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Authors: Andrés Vidal

Tags: #Narrativa, #Historica

El sueño de la ciudad (26 page)

BOOK: El sueño de la ciudad
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Guillermo sintió un gran alivio. Ahora ya podía esperar el tiempo que fuera necesario. Dejó sus manos muy quietas sobre la bata blanca que le habían puesto, parecida a la que le hacían llevar en la escuela pero mucho más grande, una prenda de persona adulta.

Laura le dirigía de vez en cuando alguna mirada de vigilancia; ahora debía tener paciencia mientras se secaba. Guillermo seguía con los ojos los movimientos de los demás trabajadores. Siempre había alguien que pasaba por su campo de visión y modelaba la piedra, la transportaba o buscaba a alguno de los capataces para que revisara la labor realizada. Aquel templo estaba lleno de gente con conciencia de trabajar para la posteridad. Muchos lo hacían voluntariamente, como Laura. Aun así, el avance de las obras era algo discontinuo, ya que dependía de las limosnas. Las donaciones solían ser pequeñas, aunque no siempre: Guillermo había oído contar que hacía ya tiempo una señora pidió a la junta de la obra un altar en la cripta en honor de su santa patrona a cambio de un donativo de diez mil pesetas, toda una fortuna. Gaudí, tras ser consultado por la junta, se resistió a tal aportación afirmando que los altares de la cripta debían honrar sólo a los componentes de la Sagrada Familia. Prefirió rechazar el dinero a faltar a su idea original. Poco tiempo después, los albaceas de la señora ya difunta anunciaron que, a pesar de la negativa del arquitecto, o precisamente por ella, había dejado casi un millón de pesetas para las obras del templo. Gracias a esa donación existía ahora la placita frente a la fachada del Nacimiento, con sus bancos y eucaliptos y el pozo que les proporcionaba a todos el agua, donde antes sólo había campos llenos de lagartijas y soldados practicando con sus cornetas y tambores.

Cuando Laura acabó lo que estaba haciendo se dirigió a Guillermo, que se alegró porque así el tiempo se le pasaría más rápido.

—Pronto llega tu hermano de Bilbao, ¿verdad? —El niño asintió—. Estarás deseando tenerlo de vuelta, es normal que lo eches de menos… —Laura le hablaba mientras recogía las herramientas que había estado utilizando—. Mañana hará ya una semana que se marchó y, acostumbrado a verlo cada día, te resultará difícil tenerle tan lejos. Ferran tampoco puede estar tanto tiempo sin Dimas. Me da la sensación de que se ha convertido en alguien importante para él. —Se quedó en silencio. Con un paño húmedo iba limpiando cada una de las espátulas utilizadas.

Guillermo había observado que el interés de Laura crecía cuando el nombre de Dimas surgía en la conversación. También su hermano reaccionaba cuando la mencionaba en el resumen del día que les relataba a su padre y a él durante la cena. Aunque Dimas hacía ya algún tiempo que vivía en el piso de abajo continuaba yendo a verlos siempre que podía. Como cuando la noche de antes de su marcha a Bilbao, presa de la excitación, Guillermo le había explicado que por fin haría de modelo para una escultura de esa catedral.

—¿Cómo va nuestro querubín?

La pregunta la hizo un señor de cabello y barba blancos y expresión solemne. Se aproximó a ellos y comenzó a mirar con ojos analíticos el yeso. Tenía una mirada límpida, de un azul especial. Guillermo evitó moverse cuando ese hombre se aproximó a su rostro con el ceño fruncido y las manos cruzadas a la espalda. Parecía que hubiera olvidado que tras esa máscara se hallaba un niño de nueve años. Iba vestido con un traje de color negro y camisa blanca, y no era mucho más alto que Laura. Se trataba del arquitecto que dirigía las obras de la catedral, Antoni Gaudí i Cornet, y se decía de él que tenía muy mal genio. Así que Guillermo decidió comportarse lo mejor que sabía para evitar que le regañara y no le dejara a Laura acabar su trabajo.

—Bien —dijo conciso mientras se retiraba—. Bien.

El niño se fijó en que Gaudí no dirigía a nadie sus palabras, como si esperara que llegaran por sí solas a los oídos adecuados. Laura sonrió agradecida al arquitecto. También ella parecía tensarse un poco cuando estaba cerca.

—Gracias, maestro.

—En el arte no hay maestros, Laura —dijo Gaudí—. El único maestro es uno mismo.

Laura aceptó la reprimenda y se admiró de la manera en que había sido hecha. Siguió atenta al arquitecto, que continuó hablando:

—Por cierto, tienes que ir a buscar a Matamala, quiere hablarte de algo. —Y sin esperar respuesta alguna echó a andar.

Guillermo se fijó en que, de espaldas, sobresalían unas orejas abultadas entre el cabello recortado de Gaudí. El arquitecto caminó lentamente, desprendiendo cierta aura mística, como si estuviera solo en aquel taller tan lleno de gente, y de pronto se unió a otro grupo de trabajadores que ajetreados cargaban con una gran estatua sobre sus hombros. Se acercó a ellos y los siguió sin separarse ni interferir, sólo vigilando que aquel motivo de su obra arribara a su destino en un estado perfecto, el único al que él daría su visto bueno. Su rostro se mantenía en una mueca severa, como si esperara el momento de intervenir y soltar las advertencias que creyera necesarias.

