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Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramorea 3

El sueño de los Dioses (26 page)

BOOK: El sueño de los Dioses
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El descenso seguía siendo muy empinado, pero en el suelo de aquel nuevo túnel había alguna extraña sustancia que parecía adherirse a las suelas y evitaba que se escurrieran. Ariel se agachó y la tocó con la mano. Si apretaba con los dedos y empujaba, era incapaz de moverlos: aquel material no resbalaba. Para avanzar había que levantar los pies casi en vertical, lo que sumado a la pendiente suponía un esfuerzo considerable para los muslos.

Caminaron durante horas sin detenerse. Ariel empezaba a notar pinchazos en la parte anterior de los muslos, a los que les correspondía frenar el descenso. Las Atagairas, avezadas a viajar por las montañas de su tierra, parecían incansables, pero Neerya tenía el rostro perlado de sudor y se mordía los labios como si quisiera sofocar un continuo quejido de dolor. Sin embargo, en ningún momento pidió un respiro.

El túnel describía vueltas y recodos a ambos lados, y a veces la pendiente se acentuaba o se suavizaba. Todas acabaron desorientadas, sin saber a qué profundidad se hallaban, o si lo que tenían encima era la ciudad, algún rincón despoblado de la isla o las aguas del mar.

Llegó un momento en que los luznagos, agotados, empezaron a adormilarse y perder brillo. A Ariel la espantaba la idea de encontrarse encerrada en la oscuridad absoluta. No era la única, a juzgar por las miradas de las demás. Pero conforme los luznagos se debilitaron hasta parecer febles ascuas en una hoguera moribunda, las exploradoras descubrieron que las paredes emitían un tenue resplandor blanquecino.

—¿Han estado brillando todo el rato? —preguntó una de las Atagairas.

—Seguro que no —dijo Antea—. Me habría dado cuenta.

—Esta luz es nueva —corroboró Tríane—. Debemos estar muy cerca. ¿Ziyam?

La reina marchaba la primera, todavía sumida en un semitrance, aunque no había vuelto a ponerse la máscara.

—Sí —contestó con aire ausente—. Cerca. Muy cerca.

Hasta entonces habían caminado dentro de la zona de luz proyectada por los luznagos, dejando atrás tinieblas y avanzando hacia nuevas tinieblas. Pero ahora divisaron al fondo un pequeño círculo de claridad, más intensa que la difusa fosforescencia emitida por las paredes del túnel. Ziyam apretó el paso y las demás mujeres la imitaron.

Ariel observó a Neerya. Llevaba un rato caminando como una muerta en vida, con los brazos caídos y la mirada perdida. Ariel se acercó a ella, le tomó la mano y le susurró:

—No va a pasar nada. No les voy a dejar que te hagan nada malo.

Neerya pareció despertar al oír sus palabras y esbozó una sonrisa triste.

—¿Me defenderás con esa espada?

Se lo había preguntado en un idioma que no era Ritión ni el de las Atagairas. Ariel, que comprendía todos los lenguajes sin saber por qué —aunque empezaba a sospechar que era un don heredado de su madre—, tardó unos instantes en darse cuenta de que estaba hablando en Pashkriri.

—Se la voy a devolver —respondió, como si Neerya le hubiera echado algo en cara.

—Ojalá tengas ocasión. —Neerya se agachó un poco y susurró—: Va a pasar algo terrible. Te suplico que no uses más a
Zemal
.

—¡Silencio, ramera de lujo!

Ariel se volvió. Su madre estaba detrás de ellas y también había hablado en Pashkriri.

—Puedes estar segura de que a ti sí te ocurrirá algo terrible si vuelves a dirigirte a mi hija —añadió Tríane, empujando a Ariel para apartarla—. Recuerda a quién tienes que obedecer y ser fiel —le dijo a ella en otro idioma que tampoco era Pashkriri, sino el que hablaba con Ariel cuando era más pequeña. Derguín lo llamaba «Arcano».

