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Authors: Andrés Vidal

Tags: #Narrativa, #Historica

El sueño de la ciudad (15 page)

BOOK: El sueño de la ciudad
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—¡Hola, Laura! —saludó cantarín.

Laura despegó un momento su mirada del dibujo y le devolvió el saludo. Guillermo se fijó entonces en sus manos, que se movían con soltura sobre el papel. Observó cómo manchó de negro el traje de la niñera pasando los dedos sobre los trazos de carboncillo. Pero lo que le llamó más la atención fue el dibujo de la niña: la carita era idéntica. A Guillermo le pareció mágico.

—Parece una fotografía… —susurró, admirado.

—Gracias —respondió ella contenta—. ¿Quieres ver los dibujos que hice antes?

El niño asintió. Le entusiasmaron, sobre todo el suyo: Laura había captado su rostro justo cuando había marcado un gol, levantado la cabeza y el puño izquierdo, celebrándolo como había visto hacer a los jugadores cuando su padre lo llevó una vez al campo del Football Club Barcelona, cerca de la Escuela Industrial.

Laura notó en el rostro del chiquillo que deseaba pedírselo, pero no se atrevía. Separó ese dibujo del resto y se lo ofreció.

—¿Si te regalo éste me dejarás que otro día te dibuje con más tranquilidad?

Parecía imposible abrir más los ojos.

—¡Sí, sí! ¡Ya verás cuando lo vea mi hermano! —Estuvo a punto de darle un beso, pero la voz de otro chiquillo reclamó su atención. Un tanto apenado, explicó—: Es que me están esperando. Quedamos en ir juntos a casa.

—Ve antes de que se enfaden tus amigos —le tranquilizó Laura—. ¡De lo contrario, voy a pensar que te estoy haciendo llegar tarde a todas partes!

Guillermo se dirigió hacia sus compañeros. Ya a su altura, les enseñó el dibujo mientras la señalaba. Ella aún tuvo tiempo de saludarle antes de dirigirse de vuelta al obrador de la Sagrada Familia. El aire se mecía tibio mientras Laura guardaba los dibujos en el cartapacio.

Esa noche, durante la cena, Dimas pasó por casa. Juan, que leía ensimismado
La Vanguardia
, le señaló una olla.

—Hay estofado de carne con patatas. Todavía estará caliente. Y queda también algo de pan.

—Ya cené, padre, pero gracias. ¿Está Guillermo en la cama?

—Sí, y qué cena me ha dado —resopló Juan—. No paraba de hablar y de enseñarme su dibujo y contarme de no sé quién…

Mientras decía todo eso Juan pasaba las hojas mojándose el pulgar de su mano buena. El brazo inerte colgaba indefenso, aunque normalmente, siempre que se sentaba en la silla, procuraba colocarlo encima de la pierna en una posición más disimulada. Dimas le miró ceñudo: parecía cansado. Sin embargo, sabía que desde que él ganaba más dinero su padre había ido dejando de lado los recados que tanto le irritaban. Ahora, al verlo así, pensó que quizá no era tan malo que tuviese alguna ocupación.

—Voy a darle las buenas noches.

Entró en el cuarto de Guillermo y lo descubrió despierto. En voz baja, su hermano le dijo:

—Duérmete ya; es tarde.

—Hace calor; no tengo sueño.

Dimas miró el ventanuco cerrado y fue a abrirlo: la noche era suave. Atrancó la hoja de la ventana para que quedara abierta una rendija.

—¿Has visto mi dibujo? —le espetó Guillermo.

—Algo me ha dicho padre. ¿Lo has hecho en la escuela?

—No, no he sido yo —respondió, como si estuviese cansado de explicar algo obvio—. Me lo ha hecho ella, la que trabaja en la Sagrada Familia.

—¿Una maestra?

—No, en la escuela no, ¡en la iglesia!

Su tono impaciente indicaba que Guillermo empezaba a tener sueño de veras.

