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Authors: Andrés Vidal

Tags: #Narrativa, #Historica

El sueño de la ciudad (19 page)

BOOK: El sueño de la ciudad
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—Pues no, porque hacen agujeros en la nariz y dejan uno chiquito en la boca. Y nada más hay que estar un rato. Eso sí, has de quedarte muy quieto, porque si no la escayola no coge la forma.

—Aaah… ¿Y todo eso te lo ha contado Laura?

Guillermo sonrió al ver que su hermano le preguntaba por ella, porque Laura también le había preguntado por él.

—Claro, ella y otro señor que estaba haciendo un molde. Y después el molde se rellena, y así consiguen una figura que luego copian en piedra. Fíjate si es complicado hacer una estatua, ¿verdad?

—Verdad, verdad —asintió Dimas, y estiró la sábana para arroparle—. Ya deberías estar durmiendo, es muy tarde —añadió casi en un susurro.

—¡Es que me falta decirte lo mejor! —protestó Guillermo. A pesar del gesto de desaprobación de Dimas, prosiguió—: Laura me ha pedido que haga de modelo para uno de los moldes. ¡Quieren hacer una estatua conmigo! ¿Te imaginas? —Y sin darle tiempo a réplica preguntó—: ¿Vendrás a verme cuando lo hagan?

Dimas no quiso comprometerse. Trabajaba durante muchas horas, a veces incluso en domingo.

—Dependerá de si el jefe me lo permite. Ya sabes que hay días que no puedo escaparme.

Guillermo entrecerró los ojos. Parecía decepcionado y eso hirió a Dimas, que no pudo hacer nada por evitarlo.

—¿No quieres volver a ver a Laura? —preguntó.

Su hermano mayor se encogió de hombros antes de contestar:

—Ya la veo a veces por el taller. —Tras una pausa Dimas, que todavía se sentía culpable, continuó justificándose—. Espero que no te enfades conmigo por lo del trabajo…

—No, si ya sé… —contestó el niño con desgana. Se dio la vuelta, por fin dispuesto a dormir. Pero parecía que lo hacía más por despecho que por cansancio.

Dimas pensó que ya se le pasaría. Lo miró unos instantes en silencio y luego se levantó. Apagó la luz y cerró la puerta despacio. En medio de la oscuridad, Guillermo, ya con los ojos cerrados, apretó los labios. Esa noche le costó dormirse.

Capítulo 16

El suntuoso edificio del Casino se elevaba entre los pinos como un castillo en su promontorio. Los que se encaminaban allí entraban a una especie de santuario y lo hacían con ceremonia, casi con el respeto con que se accede a un templo. Luego, ya instalados en su interior, la soberbia los cegaba y alimentaba con sus malas artes los montones de fichas alrededor de la ruleta, de los dados, de cada uno de los tapetes verdes en las mesas de juego.

Dimas frenó el vehículo y subió con prudencia el pequeño escalón que delimitaba el acceso a la zona de aparcamiento. Junto a éste, dos pequeñas taquillas resguardaban la entrada. No pusieron ningún obstáculo al acceso del coche. Ferran miraba por la ventanilla hacia las luces del edificio. Antes de bajar, dijo:

—Espérame por aquí, ¿de acuerdo?

Tranquilo y seguro, escogió una de las dos blanquísimas escaleras simétricas que ascendían en semicírculo hacia la entrada. Parecía ser pleno día. Multitud de farolas lanzaban su luz en rededor como pequeños soles nocturnos. No se vislumbraba ninguna estrella en el firmamento. Abajo, a los pies de la sierra, Barcelona se preparaba para una larga noche de sueño. Varias personas más ascendían las escaleras. La mayoría iba en pareja, ellos tocados con chistera; ellas con velos vaporosos, sombreros de noche con flores tropicales y vestidos de tejidos nobles de amplio vuelo.

Ferran iba enfundado en un elegante frac con las solapas del cuello brillantes. El pantalón también llevaba una franja acharolada en el lateral. La camisa blanca acababa en un cuello de celuloide alzado contra la garganta, perfectamente rasurada. Esa misma tarde había ido a la barbería Mayans y, tras aguantar durante cinco minutos el vapor de la toalla caliente, recibió en la cara la navaja enfriada en hielo. El efecto del afeitado duraba apenas unas horas, hasta que los primeros cañones de la barba volvían a aparecer en la piel, pero nada superaba esa sensación de frescor y bienestar. Se acarició la barbilla por última vez mientras aspiraba con fuerza el aire húmedo y con un intenso olor a pino. Respondió con una leve inclinación de cabeza a la reverencia del botones que le aguantaba la puerta giratoria.

Nada más entrar se quitó la chistera y se la entregó junto con el bastón a otro sirviente de pelo encerado. En el inmenso salón todos iban vestidos igual. Los faldones de los fracs entrechocaban con ruido sordo, mecidos en el aire por los pasos cortos y seguros, en espera de encontrar el círculo adecuado, la conversación precisa, el negocio perfecto.

—Un
gin fizz
, por favor —pidió.

