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Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramorea 3

El sueño de los Dioses (22 page)

BOOK: El sueño de los Dioses
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—Sorprendente —respondió Derguín, fingiendo indiferencia.

—Le gustan las novelas Ritionas. Una chorrada, ya sabes. El duque Forcas, que los dioses tengan en su gloria, también las leía. Así nos iba a todos, claro.

—Sé de qué me hablas. En el taller de mi padre copié más de una de esas novelas.

—La realidad es más asquerosa y desagradable que los libros, claro. Los que nos dedicamos a la guerra sabemos que es mucho más sucia que esas batallas que describen, y que no existen caballeros tan nobles ni galantes.

—Ajá.

—Ella también lo sabe de sobra. Ha tenido una vida muy dura.

—¿Piensas llegar a alguna parte, Gavilán?

—Tú eres el Zemalnit. Eres una chispa de luz en este mundo tan oscuro y hediondo.

—Yo ya no soy quien...

—Cállate un rato.

Derguín enrojeció, pero cerró la boca y se concentró en el pichel para disimular su rubor.

—He oído hablar a Orbaida de cómo cabalgaste tú solo contra miles de pájaros del terror, como si lo hubiera presenciado con sus propios ojos. Para ella eres el personaje de una de las novelas que lee cuando tiene un rato libre. ¿Lo entiendes?

—Un personaje.

—Sí, un personaje. No una persona. No puedes permitirte ser vulgar como el viejo Gavilán, porque no eres un soldado, sino un símbolo. Debes ser sublime y elegante como un dios.

Gavilán se levantó.

—No voy a decirte que no vuelvas a entrar en mi local,
tah
Derguín. Tampoco te voy a pedir que desde ahora bebas agua de la fuente. Pero te ruego que no olvides quién eres.

Menudo sermón filosófico me ha echado el viejo
, pensó Derguín. Le dio un trago a la cerveza, y de pronto le supo amarga como metal recalentado. Sí, era mejor irse y dejar de defraudar a la gente que tanto esperaba de él.

Yo sólo era el que empuñaba la espada. Ahora la espada no está, y yo no soy nadie. Sólo aire condensado que parece tomar la forma de una persona, pero no tengo más entidad que el personaje de una novela. Y la mía ya se ha terminado
.

—¡Eh,
tah
Derguín! ¡Zemalnit! ¡Ven aquí!

Derguín levantó la mirada. Desde la mesa del Jauría, Abatón le hacía señas y lo llamaba con voces estentóreas. Derguín hizo un gesto de negativa, tratando de no mostrarse desdeñoso, y bajó la mirada a la mesa.

Un minuto después, una mano dura como una tenaza lo agarró del codo y tiró de él sin contemplaciones.

—¡Ven a beber con nosotros!

El general en persona se había levantado a buscarlo. Eran los privilegios y las servidumbres de ser el Zemalnit. De
haber sido
el Zemalnit, el símbolo, el personaje. ¿Qué pasaría cuando todos se enteraran de que había extraviado la Espada de Fuego? El secreto sólo lo conocía gente de confianza: Mikha, Kratos, Baoyim y Kybes. Pero aunque fuesen mudos como tumbas, eran cuatro personas al corriente. Demasiadas.

No convenía malquistarse con Abatón. Kratos le había hablado de él, definiéndolo como alguien a quien no se le debía dar la espalda. De modo que Derguín se puso en pie y se resignó a aceptar la invitación.

Abatón era diez centímetros más alto que él y tenía el cuerpo de un atleta. Con un parche en el ojo su aspecto habría mejorado bastante, pero debía considerar que la cuenca vacía y atravesada por una cicatriz le otorgaba un aspecto más temible y autoritario. Sin soltar el brazo de Derguín, lo condujo hasta su mesa y lo acomodó a su derecha.