—Sí, madre —contestó Ariel. ¿Cómo podía ser fiel a su madre, y también a su padre, y a la vez evitar que Neerya sufriera daño? ¿Por qué la vida tenía que presentarle disyuntivas que era incapaz de resolver?

La luz no había dejado de crecer. Por fin salieron del túnel y se encontraron en una gran sala que, después de tantas horas caminando entre angostas paredes, se les antojó tan espaciosa como la bóveda del cielo.

Ariel tardó unos segundos en darse cuenta de que lo que estaba viendo era una cúpula achatada de más de cincuenta metros de diámetro. El resplandor provenía de cientos de nervaduras blancas de un palmo de ancho que subían como radios por las paredes hasta unirse en el centro, a unos quince metros de altura.

Era precisamente el centro lo que atraía las miradas de todas.

—Ahí aguarda el Durmiente —susurró Ziyam.

durmiente miente dur el dur aguarda guarda miente

Las palabras de la reina habían despertado extraños ecos, voces que no eran la suya y que se mezclaban en ritmos desconcertantes. Esas voces, aunque rebotaban en todas partes, parecían provenir del centro y se clavaban en los oídos como un cristal rayando una pizarra.

—Va a ocurrir algo muy malo —repitió Neerya.

—Estoy de acuerdo contigo, mujer —murmuró una de las Atagairas.

Pasonorte

M
ikhon Tiq estaba sorprendido y, en cierto modo, embelesado. Un par de horas antes había utilizado sus poderes para algo insospechado. ¡Había atisbado el origen de la vida! Según las teorías de filósofos y médicos, cuando la semilla de un varón fecundaba el vientre de una mujer, tomaba la forma de un homúnculo, un ser humano en miniatura, prácticamente con las mismas proporciones que un adulto. Muchos de esos autores, como Arkhómenor o Iluhaspur, aseveraban además que la hembra era un simple receptáculo, aduciendo como argumento la frase ritual con que los padres Ritiones ofrecían a sus hijas en los esponsales: «Te entrego a esta mujer para que siembres en ella hijos legítimos». Por supuesto, tales autores obviaban la cuestión del parecido que suele existir entre hijos y madres.

Cuando la joven vino a consultarle, Mikhon Tiq recurrió a sus sentidos de Kalagorinor y «vio» en el interior de su vientre algo que no parecía un ser humano, sino más bien una mezcla entre pez y renacuajo, con dos ojos diminutos e inexpresivos como los de una gamba. Sin embargo, también había captado que todo iba bien, que aquella criatura estaba sana y no era ningún monstruo que fuese a nacer con aletas o cola de pescado.

Y le latía el corazón. El mismo corazón que a Mikhon Tiq se le había parado cuando Linar lo ahorcó de aquel pino.

Cavilando sobre su visión, Mikhon Tiq caminó sin rumbo. Su paseo lo llevó hasta la taberna de Gavilán. Los soldados contaban que Derguín había organizado una buena pelea en ella, aunque Mikhon Tiq sospechaba que más bien se habría visto involucrado contra su voluntad: su amigo nunca había sido proclive a montar broncas. Ahora el local —el solar, más bien— estaba desierto, con las mesas recogidas. Nadie lo vigilaba. Gavilán había grabado su nombre con hierros candentes en todas las mesas y las sillas, y ni el más insensato se habría atrevido a robarle ni tan sólo un mueble.

Allí estaba Derguín, sentado en el suelo ante la estatua de Anfiún.

Sin decir nada, Mikhon Tiq se acercó a la imagen del dios y apoyó la mano en ella. Aparentemente, era madera. Pero transmitía una extraña vibración a su palma, similar a la que notaba al acariciar la vara que le había arrebatado a Ulma Tor. ¿Sería también de materia transmutable? Sintió la tentación de pronunciar la palabra «bronce» o «mármol» para comprobar si la escultura se metamorfoseaba, pero prefirió no hacerlo delante de Derguín.