Al regreso del camarero removió la bebida en un gesto innecesario y se sumió entre la gente. Los hielos tintineaban en su vaso de cristal tallado. Identificó a un grupo que pertenecía al Círculo del Liceo y se acercó. El individuo que estaba hablando en ese momento le había saludado en aquel mismo lugar en más de una ocasión. Joan Prat i Carretó, le parecía que se llamaba.

—Hombre, Jufresa, por alusiones a usted le convencerá esta conversación. Estamos realmente indignados. Esta situación debe acabar.

—Seguro. Siempre a sus pies, caballeros —saludó Ferran.

—Le leo el escrito a ver si se congracia con él. —Prat i Carretó rebuscó en sus bolsillos, cambiando de mano la bebida alternativamente—. Dice así: «Apreciado señor Bocaplena, creemos que es indigno de un gran teatro como el nuestro, ese insigne coliseo al que denominamos Gran Teatro del Liceo, que su magnificencia se vea empañada por la terrible costumbre de apagar las luces durante las funciones, como si la representación fuese más importante que la gente que acude a verla y las galas con las que ha tenido a bien embellecerse para la misma. Creemos que para la industria del lujo y del bien vestir, tan preeminente en nuestro país, es necesario que el gasto y la inversión de las señoras y señoritas que acuden a nuestro Gran Teatro sea visible durante toda la representación y para ello debiera considerarse, no ya como algo aconsejable por el más estricto decoro, sino como un bien imprescindible, la completa iluminación de la platea durante las horas que dure el espectáculo. No es esta misiva más que una manera de canalizar un descontento patente entre la más alta sociedad de nuestro bien amado país, quejosa de sólo poder lucir sus joyas…», no me pueden decir que no hemos pensado en ustedes, señores Miralles y Jufresa —dijo en una pausa. Los dos joyeros se miraron y se sonrieron de manera automática—, «… en apenas los tres o cuatro intermedios de quince o treinta minutos cada uno. Sin más, me despido de usted y me mantengo a su entera disposición y bla, bla, bla. Firmado, Joan Prat i Carretó en nombre del Círculo del Liceo».

Cuando acabó de leer volvió a doblar el papel hasta convertirlo en un pequeño cuadrado. Lo introdujo en su bolsillo interior mientras con la mano que sostenía el vaso se levantaba la solapa del frac. Luego bebió un largo trago y se secó el sudor de su frente con un pañuelo que extrajo del pantalón. Los presentes le alabaron con grandes palabras, pero sin entusiasmo en sus gestos:

—Hacía tiempo que no asistíamos a una retórica tan exquisita —dijo uno.

—Efectivamente. Desde los tiempos de Catilina que no oía nada igual —soltó el más viejo de los presentes mientras se atusaba su gran bigote prusiano.

—Yo tampoco —afirmó uno más joven.

—Quisiera rogarle encarecidamente, señor Prat i Carretó, que se ocupara usted del discurso de apertura del banquete de boda de mi primogénita, al que está usted invitado desde ya mismo —comentó otro.

—Me abruman ustedes —rechazó el orador—. Yo sólo soy el medio para que sus quejas se oigan, el altavoz de las palabras que sus mujeres me han repetido hasta la saciedad. Por favor, no más halagos. Me harán sonrojar.

—¿Ya están ustedes conspirando contra el gobierno? —atronó una voz estentórea a sus espaldas.

El círculo se abrió para dejar sitio al que acababa de llegar. Andreu Cambrils i Pou era el primer teniente de alcalde de la ciudad de Barcelona y en los mentideros más maliciosos se aseguraba que no había asunto de cierta importancia que no pasara por la mesa de su despacho. Muchos preferían entendérselas con él antes que con el alcalde Boladeres i Romà. Los años precedentes hacían pensar que el puesto de alcalde era más volátil que el alcohol de sus cócteles mientras los cargos en la sombra, sujetos a una mayor continuidad, eran los que acaparaban el poder en sus manos.

Era el caso de Cambrils i Pou que, desde su ya lejana ocupación de coordinador de festejos en su localidad natal, Banyeres del Penedés, había encadenado un puesto público tras otro. Todos sentían hacia él una reverencia tal vez fingida, pero sostenida sobre el principio inexcusable de las apariencias. Lo único importante en ese mundo con una realidad propia y sesgada era lo que los demás pensaran de uno mismo. Y en eso, Cambrils i Pou invertía grandes esfuerzos que no dejaban a nadie socavar su prestigio.

Esa noche en que se habían juntado todos en aquel bello y lujoso lugar, el teniente de alcalde actuaba como maestro de ceremonias en ausencia de Boladeres, que estaba realizando una visita oficial a la ciudad de Sevilla. No le gustaban al titular del sillón del consistorio los banquetes de beneficencia, a los que siempre asistían los mismos que le habían concedido dinero para su campaña y que pedían —en realidad, exigían con buenas palabras— que se les devolviera el favor. Por ello, después de casi tres meses en el poder, no había asistido a ninguno de los compromisos benéficos que trufaban las veladas de la alta burguesía.