Si quince estaban apretados, con un comensal más los codos y los hombros no hacían más que chocar, y los pies se enredaban por debajo de la mesa y golpeaban patas o espinillas. Abatón se empeñaba en hablarle como si estuviera sordo, acercándose tanto que lo rociaba con su saliva. Derguín sabía que, después de tantas cervezas, su aliento no debía de oler precisamente a rosas, pero el del general lo estaba mareando. Se sumaba el tufo rancio y apelmazado de la ropa transpirada, más el olor grasiento y ya revenido de los restos de un enorme muslo de ave que reposaban en el centro de la mesa. Algunos opinaban que, transcurridos unos días, la carne de los pájaros del terror estaba más sabrosa, como la de las perdices. Pero en ese momento Derguín, con el estómago revuelto, no podía estar de acuerdo.

La conversación era estridente, rápida y a la vez repetitiva, un enjambre de abejas que pasaban zumbando junto a sus oídos. A Derguín le daba vueltas todo y a ratos le parecía que veía moverse los labios de un hombre mientras que la voz de otro le llegaba con retraso o quizá con adelanto.

—¿Nos enseñas la corona al valor,
tah
Derguín?

—¡Qué estupidez! ¿Crees que la lleva encima?

—Yo la llevaría encima hasta para cagar si me la dieran. Pero, claro, yo soy un vulgar soldado, y en la vida me concederán una condecoración como ésa.

—Tú no eres amigo del comandante en jefe. Siempre hay clases.

—Tampoco cargaste tú solo contra esos chiflados de los Glabros.

—¡Solo no, rodeado de tías en pelotas! ¡Ya me habría gustado estar allí!

—No habrías tenido cojones.

—¿Cómo que no? Dame una armadura, una espada mágica y un unicornio, y verás cómo cargo contra todos los dioses del Bardaliut si hace falta.

¿Conque ésas tenemos?
, pensó Derguín, y contestó al audaz:

—Pues ánimo, que a lo mejor te hará falta.

—¿Crees que no lo haría? —El soldado, que tenía una barba fosca y salpicada de espuma, lo miró entrecerrando los ojos—. ¿Te burlas de mí?

—¡Nada más lejos de mi intención!

—Porque yo tuve que cargar a pie contra esos putos demonios de ojos amarillos.

—De ojos amarillos como el mariquita de tu amigo, Zemalnit —intervino otro.

—Y lo hice con una lanza y una espada mellada, y un peto de cuero al que le faltan la mitad de las escamas. ¿Por qué no me dan a mí el premio al valor?

—Te propondré para él, descuida —replicó Derguín—. Aunque vuestra compañía me es muy grata, creo que voy a irme a dormir.

Trató de levantarse, pero Abatón lo agarró del brazo y lo volvió a sentar, aprovechando que el equilibrio de Derguín era un tanto precario.

—¡Por favor, Zemalnit, no nos prives de tu compañía! ¿O debería decir
ex
Zemalnit?

Derguín notó cómo le huía la sangre del rostro.
Así que de esto va todo
, pensó.

—Ya te he dicho que me voy. Tengo sueño y he bebido más que suficiente. Gracias por tu invitación. Os dejaré pagada otra ronda.

Abatón seguía sin soltarle, y de nuevo le asperjó de babas la mejilla al decirle:

—Cuentan que en Narak también te quitaron la espada. ¿Sabes que eres el único Zemalnit de la historia que la pierde
dos veces
?

—No sé de qué estás hablando.

—Los rumores corren,
tah
Derguín. Sabemos que tu espada ha desaparecido. ¿A quién se la regalaste, a esa zorra pelirroja de las Atagairas?

Sabía que no debería haberse sentado allí. Abatón estaba muy borracho y era de esos tipos que tienen mal vino. O malas intenciones. O ambas cosas a la vez.

Pero no era el único que lo estaba acosando. Los quince hombres del Jauría parecían orbitar y danzar a su alrededor cual lebreles hostigando a su presa. En todos los ojos brillaba el mismo odio.

En Narak le había ocurrido algo similar. Después de dos años allí, Derguín creía que los Narakíes lo admiraban, para descubrir al final que en realidad lo aborrecían. O quizá estaban divididos; pero el odio y la envidia siempre saben gritar en voz más alta que el amor y la admiración.