—¿En las obras del templo trabaja una mujer? —preguntó Dimas sorprendido.

—Sí, y es muy guapa. Nos ha dibujado cuando estábamos en el recreo. Mira, lo tengo aquí…

Guillermo se inclinó y sacó una hoja de debajo de la cama. Dimas la tomó con cuidado entre sus manos.

—Vaya, pareces todo un campeón —musitó Dimas mientras lo contemplaba con detenimiento—. La verdad es que está muy bien. ¿Quieres que te lo cuelgue en la pared? —Guillermo asintió con un bostezo—. Lo cuelgo y te duermes, venga.

Se levantó y tras echar un vistazo divisó un clavo que un día había sostenido un cuadro. Apoyó el papel y lo apretó contra la alcayata. Tras comprobar que había quedado más o menos recto, pidió a su hermano que se tapara y salió de la habitación susurrando buenas noches.

—¿Ya se ha dormido? —preguntó Juan levantando la vista de su periódico.

—Está a punto. Voy a salir.

—Yo me acostaré pronto. Buenas noches, hijo.

Dimas salió del piso y cerró la puerta con cuidado. Mientras bajaba las escaleras recordó lo que Guillermo le había contado y pensó: «¿Una mujer trabajando en la Sagrada Familia? ¿Y guapa? Será una monja». Y sonrió ante la ingenuidad del niño.

Capítulo 13

La mansión de los Jufresa apareció a lo lejos, entre las sacudidas del tranvía, con la sierra de Collserola de fondo bajo el cielo terroso que precede a la noche. En aquel atardecer de principios de otoño la residencia se hallaba envuelta por un aura blanca irradiada por los puntos de luz que alumbraban su interior. Dimas solía tomar para llegar allí la línea de tranvía que finalizaba en San Gervasio, antiguo municipio añadido a Barcelona diecisiete años atrás, muy cercano a Sarriá, si bien éste todavía no formaba parte del gran núcleo en que se estaba convirtiendo la ciudad, que se expandía sin topar con más límites que los naturales.

La necesidad de crecimiento de la urbe había provocado la aparición de diferentes planes urbanísticos. Entre ellos se hallaba el formulado por Ildefons Cerdà, impulsado desde Madrid. Dicho plan había tenido sus detractores en Barcelona, sobre todo entre la burguesía más adinerada, por considerar que los edificios planeados eran muy bajos —sólo tres plantas— y el terreno resultaba poco aprovechado —demasiados espacios abiertos; calles muy anchas—. Muchos indianos querían invertir la fortuna ganada en América y el plan Cerdà no explotaba al máximo el suelo a construir.

El ayuntamiento de Barcelona convocó un concurso para elegir un nuevo plan, pero no sirvió de nada. Desde la capital del reino se impuso el de Cerdà, que ya había sido aprobado por el gobierno central. Sin embargo, las protestas que llegaron desde Barcelona acabaron surtiendo efecto, ya que el diseño original fue modificado: se estrecharon las calles, se permitieron construcciones más altas y se cerraron las manzanas.

Desde el principio la intención del ayuntamiento era la unificación municipal, una agregación que no pudo realizarse hasta el 20 de abril de 1897, cuando Las Corts también se anexionó a Barcelona junto con Gracia, San Martín de Provenzales, San Andrés de Palomar y Santa María de Sants, todos ellos hasta entonces pueblos independientes. San Juan de Horta, sin embargo, no se agregó hasta el 1 de enero de 1904, cuando se aprobó la anexión a pesar de superarse la lejanía establecida en la Ley de Municipios.

Dimas llegó a la residencia y ascendió los tres escalones. Golpeó el tirador de cobre bruñido y esperó formal, algo separado de la entrada. Ferran le había dicho que esa noche necesitaba que le acompañara a una reunión, por lo que debía presentarse en su casa a las ocho en punto. Comprobó la hora en el reloj de bolsillo con caja de níquel que le había regalado su jefe; sabía que éste esperaba de él que no llegara tarde a los encuentros. Escuchó tras la puerta los pasos de Matilde; le saludó educadamente y le hizo pasar al recibidor.

