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Authors: Andrés Vidal

Tags: #Narrativa, #Historica

El sueño de la ciudad (23 page)

BOOK: El sueño de la ciudad
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Al fondo, solo en una gran mesa, Cambrils i Pou mantenía una conversación amable con un camarero que se ufanaba de poder tratar de tú a tú a uno de los grandes políticos de Barcelona.

—Ah, Bragado. Por fin —exclamó el primer teniente de alcalde de la ciudad.

—¿Llego tarde? —Bragado se sacó el reloj de bolsillo. Faltaban todavía unos minutos para la hora convenida—. Le ruego me disculpe, señor. He tenido que resolver un asunto antes de salir.

—No te preocupes y pide tranquilo. —Cambrils manoteó en el aire, quitándole importancia—. ¿Algo que deba saber?

—No, lo típico: un anarquista que niega serlo —se justificó el policía. Tomando asiento ordenó una sopa de pescado al camarero que ya se iba. Cambrils i Pou ya habría hecho su pedido antes de su llegada.

—Los anarquistas, menuda plaga. Menos mal que nos sirven de excusa para arramblar con todo. En realidad, les deberíamos estar agradecidos.

Andreu Cambrils i Pou trataba a todo el mundo con el mismo sentido de la urbanidad proverbial y responsable. Bragado temía esos encuentros y los rehuía en la medida de lo posible: siempre se movía en la cuerda floja, a medio camino entre la obligatoriedad de cumplir con alguna orden directa y la indefensión de una iniciativa personal y arriesgada. Por eso, y aunque tenía amplia experiencia en el trato con hampones, sabía a lo que se enfrentaba, pues a pesar de los ascensos y los años de carrera no estaba a salvo de «ciertas presiones», como él las denominaba. Decir que no a los requerimientos del político también habría sido una iniciativa personal y arriesgada. La sombra de Cambrils i Pou llegaba lejos y la labor policial siempre precisa de confianza en el compañero: nadie está a salvo de un balazo en un callejón oscuro y anónimo o de un accidente de coche al volver de visitar al padre retirado en León, con la familia… Cosas más extrañas se habían visto.

—El caso es el siguiente, Bragado —comenzó Cambrils—: Barcelona se está ampliando hacia el Besós y el frente marítimo es de gran importancia para nuestra ciudad. Deberíamos cuidar un poco su imagen. En los últimos años los baños de mar han adquirido gran notoriedad. Bien conoce usted el barrio de la Barceloneta, que se está convirtiendo en el centro de ocio más importante de los jóvenes burgueses, con los Baños Orientales y los del Astillero, todos ellos bien preparados para la acción benigna del mar.

—Lo sé, señor Cambrils.

—Y también recordarás lo que nos costó que esa franja de arena estuviese limpia de indeseables. Creo que te tocó lidiar con ellos mientras estaba en licitación el cargo que ahora sustentas —remarcó el edil.

—Lo recuerdo muy bien y nunca le estaré lo suficientemente agradecido.

—Pues resulta que mi primo por parte de madre, Víctor Pou i Artà, es regidor en el ayuntamiento del Pueblo Nuevo y por allí están también pendientes de crear un club deportivo a imagen y semejanza de los que ya poseemos.

—¿En el Pueblo Nuevo? —preguntó el policía procurando disimular su asombro.

—Sí, Bragado. A mí también me sorprendió. Parece ser que la proximidad del Besós no es impedimento para una buena calidad del agua. Yo, por mi parte, prefiero ir a Caldes de Malavella, pero ya sabes lo que dicen: sobre gustos…

—Entiendo.

—El caso es que esas playas, como bien sabrás, están llenas de tugurios de mala muerte, construcciones precarias, putas desdentadas y golfos de todo tipo.

—Sí, no se puede decir que sea un lugar recomendable para dejar la cartera a la vista —concedió el policía.

—Pues eso debe cambiar —afirmó Andreu Cambrils golpeándose la pernera—. Ya está bien de vivir de espaldas al mar. Tenemos que habilitar nuevas zonas para nuestros conciudadanos. No puede ser que pillos y maleantes de todo tipo copen el litoral. A ver si conseguimos que las personas decentes tengan un sitio donde poder remojar los pies en paz.

—Entendido. Supongo que con unas cuantas batidas y un par de cuadrillas de obreros a final de mes todos esos indeseables estarán desalojados y los espacios adecentados.

—De las cuadrillas ya me encargo yo. Lo otro lo dejo en tus manos. Un placer hablar contigo.

Bragado miró al plato disimuladamente. Le acababan de servir la sopa de pescado que había pedido y apenas se había llevado a la boca un par de cucharadas.

Frente a él, Andreu Cambrils i Pou empezó a desmigar uno de los dos lomos de merluza que tenía en su plato, acompañados por dos cigalas bien lustrosas que hasta parecían moverse todavía. El pescado se deshacía en su boca y la salsa verde que lo acompañaba estaba en el punto justo de espesura.