—¿Estás bien? —preguntó Laura a Guillermo. Él asintió, de nuevo en silencio—. Ahora vuelvo. Si necesitas algo levanta la mano y alguien vendrá al instante.

La joven dio aviso a un compañero para que estuviese pendiente de él y luego se alejó.

Durante la espera, Guillermo tuvo tiempo de fijarse en los elementos que se distribuían por aquel extraño lugar. Nunca antes había entrado allí. Sólo había visto la fachada cuando tenían recreo o hacían actividades fuera de las aulas, como geometría, y dibujaban figuras en el suelo con compases y reglas de madera.

En el fondo de la enorme estancia se almacenaban un sinfín de moldes como el que ahora hacían de él. Colgadas del techo y de las paredes había figuras de vegetales, y también de hombres y mujeres. Eran muy reales, como si todavía se escondiera en su interior la forma de quien les había dado origen, pero sus expresiones se mantenían congeladas. Algunas tenían la boca entreabierta como si se quejaran por permanecer allí abandonadas; otras parecían dormidas, esperando a que alguien se acordase de ellas. Guillermo se preguntó qué harían con todos aquellos modelos utilizados o descartados.

Sus ojos se desviaron a otra zona del obrador donde se disponían cuatro espejos en las paredes y el techo. Se había fijado en ellos nada más llegar. Laura le explicó que aquél era el estudio fotográfico, y que los espejos se utilizaban para captar a una persona desde distintos ángulos. Gaudí no desdeñaba las nuevas técnicas; ésta era diferente y a veces complementaria de la del modelo en escayola. Guillermo se sintió fascinado desde el principio por aquel artilugio que era capaz de captar un instante y detenerlo. Laura, en cambio, calificó la técnica de «poco vivificadora». El proceso del vaciado que estaban realizando con él permitía un contacto más estrecho y directo con el origen de la escultura, con la carne que después sería representada en piedra, decía.

—Ya estoy aquí —anunció Laura. No venía sola; la acompañaba un hombre—. Te presento a mi buen amigo Jordi Antich. Estaba en la entrada espiándonos. —Laura le dio un codazo y sonrió divertida.

—No he podido resistirme a ver lo que hacéis aquí dentro. Pareces tan recelosa de enseñárselo a nadie que sentía mucha curiosidad —respondió Jordi con el mismo tono de broma.

Guillermo, como no podía hablar, alzó su mano y la agitó en un gesto de saludo.

—Hola, Guillermo, encantado de conocerte. Laura me ha hablado mucho de ti —dijo el recién llegado.

Laura comenzó a conversar con Jordi sobre su trabajo y a detallarle los pasos siguientes en el proceso de elaboración de su escultura. Acababa de recibir instrucciones de Lorenzo Matamala. Gaudí se había marchado ya a su casa del parque Güell, donde vivía solo desde que muriera su sobrina dos años atrás. Al parecer, Lorenzo Matamala era otro de los colaboradores de Gaudí y superior de Laura. También se dedicaba a moldear esculturas y se estaba encargando de preparar el cuerpo que llevaría su rostro. Guillermo notó que Jordi comprendía a la perfección las técnicas de las que Laura le hablaba, como si también él fuera un artista; sin embargo, su sonrisa perenne y su exceso de buen humor empezaron a generar una cierta desconfianza en el niño.

Advirtió que Jordi cogió la mano de Laura y la levantó lentamente hasta aproximarla a sus labios. La desconfianza ya estaba empezando a convertirse en algo más —en celos, decepción, desilusión o incluso furia— cuando reparó en la reacción de ella, que apartó la mano de inmediato y, aun dándole las gracias por las alabanzas, rechazó los desmedidos elogios e insistió en que no hacía más que limitarse a desempeñar su trabajo lo mejor que podía. Luego se volvió hacia él y anunció:

—Guillermo, creo que ya podemos quitarte esas placas de yeso.

Cogió un taburete para sentarse ante él y, tras comprobar que, en efecto, ya estaban lo suficientemente endurecidas, las retiró. El pequeño se alborotó un poco al sentir un soplo de aire sobre su mejilla izquierda. Laura colocó la primera placa con cuidado sobre la mesa de madera cercana. Cuando las hubo retirado todas, Guillermo comenzó a realizar muecas y aspavientos para comprobar que su cara no se había quedado paralizada como las de los moldes que colgaban de aquellas paredes.

—Toma, límpiate con esto. —Laura le entregó un paño blanco que había sacado de un cubo lleno de agua limpia—. El yeso deja la piel manchada, pero se va rápido.

Guillermo obedeció y se pasó el trapo húmedo por la piel del rostro. Le gustó la sensación de frescor después de tanto rato cubierto por aquella mezcla espesa. Ahora sólo quería ver el resultado.

—¿Cuándo estará acabada la escultura?