Había cosas que Derguín no debía saber. Ni ahora ni, tal vez, nunca. ¿Cómo les había dicho Linar en aquella ocasión?

«Siempre ha habido hechos que se ocultan a la mayoría, y también otros que se ofrecen a la vista de todos pero que nadie alcanza a entender. Os movéis en un estrecho sendero, rodeados por sombras que apenas atisbáis, salvo en vuestras peores pesadillas.»

Derguín ya había atisbado las sombras y se había enfrentado a ellas. Pero ¿estaría preparado para afrontar que las más tenebrosas anidaban en el corazón de su mejor amigo?

—¿No duermes, Derguín?

—¿Dormir? ¿Qué es eso?

Mikhon Tiq se sentó a su lado, descansando cada pie encima de la rodilla contraria.

—Nunca he conseguido hacer eso —dijo Derguín.

—Este truco es mío, no me lo enseñó Linar. Siempre he sido muy flexible.

Como un junco. Y como un junco tendré que inclinarme ante la tormenta, pues si intento ser de hierro me partiré en dos
.

—Dime, Mikha, ¿a ti también te he decepcionado?

Mikhon Tiq captó la amargura en la voz de su amigo. Era una de esas noches en que uno se siente como un jarrón roto y necesita que alguien recoja sus pedacitos del suelo, los pegue y vuelva a poner el jarrón de pie en su peana.

—Dicen por ahí que la fiesta de la taberna ha estado muy animada —aventuró.

—No te haces idea.

—Me la haré si me lo cuentas. Vamos.

Tras unos momentos de duda, Derguín se desahogó y le relató todo lo que había ocurrido en las últimas horas. Se le veía realmente abatido. Estaba convencido de que había defraudado a Baoyim y a Kybes, y también a Gavilán y a una camarera a la que no conocía pero que, al parecer, lo admiraba.

Y, sobre todo, se arrepentía de haber desilusionado a Kratos.

—Por eso te preguntaba a ti. Si no te decepciono pronto, seguro que te sentirás decepcionado. Bonito retruécano, ¿verdad?

Mikhon Tiq rodeó el hombro de Derguín con el brazo y lo atrajo hacia sí.

—Nunca me has decepcionado, Derguín. Desde que impediste que violaran a esa chica en la cacería secreta, supe que siempre serías un héroe para mí.

—Un héroe que se dedica a apalizar borrachos.

—Concedamos, al menos, que apalizar a veinte borrachos no es una proeza al alcance de todo el mundo. Sobre todo si son curtidos mercenarios.

Derguín soltó una carcajada.

—Eso es cierto.

—¿No has comido ni bebido nada después de la aceleración?

—Un poco, pero lo vomité. Ahora me duele todo el cuerpo, pero me temo que no es por los golpes, sino por la Tahitéi.

—Por eso mismo deberías dormir.

—No puedo pegar ojo. No... No dejo de pensar que he fracasado. Eso me atormenta.

—No digas eso. Te exiges demasiado.

—Soy... Era el Zemalnit. Un veterano al que respeto me dijo que ya no soy una persona, sino un símbolo. Que debo ser sublime en todo momento.

—Nos resulta muy fácil exigir a los demás que sean sublimes, porque siempre esperamos de los otros más de lo que deberíamos. Pero todos somos iguales. Simples mortales, humanos.

Derguín giró la cabeza y lo miró a los ojos.

—¿Has dicho lo que he creído oír?

—Mi corazón ya no late y mi cuerpo no envejece como el tuyo. Pero no he perdido la condición humana, Derguín.

—¿Y en qué consiste la condición humana?

Mikhon Tiq se quedó pensativo. No había una respuesta sencilla. ¿Era humana la diminuta criatura que había visto en el vientre de aquella joven? ¿Linar, Kalitres y él eran humanos? ¿Habían sido humanos el fanático Yibul Vanash, los salvajes Glabros? ¿Lo habían sido los dioses en algún momento?