Recordó la frase de su acusador en el juicio de Narak: «¿Quién se cree que es ese Zemalnit para llevar siempre la espada colgada a la cintura con la vaina hacia atrás, como un Ainari, como si no le importara ensartar a alguien con ella?». Cuando alguien está en tu contra, cualquier detalle, el más nimio, lo interpreta como una muestra de hostilidad o prepotencia.

En cualquier caso, lo mejor era poner pies en polvorosa cuanto antes.

Derguín logró zafarse de la garra del general y volvió a ponerse de pie. Todos en la taberna lo estaban mirando, como si en las otras treinta mesas no hubiese nada interesante de lo que hablar. Cientos de ojos escudriñándolo, cientos de oídos escuchándolo.

Y todos parecían saber que le habían robado la Espada de Fuego.

No puede ser
, se dijo.
Todos no pueden saberlo
. La mezcla del alcohol y la privación de
Zemal
lo estaban volviendo paranoico.

—Hay gente a la que crees tu amiga y que no es tan de fiar como parece,
tah
Derguín —insistió Abatón, y volvió a agarrarlo, aunque esta vez no consiguió que se sentara.

—Eso es asunto mío.

—Tú se lo dijiste a Kratos, a tu amigo del alma Kratos. Pero no hay nada que sepa él que no me cuente. ¡Somos uña y carne!

—Me alegro de saberlo.

¿Kratos lo había traicionado? Derguín le había dejado bien claro que no debía contar nada, que incluso podía poner su vida en peligro.

—Quieres irte, ¿verdad, Zemalnit? Pues es lo mejor que puedes hacer. Nosotros somos soldados honrados, soldados de verdad.

—¡Bien por el general!

—No necesitamos magia para sentirnos más hombres. Combatimos con esto —se aporreó el corazón— y con esto —se apretó los testículos, lo cual, por alguna razón, le hizo soltar un eructo.

—¡Bien dicho!

—No somos críos de teta a los que quitan de escribanos para regalarles un premio que no se merecen. ¡Kratos sería mil veces mejor Zemalnit que tú!

Derguín bajó la voz, mirando fijamente a los ojos a Abatón. O más bien al ojo. La órbita vacía del otro le resultaba demasiado repugnante.

—Te ruego que me sueltes, general. Esta conversación ha dejado de interesarme hace rato.

—¡Qué importante es el niñato! —dijo otro de los soldados.

Abatón seguía sin soltarlo. Hacía ya mucho rato que el contacto había pasado de amistoso a molesto, y de molesto a ofensivo.

Con la ira, a Derguín se le estaba despejando la borrachera y casi se había olvidado de los calambres del brazo. Así pues, la ira debía ser algo bueno.

—Suéltame, general —repitió en voz muy baja.

—O si no, ¿qué? —dijo Abatón, poniéndose en pie y acercándole la cara como si fuera a propinarle un cabezazo—. Sin tu espada llameante no eres nadie.

—¿Has oído hablar del Arbalipel?

—¿Del Arbaliqué? ¡Aaaaay!

Derguín agarró la muñeca de Abatón con la mano izquierda y la dobló hacia arriba, forzándola al máximo. Después tiró de él con todas sus fuerzas. El general no tuvo más remedio que seguir el movimiento para reducir el dolor en su muñeca y evitar que se la luxara.

Arbalipel.

«Porque alguna vez no tendréis a mano una espada ni una lanza ni un arco, ni tan siquiera un mísero cuchillo», les había dicho Hriros, su maestro instructor de Arbalipel en la academia de Uhdanfiún.

«¿Vas a enseñarnos a huir sin pagar de las casas de putas?», le había preguntado Deilos, que siempre se hacía el gracioso. Él fue quien voló por los aires con la primera llave de Hriros.

Ahora, Derguín siguió acompañando y acelerando el movimiento de Abatón. Cuando lo soltó, el general iba tan rápido —y tan borracho— que dio un traspiés y cayó sobre una mesa en la que Orbaida acababa de depositar una bandeja con patatas y salchichas humeantes.