Bragado agitó la cabeza como borrando de ella una visión que no quería tener y dejó la cuchara a un lado. Se limpió las comisuras de los labios. Saludó con una inclinación de cabeza al político, que masculló algo ininteligible, y se retiró abotonándose la chaqueta. El sol de la tarde recién iniciada le hirió en los ojos al salir de la semioscuridad del suntuoso local. En la calle se cruzó con un mendigo que apartó de inmediato la vista al reconocerlo. Si hubiese encontrado un agujero en el suelo hubiera ido a esconderse en él como un avestruz. Pero el jefe Bragado no tenía ganas de engordar la lista de detenidos. Iría a ver a Vicente y a Calzada; seguro que ya le tendrían preparados los cuatro nombres que necesitaba para desarticular el comando de Conde del Asalto. O por lo menos para meter miedo y que se lo pensaran dos veces antes de volver a actuar. El gobernador civil estaría contento. Después se pondría con lo de Cambrils i Pou.

Capítulo 20

Juan acudía al camposanto de Montjuïch todos los años. Era primero de noviembre y siguiendo la tradición que madre le inculcó siendo tan sólo un crío de visitarlo el día de Todos los Santos, como tantos otros ciudadanos, tenía por costumbre honrar a los muertos en esa jornada. El Cementerio del Suroeste había sido inaugurado el 17 de marzo de 1883, después de que el de Pueblo Nuevo se quedara pequeño. El alcalde Rius i Taulet, en su afán modernista, lo había mandado construir al arquitecto Leandro Albareda. Encaramado a la falda de la montaña, albergaba los cuerpos de mucha de la gente que Juan había conocido a lo largo de su vida, personas a quienes la tragedia, la enfermedad o la mano dura del tiempo había acabado por empujar a aquella especie de ciudad dormida. Todavía recordaba a Josep Ramon Martí, aquel hombre tan amable que les había ayudado a buscar casa a Carmela y a él a su llegada, cuando tan sólo disponían de las pocas monedas que habían conseguido ahorrar tras el casamiento. Juan había sabido que unos pocos años atrás falleció en su casa, solo, con más de ochenta años. Él pensaba ahora que ése era un buen lugar donde pasar la eternidad, con el mar Mediterráneo bañando la base de aquellas piedras.

Muchos otros de sus seres queridos, como sus padres o su abuela Fermina, reposaban lejos de Barcelona, en el cementerio parroquial de San Agustín en Abejuela. En ese pueblecito al sur de Teruel había pasado gran parte de su juventud, y de él guardaba maravillosos recuerdos. No había vuelto a visitarlo desde su marcha, hacía ya tantos años. Al principio el sueldo de conductor de tranvía no le había dado para viajar hasta allí, y luego cada vez le había costado más volver. De todos modos, y a pesar de que no estaba cerca de ellos en aquel día señalado, Juan sentía que guardaba la tradición y los honraba acudiendo al cementerio situado bajo el castillo de Montjuïch. Su propio hermano, Raúl, había muerto en una de sus lúgubres celdas.

Juan había llegado a Montjuïch en el Ferrocarril de Villanueva. El movimiento sinuoso del mar y el sonido arrastrado de las olas le inspiraban calma. Atravesó la entrada donde había colocada una placa conmemorativa del día de su inauguración y subió las primeras escaleras. A ambos lados empezaban los nichos, incrustados entre las piedras ocres de la montaña convertida en una armoniosa necrópolis. Otros visitantes entraban junto a él en silencio.

En aquella mañana soleada el cementerio aparecía atestado; los ciudadanos cuidaban de las tumbas de sus difuntos. Juan se fijó en cómo una niña ayudaba a su madre a quitar las hojas y el polvo acumulado de un nicho, perteneciente a su padre probablemente. La pequeña arrugaba la nariz cuando el polvo la molestaba y la hacía estornudar, pero ni se quejaba ni abandonaba la tarea. Juan podría haber traído con él a Guillermo, como hacía con Dimas cuando era pequeño, pero pensó que su sobrino ya había sufrido demasiado. No deseaba hacerle recordar más dolor, así que lo había dejado en casa de un vecino.

Continuó con su paseo. Las esculturas de mármol de gesto melancólico, en forma de ángeles y otras criaturas celestes, velaban el sueño de los muertos. Aquellos lechos también imponían sus propias diferencias de clase. Los panteones alegóricos elaborados por arquitectos y escultores de renombre como Domènech i Muntaner, Llimona o Puig i Cadafalch contrastaban con la fosa común para los pobres de solemnidad y con los nichos de los afanados trabajadores y los
botiguers
. El fuerte aroma de los cipreses lo llenaba todo.