No era el caso de Cambrils i Pou, capaz de recibir con total cordialidad los requerimientos más extemporáneos y las solicitudes más peregrinas y conseguir dejar a su interlocutor, a pesar de sus aparentes buenas palabras, con la sensación de que estaba concediendo algo. Era, por tanto, un hábil negociante y un contertulio incansable que siempre tenía algo que aportar. Un púgil que se dedicaba a encajar con ánimo inquebrantable los ataques del adversario en los primeros asaltos y que sabía esperar su oportunidad, el golpe fatal, cuando el cansancio abotargaba los reflejos del contrincante. Todo el mundo estaba dispuesto a pasar por esas humillaciones, porque había algo más que definía a Cambrils i Pou: era el camino más seguro hacia los negocios rentables.

A medida que avanzaba la noche, las compañías iban rotando. Poco a poco, toda la camarilla de Prat i Carretó y el Liceo se desperdigaron por la sala en busca de los canapés. Los que quedaban junto al político eran únicamente los insignes, los que batallaban cada día contra los problemas de verdad y tenían en sus manos los hilos del poder, fuera éste del color que fuese. La conversación ya no versaba sobre tal o cual soprano, sino sobre los grandes temas, los grandes valores que movían a la sociedad barcelonesa de su tiempo. Los presentes iban alternando sus opiniones con lo que habían oído o leído en la prensa.

—Hacedme caso, el futuro sigue estando en el carbón. El petróleo es líquido, volátil. ¡No puede durar!

—Pero los vehículos lo utilizan…

—¿Los vehículos? Eso es un invento del demonio. No digo yo que el tranvía eléctrico no funcione a la larga, porque como no hace casi ruido… Pero lo otro, no. Pronto volveremos a los carros y los caballos, que nunca debimos abandonar.

—En París ya hay más vehículos a motor que carros circulando por sus calles…

—Eso sería antes de la guerra. Creo que ahora están todos los vehículos movilizados, con restricciones de carburante.

—¡Bah! Esa guerra durará cuatro días. No tienen nada que hacer contra una potencia como la del káiser.

—No debemos desdeñar la capacidad de Francia e Inglaterra. Siempre han sido enemigos temibles y son países modernos, avanzados.

De repente, Cambrils i Pou, que desde hacía tiempo había dejado de participar en la conversación, se dirigió hacia Ferran:

—Ah, Jufresa, Jufresa… ¿Los escucha usted? —El político posó su brazo sobre el hombro de Ferran y se lo llevó hacia la barra—. Son como niños: se pelean por el aire que respiran.

Ferran asentía en silencio a sus comentarios mientras bebía escrupuloso su tercer
gin fizz
.

—¿Usted cree? —respondió con cortesía, sin saber adónde quería ir a parar el político.

—Mírelos, hablando de si la guerra esto o la guerra lo otro…, cuando en realidad lo que nos interesa saber es qué podemos hacer nosotros que los países en guerra no puedan producir.

—No veo adónde quiere usted ir a parar —confesó el joyero.

—Francia ha dejado sin combustible a sus vehículos a motor por si fuera necesario abastecer aviones y vehículos militares; Inglaterra ha intervenido con todo su aparato militar y ya están enviando infantería a las zonas de conflicto. Los reservistas de segundo nivel están siendo movilizados en ambos países. Yo no creo que vaya a ser una guerra rápida si a cada movimiento del adversario un nuevo país se añade al conflicto.

—Ya veo —asintió Ferran—. ¿Cree usted que en cualquier momento entraremos en guerra?

—No creo que eso deba preocuparnos —rechazó el teniente de alcalde—. Ni siquiera en Madrid se atreven a pronunciarse al respecto ni a Europa le importamos un pimiento como para que nos exijan participar. Sólo digo que esos países están prácticamente congelados hasta que acabe la guerra: su juventud está en el frente con barro hasta las rodillas, esperando la bala del enemigo. No hay nadie trabajando en las fábricas.

—Y nosotros estamos aquí hablando de aranceles y de falta de expansión de nuestros mercados, ¿no?

—Así es, Jufresa. Veo que nos entendemos.

—Pero yo me dedico a la joyería, señor Cambrils i Pou. No veo qué puedo hacer.

—Dejemos los formalismos, Ferran: llámame señor Cambrils. Es momento de coger el toro por los cuernos. ¿Te gustan los toros? ¿No? A mí tampoco. Me refiero a que hay que ser listo, tener inventiva. Como Henry Ford, que pensó en hacer un montón de coches a la vez en lugar de esperar a vender el anterior para hacer el siguiente. Un tipo listo y atrevido como tú, Ferran, con algo de capital, tiene el campo abonado para hacerse rico.

Ferran lo miró como dando a entender que todos los que estaban allí ya lo eran. Su interlocutor lo entendió.

—Pero rico de verdad —matizó entonces—. Rico como para que el dinero no se acabe ni quemándolo.

—No estaría mal un negocio así. Las armas serían una buena propuesta —expuso Ferran con prudencia—. Hay en el país varios productores que podrían…

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