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Authors: Andrés Vidal

Tags: #Narrativa, #Historica

El sueño de la ciudad (22 page)

BOOK: El sueño de la ciudad
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Desapareció tras la puerta y Pau se quedó allí de rodillas, desamparado. Hundió su cabeza entre los brazos y permaneció así largo rato. Sus lágrimas resbalaron hasta las lamas de madera desgastada que cubrían el piso.

Aquella tarde, Dimas regresó caminando a su casa. Cruzó la calle Princesa y luego ascendió para pasar por delante del monasterio de San Pedro de las Puellas. Todavía podía distinguirse en él el rastro del incendio que lo había asolado en 1909, durante los sucesos de la Semana Trágica. Después llegó hasta el paseo de San Juan para continuar su camino hasta casa. El día concluía y un regusto amargo quedaba en su boca. Mientras paseaba con las manos hundidas en los bolsillos de la gabardina no podía quitarse de la memoria la expresión de dolor de aquel hombre, Pau Serra. Sabía que no podía hacer nada más por él, puesto que había asumido su papel ejecutor a la sombra de Ferran, pero la situación de Serra era ciertamente desoladora. De repente vio a Juan, su padre, en la persona del artesano: el mismo hombre trabajador que había dedicado toda su vida a una empresa y que por un mal momento lo perdía todo. Era sumamente injusto. Y sin embargo no podía detenerse en la compasión. Se había trazado un camino y hasta llegar al final debía atravesar muchas estaciones, alguna de ellas dolorosa.

Alzó la vista y se encontró con que estaba aproximándose ya a los pies de la Sagrada Familia. El trayecto se le había hecho muy breve. Vio las columnas y los contrafuertes a medio construir. Al divisar las torres truncadas a media altura, envueltas entre andamios, se preguntó por el trabajo de los hombres, por el esfuerzo por construir algo que desbordaba el entendimiento humano. Algunos de los obreros bajaban; la lluvia empezaba a arreciar allí con fuerza y les molestaba. Dimas se convenció de que nadie iba a preocuparse por él más que él mismo y de que debía seguir su camino, independiente de los demás, como llevaba tanto tiempo haciendo.

Aun así deshacerse de Pau Serra no le había resultado nada fácil.

—¿Dimas?

Una voz femenina le hizo desviar la mirada hacia el chaflán de la calle Provenza con Cerdeña. Laura le saludaba con la mano en el aire. Dimas comenzó a andar hacia ella lentamente, todavía un poco ausente en sus propios pensamientos.

—¿Está bien? Parece algo pálido —preguntó ella cuando lo tuvo delante.

—Estoy bien, señorita Laura —respondió al instante con voz neutra. Al ver que ella le había tratado de usted, como se hacía para mantener las distancias con los empleados a los que no se tenía confianza, usó a su vez ese «señorita» que contribuía a marcar, como ella misma había hecho, las distancias—. Sólo estoy cansado. Me iba ya para casa.

—Yo todavía me quedaré un rato más por aquí. Por cierto, quería pasarle a Pau las plantillas de unos grabados pero no ha aparecido esta mañana por el taller. Sus manos son perfectas para las piezas más pequeñas; es el mejor de todos. —Laura habló acelerada. Se notaba que tenía prisa por volver al trabajo, como si tenerle a él ahí la pusiera nerviosa.

Cuando Dimas escuchó el nombre de Pau respiró hondo.

—Sí, es muy bueno en lo suyo.

—Me han dicho que está enfermo —prosiguió Laura—. He pensado en ir a su casa a llevarle algo caliente ¿Sabe dónde vive?

De repente se oyó a sí mismo responder algo. Las palabras salieron por su boca como si otro las controlase:

—No tengo ni idea. De todas formas hay algo que debería saber: se ha marchado del taller. Parece ser que le han ofrecido un puesto mejor en otra joyería y unas condiciones más favorables, así que hoy le ha dicho a su hermano Ferran que lo dejaba.