Juan descendió por el otro extremo y llegó hasta el nicho que andaba buscando: el de su hermano Raúl. En él reposaba también Georgina, su esposa y madre de Guillermo. Apartó con la mano izquierda el polvo y la tierra que lo habían cubierto en ese último año y tras abrirse la chaqueta extrajo del bolsillo interior dos flores amarillas, dos narcisos. Los colocó en la cornisa, apoyados contra la lápida y se sentó en un banco de madera situado en el borde del sendero. Frente a él se expandía el mar de nuevo con toda su belleza. Algunas velas tiznaban de blanco el azul intenso y Juan respiró hondo. Comenzó a recordar pequeños detalles de los que ya no estaban: los pliegues que rodeaban los pequeños ojos de su madre mientras tejía uno de esos gorros que tan bien iban para pasar el frío invierno; las manos gruesas y siempre sucias de su padre, acostumbradas a pasarse los días trabajando la tierra; y Raúl, su joven y rebelde hermano, inconformista hasta la médula, que le había seguido a la ciudad y se había quedado sin ver crecer a su propio hijo. Su hermano pequeño había tenido siempre una sonrisa amplia y contagiosa. A Juan le resultó imposible no esbozar una al evocarla, como si su efecto hubiera perdurado más allá de ese final tan rotundo y no hubiera manera de separarla de su memoria.

Tal como esperaba, le había visto entrar en el cementerio hacía ya un buen rato y lo había seguido desde entonces unos cuantos pasos por detrás. Cuando dejó las dos flores amarillas en el nicho se preguntó a quién pertenecería. Quizá a algún amigo suyo que ella no conocía. Estaba convencida de que habría muchísimas cosas que se había perdido en los últimos veintidós años. Su corazón latía rápido y le costaba respirar, no por el cansancio del trayecto, sino por el impacto de volver a ver a Juan después de tanto tiempo.

Al igual que en ella, la vejez había hecho estragos en su aspecto. Una barba a medio crecer y completamente cana cubría en parte su rostro. Su elevada estatura se encorvaba sobre el brazo derecho, como si lo tuviera herido y no pudiera moverlo. Sus ojos parecían cansados, seguro que en parte por culpa suya. No contaba más que cincuenta y dos años, lo sabía muy bien: su aniversario era justo cuatro días después del de Reyes. «Si Sus Majestades se hubieran retrasado unos días, celebraríamos las dos cosas al mismo tiempo», le había dicho ella más de una vez.

La visión de Dimas ya adulto en el hotel la había hecho enloquecer por momentos. Se sentía como si alguien la estuviera empujando a volver a experimentar el sufrimiento de aquello que tanto le había costado dejar atrás, una tortura atroz que se le impuso como si se tratara de un criminal. Sin embargo, su único crimen fue librar a su familia de un mal mayor que les habría condenado igualmente a la separación. Ahora las últimas casualidades acontecidas le daban mucho en qué pensar: como que, por ejemplo, no hacía ni un mes que la habían puesto a limpiar en las habitaciones de todos esos señoritos después de haberse pasado años y años fregando platos en el restaurante. Pese a que hacía ya bastantes días desde que sucediera, aquel encuentro con su hijo había despertado en ella una llama que no conseguía apagar.

Desde aquel día el tiempo transcurría ante sus ojos como si perteneciera a otra persona. Inés, con su carácter impetuoso, reforzado por el vigor de la juventud, que la llevaba a querer saber siempre lo que ocurría, le inquiría repetidamente sobre por qué se perdía en sus pensamientos. «Ay, hija, no me pasa nada», repetía Carmela ante su insistencia, bien durante la cena, bien en una de esas tardes a la semana que aprovechaban para pasar un rato juntas.

—Pues estás de lo más rara, madre —le insistía Inés, en aquella ocasión sujeta de su brazo mientras caminaban por Canaletas, tan sólo dos días atrás.

—No es nada, pesada. Sólo estoy algo cansada.

—Si estuvieras cansada bostezarías o te dormirías, pero no te quedarías callada mirando vete tú a saber dónde mientras yo te cuento la última de mi jefe.

Carmela aguantaba en silencio las dudas de su hija, e Inés apretaba la boca y alzaba una ceja visiblemente disgustada. La verdad era que no tenían a nadie más en el mundo y se lo confesaban todo. Tal vez por eso le estaba costando tanto guardar ese secreto.

Y ahora ahí estaba ella, amparada por la sombra de una higuera del cementerio de Montjuïch y espiando a su esposo. Aunque decidió irse sin mirar atrás, jamás había dejado de serlo. Nunca se había podido arrancar aquel ardor del pecho, aquel dolor sordo que se pudría en la soledad, que aumentaba a rachas como el viento frío que bajaba de la sierra… Deseaba acercarse a Juan y decirle cuánto le echaba de menos, explicarle lo que había ocurrido en todo ese tiempo y revelarle al fin aquella terrible verdad que no podía ni imaginarse. Pero Carmela no hallaba la fuerza necesaria para recorrer los pasos que la separaban de él.

Se mantuvo allí cuando él tomó asiento en el banco de madera: permanecía muy quieto, con la mirada puesta en el mar y una mano estrujando su gorra, ausente y en paz.

Carmela conocía bien su costumbre de visitar el cementerio en el día de Todos los Santos, como también comprendía a la perfección otros detalles de los que nadie más estaba al tanto. Se habían conocido siendo unos críos y lo habían compartido todo; también su sueño de vivir mejor, con más opciones que únicamente compartir la olla de patatas con carnero y el pan eterno y correoso de la semana. Decidieron, como tantos otros, ir a Barcelona, a la gran ciudad. Entonces, con todas las ilusiones intactas y los sueños como regalos por abrir, nadie hubiera imaginado que esa partida acabaría por separarlos.

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