado, tal vez? ¿Necesita que le echemos una mano? —comenzó a avanzar por el irregular camino en dirección al padre Jimmy, con una expresión triunfal en el rostro.
El sacerdote no lo pensó dos veces. Se lanzó a su puesto en el volante, dio marcha atrás violentamente y casi atropelló a los dos hombres, que se echaron a un lado. Después metió primera y pisó el acelerador. Las ruedas giraron con furia, levantando una nube de nieve y tierra.
Esquivando la barrera, dirigió el coche hacia campo abierto. En verano, el maíz estaría crecido, pero ahora el terreno era casi plano, libre de grandes obstáculos. La parte trasera del coche saltaba, como un caballo encabritado. El padre tuvo que dar volantazos, hacia un lado, luego hacia el otro, para poder controlar el vehículo. A lo lejos, atisbó un claro entre los árboles. Supuso que sería allí donde continuaba la carretera. En caso contrario, ya vería. No había alternativa, iría hacia allí.
Habían llegado a la mitad del prado cuando Hannah se volvió en su asiento para mirar hacia atrás.
Con un poco de dificultad, la camioneta, más grande y torpe, se las había ingeniado para cruzar la barrera. Ahora también circulaba por el campo, y las huellas que el padre Jimmy había dejado en la nieve, trazando un camino, le permitían ganar terreno sobre ellos.
El padre volcó todo su peso en el acelerador y notó que las ruedas traseras patinaban. Sin tracción en las cuatro ruedas, cualquier intento de aumentar la velocidad estaba destinado al fracaso.
El otro coche se echaba encima.
En ese momento oyeron un estruendo espeluznante. Era un ruido distinto a cualquier otro. Comenzó como el retumbar de un lejano trueno y luego se transformó en una serie de estampidos, claros y nítidos. El sonido parecía provenir de todo el campo, rebotar en las colinas lejanas y regresar, primero por un lado, luego por el otro, como si estuvieran rodeados y el ruido mismo los atacara por todas partes. Un escalofrío de terror recorrió el cuerpo del padre Jimmy. Comprendió al instante lo que ocurría.
Ningún granjero araría esa tierra la próxima primavera, porque no se trataba de tierra. No estaban cruzando un maizal, sino un lago helado, y el hielo había comenzado a resquebrajarse.
De joven había patinado sobre esos lagos, y el mismo sonido que ahora oía hacía que él y sus amigos salieran a toda velocidad hacia zonas seguras.
Puso su atención en el claro abierto en el bosque frente a ellos. No era una continuación de la carretera, sino un embarcadero del lago, usado en verano. Se dirigió hacia allá ciegamente, los oídos alerta, procurando localizar las grietas por el sonido del deshielo.
Detrás de ellos, apareció la primera fisura, haciendo un terrorífico zigzag en la nieve, como un relámpago dibujado en un papel. Segundos después, el agua se hizo visible en la brecha. Hacia delante, la nieve era prístina, la superficie parecía intacta. Pero el padre Jimmy sabía que las grietas se producían en cadena. Una daba origen a otra, y ésta a la siguiente, a veces a gran velocidad. Sólo era cuestión de tiempo. En cualquier momento el peso del Ford rompería la capa de hielo, haciéndoles caer a las heladas aguas.
A continuación llegó el estruendo más grande de todos, profundo, abismal. Parecía el sonido de la naturaleza misma, rebelándose. En el centro del lago, la superficie se abrió, dejando a la vista aguas agitadas por el viento, salpicadas por bloques de hielo. La camioneta, incapaz de detenerse, patinaba inexorablemente hacia el abismo.