El rostro sorprendido de Laura se ensombreció; ¿había perdido al mejor de sus artesanos sin poder siquiera despedirse de él? Dimas, por su parte, sabía que con aquella mentira evitaba un conflicto entre ella y Ferran. Y de paso se quitaba de encima su reprobación. No quería pelearse con Laura y que ella le acusara de rastrero o algo peor, ni darle más motivos para seguir despertando su desdén y ese trato que, ahora se lo parecía, rayaba en la más absoluta frialdad, convirtiendo aquel recuerdo de la tarde de merienda pasada con Guillermo en un auténtico espejismo. Por eso, regodeándose un poco, se creyó en la obligación de añadir algo más.

—Quién lo iba a decir, ¿verdad? —apuntó.

Laura asintió con media sonrisa de compromiso. Tras una pausa añadió:

—Debo terminar algo pendiente antes de que se vaya del todo la luz —explicó ella titubeante, ausente de pronto. Se despidió y volvió a su trabajo en el obrador.

En ese momento Dimas sintió un vacío enorme abriéndose en el vientre. Y tuvo que contenerse para no ir a explicarle lo mal que se sentía por haber echado a Pau Serra. Por su culpa se había quedado sin trabajo con sesenta años, con un nieto enfermo y viviendo en una casa del tamaño de una caja de fósforos. Pero se reprimió, como tantas veces hacía, y se fue caminando lentamente a casa.

Debía asumir sus actos como parte del itinerario escogido. De nuevo las luces y las sombras, las victorias y las derrotas, el bien y el mal, salpicaban su conciencia. Notó en la boca un regusto amargo, un dolor justo detrás de la garganta que no se movía ni en un sentido ni en el otro.

Capítulo 19

—Dices que sólo pasabas por allí. ¿Por qué? ¿Ibas de paseo?

—Ya se lo he dicho. Vivo en la calle San Pablo. Venía del Pueblo Seco, de ver a unos compañeros de trabajo que me iban a dejar unas herramientas.

—¿Sí? ¿Y dónde están esas herramientas? —preguntó el policía.

—En la refriega se me cayeron —respondió el hombre. Se tocó un poco la cara. Tenía un ojo casi cerrado en trance de amoratarse y un carrillo completamente hinchado—. Si busca el zurrón seguro que las encuentra. Y si no, a alguien le serán de utilidad…

Uno de los policías que presenciaba el interrogatorio y hasta entonces se había mantenido en silencio se acercó rápido hasta el detenido. Le soltó un golpe sonoro en la mejilla dañada con la mano abierta.

—¿Estás acusando a la policía de robarte tus putas herramientas? —soltó.

El hombre se llevó de nuevo las manos a la cara y los ojos se le humedecieron. No se atrevió a emitir ni un quejido. Ni siquiera el odio se traslucía en su mirada. Sólo terror, terror a que los golpes no parasen, a que los porrazos se volvieran a combinar con los insultos y con las patadas en el vientre que no dejaban más rastro que unos días de intolerancia a cualquier alimento sólido y un miedo sordo a volver a salir a la calle.

—Ya está, Vicente, tranquilo. No quiero violencia en esta sala, ya lo sabes.

Esteban Bragado miró a su subalterno con la condescendencia propia de un padre tolerante. Le hizo un gesto para indicarle que lo dejara. Después volvió con paso cansino al lado de otro compañero que estaba junto a la pared desconchada por la humedad. Era de un color grisáceo, sin que se pudiera decir si era original o había adquirido ese tono deslucido con los años. La pintura rugosa aparecía arrancada en algunas zonas, sobre todo cerca de las esquinas. Formaba una especie de atlas con continentes de imaginarios bordes que se mezclaban unos con otros. Evidenciaban que el mundo podía ser de otra manera.