—Ahora mismo aviso al señor —le dijo, y después se retiró con la mirada baja. Aquella mujer que superaba la cincuentena y que llevaba trabajando toda su vida para esa familia mostraba a Dimas el mismo respeto que a Ferran, como si el hecho de trabajar con él justificara ese trato. Y no era la única que lo hacía en aquella casa.

—¡Navarro! —exclamó Francesc Jufresa bajando los últimos peldaños de las escaleras de mármol—. ¿Has venido a por mi hijo? —Le palmeó el hombro.

El padre lo había acogido con cariño desde el día que Ferran lo presentó. No le había preguntado por su trayectoria ni por su procedencia, sólo le advirtió del temperamento de su hijo y le felicitó por su nuevo trabajo. «¡Bienvenido a la familia!», había exclamado con su perenne sonrisa en la boca, enmarcada por aquella barba perfectamente blanca y recortada. Siempre que iba a recoger a Ferran, si Francesc se hallaba en la casa, le invitaba a tomar algo antes de marcharse.

—En efecto, esta noche tenemos cosas que hacer —respondió Dimas, procurando mantener la compostura.

No dejaba de impresionarle la elegancia con la que vestía aquella familia, incluso cuando no salían de casa, y esa noche Francesc no era ni mucho menos la excepción. Bajo la blanca luz de la lámpara de araña que colgaba del techo, una levita ceñía su figura y un corbatín anudado a su cuello adornaba su camisa. Sus puños blancos siempre asomaban en la justa medida.

—Los jóvenes tenéis que divertiros, la vida pasa rápido y uno, sin darse cuenta, está ya en plena vejez y quejándose de mil dolores.

—Ya has llegado —dijo Ferran apareciendo en el marco de la puerta del salón—. Perfecto, vámonos.

—¿No invitas a Navarro a una copa? No seas maleducado —intervino Francesc, entrando en la sala sin esperar respuesta. De ella surgía el sonido de varias conversaciones.

Ferran lo miró de soslayo, siguió al patriarca e invitó a Dimas a acompañarle. Aquel hombre parecía ser el único al que Ferran profesaba auténtico respeto, pensó Dimas, que al atravesar el umbral percibió un fuerte aroma a puro. Además de Pilar, su hija Núria y su esposo, pronto distinguió entre los presentes a Laura, que compartía con Jordi Antich un sofá isabelino de caoba rubia. Al verla se tensó de inmediato. Todavía recordaba las palabras iracundas y desdeñosas que les había dedicado a Ferran y a él mismo días atrás, durante la disputa por el boceto de la ninfa que su hermano mayor pretendía descartar, pero el recuerdo que en realidad permanecía anclado, clavado en su memoria, era el de su mirada testaruda y ofendida, la de alguien que se consideraba superior a él y le creía sin derecho para opinar o tener, simplemente, un punto de vista sobre el arte o cualquier otro sentimiento elevado.

Francesc se dirigió a la esquina donde estaba situado el mueble bar y sirvió las copas.

—¿Así que esta noche os vais de picos pardos? —les preguntó jovial Ramon, por fin de vuelta al hogar, desde su asiento.

—¿Te apuntas? —invitó Ferran. Tanto él como Dimas siguieron de pie, conscientes de que no tardarían en marcharse. Sólo beberían una copa para complacer a su padre.

—No, y no es que no me apetezca —cabeceó Ramon, con su cabellera castaña cayéndole sobre su rostro de adonis—, pero he llegado hace sólo unas horas de Ámsterdam y estoy destrozado. Temo que pudiera estropearos la noche, con lo que ésta puede dar de sí… —Guiñó un ojo a Dimas, que sonrió levemente, cordial pero siempre correcto, nunca demasiado efusivo.