—Tardará unos cuantos días. Cuando la tenga, te aviso.

—Debes de estar impaciente, ¿verdad, chaval? Tendremos que presionar un poquito a Laura para que se dé prisa en terminarla —comentó afable Jordi revolviéndole el cabello. El pelo se le había quedado encrespado y duro por el yeso.

Guillermo sacudió la cabeza para retirar la mano.

—Estoy impaciente, pero sé aguantar. Laura es una artista, y a los artistas no se les puede apurar —respondió.

Ella se arrodilló y, con una sonrisa tierna, lo peinó con los dedos. Le dejó una raya al lado, como hacía su padre los domingos. Guillermo la miraba a los ojos, feliz por disfrutar con ella de aquella complicidad.

De reojo, observó fugazmente a Jordi. Seguía allí, de pie junto a ellos, y todavía mantenía la sonrisa en su rostro, aunque poco a poco había comenzado a dibujarse en él un gesto confuso. Ella no podía estar interesada en ese hombre a pesar del traje azul oscuro que se veía tan caro y del sombrero que sujetaba en una mano por la corona, se dijo el niño; menos todavía cuando había mostrado tanto interés por Dimas hacía tan sólo un rato.

Capítulo 23

El último camión entró en la fábrica Hispano-Suiza en La Sagrera pasada la medianoche. Dimas bajó de él y se despidió de todos. El viaje había salido redondo y habían concluido antes de lo estimado: tan sólo seis días después de la salida estaban otra vez en Barcelona. En la fábrica le esperaba Mark Birkigt, el ingeniero jefe suizo de la empresa, que se había trasladado a la ciudad con su familia tras comenzar la Gran Guerra. Birkigt, avisado de que los camiones regresarían esa misma noche, quiso comprobar en primera persona el resultado del viaje. Estaba centrando sus esfuerzos en la creación de un motor de gran potencia para aviones y había introducido en los camiones unas mejoras que les daban más caballos y prometían mayor fiabilidad. Ese experimento le servía para sus investigaciones, por lo que estaba ansioso por recibir al convoy. El tiempo volaba y necesitaba el motor antes de acabar el año. Los contendientes en la guerra no podían esperar y, si ellos no llegaban, otros lo harían.

En un correcto español con fuerte acento francés acribilló a Dimas con preguntas. Gracias a los conocimientos de mecánica adquiridos cuando trabajaba en las cocheras, éste fue respondiendo y solventando todas las dudas del ingeniero con bastante destreza. Birkigt, agradecido, se ofreció a llevarle en su coche a donde quisiera. Dimas estuvo a punto de rechazar la oferta, pero luego pensó que le vendría bien una copa. Después de tantos días trasnochando no tenía ganas de irse a la cama y tampoco tendría mucho sentido ir a casa a ver a su padre y Guillermo, pues éstos estarían a esa hora ya durmiendo. Barcelona, en cambio, no dormía nunca.

Mark Birkigt lo dejó en la plaza de Cataluña y Dimas bajó por las Ramblas hasta llegar a la calle Conde del Asalto. Había oído que el London Bar estaba abierto las veinticuatro horas del día.

Decorado al más puro estilo modernista, fue inaugurado en 1910 por Josep Roca, su dueño. Siempre se caracterizó por tener una atmósfera especial. Su particularidad era que se llenaba de artistas de circo y de variedades porque la calle Conde del Asalto unía el Paralelo, donde había gran cantidad de teatros y espectáculos de todo tipo, con las Ramblas, el centro neurálgico de la ciudad. Debido a ello todos los artistas que buscaban trabajo se pasaban, aunque fuera a echar un vistazo, por el London Bar.

La barra estaba colocada a la izquierda nada más entrar en el local. A la derecha se situaba una hilera de mesas redondas de mármol sobre pies de fundición de hierro, como era habitual en la mayoría de establecimientos de la ciudad. Al fondo, un piano vertical junto a una puerta, por la que se accedía a una gran sala a medio camino entre una bodega y un lugar de ensayo improvisado. Cuando llegó Dimas, un lanzador de cuchillos estaba tratando de convencer a alguien para que le permitiera mostrar sus dotes, pero el ligero desequilibrio en su caminar hacía que todos desistieran. Junto a él, un camarero sostenía con una mano una bandeja metálica en la que brillaban varias copas. La otra mano, sobre el codo del lanzador, intentaba apaciguarle.

—Venga, Gran Khan, que con la absenta que has bebido hoy los puñales los vas a notar mañana en la cabeza cuando te despiertes.

El hombre, vestido de calle pero todavía con el contorno de los ojos sombreado, protestó con voz pastosa y grandilocuente mientras se zafaba de la mano del camarero:

—¡El Gran Khan tiene siempre el pulso firme! Acabo de terminar una función triunfal, ¡treinta cuchillos rodeando a mi ayudante sin rozarle un solo pelo! Manel… —hipó—. Sabes muy bien que soy capaz de darle a las pelotas de una mosca. ¡Lo sabes!

Los de la mesa cercana reían divertidos. Manel les lanzaba miradas cómplices.

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