—Mira, García —dijo Esteban Bragado dirigiéndose ahora al detenido—. Eres sospechoso de complicidad con el grupo anarquista de Conde del Asalto. Y ya sabes lo que significa ser sospechoso en este mundo cruel en el que vivimos. El foso del castillo de Montjuïch está lleno de culpables que decían no serlo. Empecemos de nuevo: ¿Qué fuiste a hacer al Pueblo Seco? ¿A qué grupos anarquistas conoces allí?

—Yo no conozco a nadie de ningún grupo —volvió a negar el acusado. Luego se mordió el labio inferior y dudó un segundo antes de continuar—. Hay un tipo de ideas raras que vino a trabajar de la España Industrial, pero nadie se junta con él.

—¿Cómo se llama?

—¿Su nombre? —preguntó inseguro.

—Nombres, García. Sólo quiero nombres. ¿Tan difícil es de entender?

Esteban Bragado se levantó con ímpetu de la silla y ésta se deslizó sonoramente hacia atrás. Se inclinó hacia el acusado, que se echó a su vez contra el respaldo todo lo que pudo. El policía apoyó los dos brazos a lado y lado de la mesa hasta que su cara quedó frente a la del detenido. Si ponía atención podría oír los latidos de su corazón golpeando desbocados, ansiosos por salir del pecho. Le habló casi en un susurro:

—No los puedo contener siempre —dijo haciendo un gesto casi imperceptible con la cabeza hacia su espalda. Desde la pared, los dos perros de presa lo miraban impertérritos. Luego se incorporó, como dejándolo por imposible—. No te preocupes, García, no hay prisa. Sabes lo que necesito y yo tengo otras obligaciones. Volveré por la tarde. Intentaré que no sean demasiado duros contigo. Recuerda: unos nombres. Con cuatro me contentaría. Y ellos quizá también, aunque no te prometo nada.

Bragado recogió la chaqueta sobre la silla y se alejó sin parar mientes en el aspecto de desamparo del detenido. Sus párpados palpitaban perceptiblemente y se frotaba las manos esposadas, una contra la otra, con fuerza. Un rastro carmesí surcaba sus muñecas. Las manos estaban sucias y eran grandes y fuertes, acostumbradas al trabajo duro. El policía se dirigió a los dos subalternos que miraban al arrestado fijamente, esperando escrupulosamente su turno. Se dirigió a ellos sin ambages, como si el afectado no pudiera oírle:

—Que aguante hasta la tarde. No os paséis demasiado; no quiero líos. Acordaos de lo que ocurrió el mes pasado con aquella puta del Carmelo: luego Calzada se tiró toda una mañana rellenando papeles, ¿verdad que sí, Calzada?

—No se preocupe, jefe. Aguantará.

Bragado echó una última mirada al prisionero y sonrió ligeramente. En un café aquello podía pasar por una sonrisa de despedida, una ligera aquiescencia después de una conversación agradable, pero en aquel contexto adquirió un matiz sarcástico, casi macabro: parecía desear buenas tardes a un individuo que seguro que no las tendría. Se abotonó la chaqueta sin prisa y salió con aire despreocupado.

Caminó hasta llegar al restaurante, en la calle Caspe. Esteban Bragado tenía cuarenta y siete años y había pasado por casi todos los puestos en la policía. Había comenzado cazando indeseables en el casco viejo de León, siempre a la sombra de su padre, también perteneciente al cuerpo policial. Por eso, cuando se enteró de que existían vacantes en Barcelona —una ciudad conflictiva a la que nadie quería ir a trabajar— no se lo pensó dos veces: presentó solicitud, le fue concedida sin problema y una vez en la Ciudad Condal volvió a empezar de cero. Pronto se sucedieron los ascensos. Los primeros quizá al abrigo de la suerte, pero nadie podía negar que supo jugar con acierto sus cartas. Sus ojillos pequeños, brillantes, le conferían un aspecto que oscilaba entre el del hombre bonachón y risueño y el de un individuo cruel. Llevaba ya dieciséis años en la ciudad y se conocía los vericuetos, las callejas del barrio viejo y de los suburbios, la zona alta y las chabolas. Había asistido al crecimiento del Ensanche y a la transición hacia la electricidad. Por eso Barcelona le parecía una metrópoli moderna, porque pensaba que las demás se habían quedado tal y como él las había conocido allá en su juventud.