—Podíais mostrar un poco de respeto a las damas presentes —les reconvino Laura con un tono irónico—. No creo que sea cortés mantener este tipo de parlamentos, más propios de jovenzuelos que de señores hechos y derechos.

Ramon, sabedor del sentido del humor de su hermana y de su compartida irreverencia, rió abiertamente. A Ferran el comentario no pareció hacerle tanta gracia.

Jordi, que estaba a su lado, dejó escapar una risa cómplice, en una actitud que, para Dimas, dejaba traslucir cierta condescendencia hacia él y su jefe. No habían sido demasiadas las ocasiones en las que ambos hombres habían coincidido, pero Jordi provocaba en Dimas reacciones contradictorias. Por un lado, su aspecto impecable, esa seguridad en su éxito o su apostura de caballero galante eran cosas que, de alguna manera, envidiaba. Pero, por otro, su gesto de ángel custodio y cierto aire de niño mimado le irritaban. A diferencia de Ferran, que se mostraba siempre inquieto y activo, Jordi transmitía melancolía, como si esa vida de lujo no tuviera mucho que ver con él. Algo muy parecido, pensó de pronto Dimas, a lo que en realidad hacía Laura: ninguno de los dos había tenido que trabajar duro para alcanzar el lugar donde se encontraban y no parecían sentir gran apego por el lujo que les rodeaba; más bien parecían incluso incómodos, violentos con esa situación. De pronto Dimas llegó a la conclusión de que eran tal para cual, y, sin poder acertar a comprender muy bien el motivo, experimentó cierta rabia porque así fuera. Comenzaba a desear salir de aquella casa.

—Ya ves, Jordi —dijo Laura con una sonrisa que a Dimas se le antojó impertinente, petulante, más soberbia que divertida o provocadora—, estoy acostumbrada a tratar con gente incapaz de hablar de otro asunto que no sean mujeres o dinero. Creo que tú eres de los pocos que se sale de la norma, querido. —Le sonrió.

Ferran se dirigió a Laura: inclinó la barbilla hacia ella y levantó una ceja. Su tono parecía distendido, pero Dimas, que a esas alturas ya lo conocía bien, adivinó en él un matiz retador:

—Querida hermana, mi respeto por ti hace que no invite a Jordi a acompañarnos, no vaya a ser que se sienta tentado de abandonar tu burbujeante y divertidísima conversación por nuestra anodina compañía. Por eso nos terminaremos esta copa y de inmediato os dejaremos tranquilos.

—No te preocupes —intervino Jordi en tono conciliador—, no hubiera podido aceptar. Mañana tengo que levantarme muy temprano y prefiero una velada apacible.

Laura miró a Jordi y le habló con cierta irritación:

—Nadie te retiene aquí, querido amigo; si te aburres puedes irte. No dudo de que mi hermano pueda ofrecerte algo menos «apacible» que hablar conmigo.

Mientras Jordi balbuceaba una disculpa dirigida a Laura, intentando explicarle que había malinterpretado sus palabras, Ferran soltó una carcajada que rebotó en las cuatro paredes de la sala forrada de lienzos. Dimas se sintió incomprensiblemente satisfecho, casi ufano al comprobar que las mejillas de Laura se encendían y Jordi dibujaba una sonrisa incómoda. Su hermano había conseguido enfadarla una vez más, y ella no tardó en mostrar su deseo de replicar, dirigiéndose a él pero volviendo la cabeza hacia otro lado para evitar mirarlo. Comenzó a formular un reproche mientras Jordi, bajo la atenta mirada de Dimas, que no perdía detalle de ninguno de sus gestos, acercaba su mano al brazo de Laura, cubierto por una fina chaqueta de tonos grises.

—¿Qué me he perdido? —preguntó inesperadamente Francesc, que se incorporó a la escena procedente de la otra punta del salón.

—Nada, padre, comentaba que nosotros tenemos prisa —contestó Ferran. Luego apuró de un trago lo que quedaba de su bebida e instó a Dimas a hacer lo mismo.

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