Resultaba complicado explicar a aquellos comensales que Derguín no había tenido la culpa. Tanto como razonar con los soldados de Abatón. De repente, se encontró solo contra más de veinte hombres borrachos como cubas y con ganas de pelea.

—¡A por él, Invictos! —gritó uno.

Un hombre del Jauría agarró a Derguín por el cuello de la casaca para darle la vuelta y propinarle un puñetazo. Mejor habría hecho pegándole directamente. Derguín cerró la mano y, con el impulso de su propio giro, le dio un golpe de martillo en la oreja y le rompió el cartílago.

No había mucho tiempo para pensar. El tipo de la barbaza estaba levantando su jarra para estampársela en la cabeza, mientras que por detrás alguien le acababa de clavar el puño entre los omóplatos.

Eran muchos. Demasiados. Si caía al suelo, tardaba en levantarse y empezaban a pegarle patadas en las costillas y en la cabeza... En las calles de Koras había visto morir así a más de un infortunado, en peleas que empezaban medio en broma y terminaban en entierro.

Pero hoy no sería el funeral de Derguín Gorión.

Observó la distancia que lo separaba de la salida de la taberna y calculó una fracción de segundo a qué aceleración recurrir. La serie de números de Mirtahitéi desfiló a toda velocidad por su cabeza.

Notó un calor ardiente y un desgarrón que partían de su zona lumbar, un latigazo cruzó su columna vertebral y un fuego líquido recorrió sus venas.

Los últimos vapores del alcohol se esfumaron, y el mundo entero se volvió más estable y más lento.

Él sabía que no estaba ocurriendo así, que nada había cambiado en el exterior. Era su percepción del tiempo la que se había modificado y por eso sus rivales parecían moverse a la mitad de velocidad. Si en ese momento Derguín hubiera competido en una carrera de cien metros con un caballo, lo habría derrotado por varios cuerpos de ventaja.

Con las fuerzas que le brindaba Mirtahitéi, levantó sobre su cabeza al tipo de la barba y lo propulsó por los aires. El soldado, que pesaba más de noventa kilos, cayó sobre tres de sus compañeros y los derribó.

Acelerado, era fácil caer en la tentación de descargar sus nudillos contra la mandíbula de alguien. Mirtahitéi no endurecía los huesos, así que, aparte de dejar sin dientes a su contrincante, lo único que podía conseguir de ese modo era romperse una mano. Mejor utilizar otros objetos.

En el Arbalipel también les habían enseñado a manejar palos, cadenas, sillas, incluso platos. La clave estribaba en improvisar un arma con cualquier cosa. Derguín tomó el taburete más cercano y lo rompió contra la mesa. Pertrechado con una pata en cada mano, empezó a repartir golpes por doquier.

Por suerte para él, aparte de la envidia que muchos pudieran sentir por el Zemalnit, no había que olvidar la rivalidad entre compañías y batallones. La pelea se generalizó en la taberna, pero no todos luchaban contra él.

Poco a poco se fue abriendo paso hacia la puerta, que no era más que un hueco abierto entre dos muretes. Superado por un número abrumador de adversarios, no tenía tiempo de andarse con contemplaciones y los golpes que descargaba surtían efectos demoledores. Aunque él los oía más lentos y graves, los chasquidos de los huesos al romperse eran inconfundibles. Se agachó, se levantó, giró el cuerpo, esquivó puños y patadas, siempre moviendo los palos a ambos lados como aspas de un molino impulsadas por un huracán. En alguna ocasión hundió las punteras de sus botas en vientres y testículos, y a un infortunado le partió la rodilla con el talón; pero procuró levantar los pies lo menos posible, pues no habría sido muy oportuno resbalar con la pierna de apoyo y caer al suelo. Avanzó describiendo giros, barriendo a su espalda con las patas del taburete para que nadie creyera que podía atacarlo impunemente por detrás.

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