Bragado necesitaba el desequilibrio y la acción. Logró hacer méritos y salvar durante la Semana Trágica el último escollo que se interponía entre él y su ascenso más importante. En aquellos días violentos y conflictivos supo actuar con mano dura sin notoriedad, siempre a la sombra de los grandes nombres y adaptándose a los cambios políticos que se sucedieron. De ella salió fortalecido y quedó bien colocado en la lista de candidatos al cargo de jefe superior de la policía de Barcelona. El nombramiento no se hizo esperar y con el correr del tiempo, una vez hubo tomado posesión del cargo, tanto su nombre como su persona comenzaron a irradiar un respeto que las más de las veces se confundía con el miedo. Lo cierto era que no se había parado en legalidades para intentar controlar una ciudad que llevaba tiempo con las riendas sueltas. Ató corto a los anarquistas, utilizó infiltrados, creó patrullas de ex policías afines y, cuando sospechaba de alguien, no se le caían los anillos a la hora de ordenar que se preparasen pruebas incriminatorias.

Nadie había sido nunca capaz de hacerle caer en desgracia, y con los detenidos siempre se mostraba correcto en grado sumo. Desde que accedió al cargo, jamás se le había escapado un mal golpe. Pero bajo esas aparentes buenas maneras se escondía un interrogador implacable que tenía bien aleccionados a sus pupilos. Ésa era la razón por la que estaba tan bien considerado entre sus superiores: sabían que no actuaría por cuenta propia, que no buscaría la gloria personal en detrimento de la victoria aparente del político de turno. Esteban Bragado ejercía como un jefe gregario que conocía bien sus virtudes y sabía explotarlas, pero nunca olvidaba la mano que le daba de comer.

Aquel día Bragado había quedado con Andreu Cambrils i Pou. Él y el primer teniente de alcalde del ayuntamiento de la ciudad se encontrarían en un lujoso restaurante cercano al paseo de Gracia.

Apuró el cigarrillo ante la puerta de entrada, junto a un portero ataviado con un abrigo rojo con botones dorados que le llegaba casi hasta los tobillos y un sombrero de chistera que llevaba en su base una banda también dorada. Alzó la vista y se vio reflejado en las vidrieras, que mostraban un interior plagado de pesados terciopelos que caían desde los altos techos y daban una calidez demasiado cargada al ambiente. Los comensales iban vestidos con elegancia y Bragado pronto sintió el peso de su traje sobre los hombros. No era barato ni de mala calidad; hacía ya tiempo que su sueldo le permitía vivir con cierta holgura, sin excesivas preocupaciones, pero tantos años de patearse las calles, de vivir enganchado a los bajos fondos tratando con maleantes y buscavidas le habían dejado un porte desgarbado. Caminaba de medio lado, como si cargara siempre con un grave peso sobre sus espaldas, y no era hablador, aunque sabía cuándo era oportuno decir algo y cuándo era más conveniente mantenerse callado. Por eso Andreu Cambrils i Pou confiaba en él.

Accedió finalmente al restaurante. Sus ojos pequeños y huidizos, profesionales de la cautela, hicieron una rápida inspección de las mesas. Conocía a muchos de los comensales, así como las debilidades de unos y de otros. Almacenaba gran cantidad de información en el cerebro sin apenas darse cuenta y cuando quería no dudaba en utilizarla con acierto y sacarle todo su partido con extrema habilidad. Esteban Bragado era un hombre que sabía aprovechar sus oportunidades cuando se le presentaban. Su padre, que había llegado a ser comisario allá en León, le había aleccionado bien: con los poderosos no conviene pensar demasiado, pero sí recordar. Y cada información es valiosa a su debido tiempo, ni antes ni después.

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