Se dio cuenta de que Derguín llevaba un rato en trance, casi sin respirar, con la mirada perdida en la nada.

—¿Qué te pasa? Dime algo, Derguín. ¿Qué te ocurre?

—¡Rimom! ¡El templo de Rimom!

Mikhon Tiq dio un respingo. Derguín se apartó de él y empezó a dar brincos en el suelo como si se hubiera vuelto loco.

—¿De qué estás hablando?

Su amigo se volvió hacia él, con los ojos muy abiertos.

—¡La espada! ¡La está usando! ¡He visto algo!

—Cálmate, Derguín.

—Esa sala... ¡Es el templo de la oniromante! ¡Ariel ha usado la espada y está en Narak!

—¿Para qué?

—No lo sé. Pero al menos...

Tan de súbito como había empezado a saltar, Derguín se desanimó y se desplomó sobre una de las sillas de la taberna.

—¿Cómo ha podido llegar tan rápido a Narak? Aunque partiera esta misma noche y galopara solo con
Riamar
, tardaría diez días en alcanzar el mar, y después tendría que encontrar un barco que me llevara hasta la isla. Para cuando llegue, quién sabe dónde podrá estar Ariel.

—No hay caballo en Tramórea que galope más rápido que
Riamar
, de eso estoy seguro. Pero existen otras formas de viajar.

—¿Qué quieres decir?

—¿Recuerdas cuando Kratos, tú y los demás huisteis del castillo de Grios y acabasteis metidos en aquella hondonada, rodeados de arqueros?

Derguín asintió.

—Entonces nos llegó la salvación desde el aire.

—Y así volverá a ser ahora, Derguín.

—Este mismo mes cumpliré cuarenta y un años —dijo Kratos.

—Según Ahri, la plenitud de un hombre se da entre los cuarenta y los cincuenta.

—Aparte de un pelmazo, Ahri es un filósofo y un pensador. Yo soy un guerrero. ¿Cómo voy a estar en la plenitud?

—Sigues en forma. Incluso cuando tenías el hombro lesionado derrotaste a aquel fanfarrón de Malabashi, y después venciste a los dos gemelos Rasgados.

Sí, Kratos seguía en forma, eso era cierto. Pero sólo porque se sometía a una disciplina estricta. Ejercicio todos los días, ni más ni menos de la cuenta. Comidas cada vez más frugales, porque digería peor y porque además la grasa se le acumulaba en la cintura cuando hacía excesos; si había algo que no soportaba era pellizcarse y pillar una lorza de carne blanda entre los dedos. Vino y cerveza con moderación: las noches de juerga le cobraban una factura onerosa, y al día siguiente se le hinchaban las mejillas y se le formaban unas bolsas debajo de los ojos que lo hacían parecer diez años mayor. Teniendo una amante tan joven, cualquier señal de vejez le daba pavor. Al menos, gracias a que se afeitaba el cráneo no se le notaban las entradas ni las canas, lo que parecía conservarlo en una edad más o menos indeterminada.

Sin embargo, el tiempo era inexorable. Por el momento, Kratos aparentaba ser sólido como el torreón, con sólo algunas grietas y boquetes que tapar. Pero pronto empezaría a desmoronarse, y cuando eso ocurriera sería como el resto de esa ciudad, una ruina decrépita.

Y sin posibilidades de reconstrucción.

Aidé le puso las manos en los hombros. Kratos no tenía ganas de contacto, pero no quería herirla; no, después de todo lo que había hecho esa noche, así que dejó que ella le rodeara la cintura con los brazos y le apoyara la cabeza en la espalda.

—No debes estar resentido con Derguín. No es una emoción digna de alguien grande.

—Cierto. Sólo se resienten los pequeños.

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