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Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramorea 3

El sueño de los Dioses (33 page)

BOOK: El sueño de los Dioses
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Todo llegaría. De momento, disponía de su compañía de elegidos.
Con estos hombres puedo ir al fin del mundo
, pensó.

Togul Barok no cargaba con escudo, ni grande ni pequeño. Atada a la espalda llevaba la vara negra que le había arrebatado al Sabio Cantor de la Tribu en su peregrinación por los túneles subterráneos que se extendían bajo la isla de Arak. En la mano derecha llevaba una lanza arrojadiza de dos metros de longitud, y ceñida a la cintura una espada de Tahedo. Era obra del espadero Jalkeos, la segunda
Midrangor
o «Justiciera», cuya antecesora se había quebrado al chocar contra
Zemal
.

No era un recuerdo que lo obsesionara ahora.
Zemal
ya caería en sus manos como fruta madura, así como la cabeza de su medio hermano Derguín Gorión. Todo llegaría a su tiempo.

De momento, su mundo se reducía a dos círculos. Uno inmóvil, el de sus guerreros. El otro, formado por hombres y caballos, fluía como un río a su alrededor.

Una flecha voló hacia él. Togul Barok no se molestó en apartar la cabeza, aunque el proyectil iba tan cerca del blanco que le rozó el yelmo con un áspero rechinar.

Envalentonado, un jinete con un estandarte se separó de los demás y se plantó a lo que debía creer una distancia segura. Después hizo encabritarse a su caballo y levantó el pendón bien alto sobre su cabeza.

—¡Soy Ilam-Jayn, perro Ainari! —gritó, mirándolo directamente—. ¡Voy a cortarte la cabeza y a ponerla en la pica delante de mi yurta!

Era el momento esperado. Togul Barok levantó la lanza en la mano derecha y gritó:

—¡Urtahitéi!

Cuando notaba el fuego que corría por sus venas y entraba en la tercera aceleración, Togul Barok siempre sentía que todo el mundo a su alrededor se frenaba, que el flujo del tiempo se convertía en resina. Esta vez fue distinto.

Esta vez otros doscientos veinticuatro hombres entraron en Urtahitéi con él.

Los soldados que estaban en el exterior del círculo desembrazaron los enormes escudos y los empujaron al suelo. Después, arrancaron a correr, y los demás los siguieron. A ojos de Togul Barok, sus piernas se movían a velocidad normal, pero los banderines que algunos llevaban cosidos a la espalda ondeaban de repente mucho más despacio, como si el viento hubiera amainado. Y así era para ellos.

Al mismo tiempo que corrían hacia los Trisios, los hombres de la compañía Noche arrojaron sus jabalinas con la energía acrecentada que les prestaba la Urtahitéi.

Los jinetes bárbaros apenas tuvieron tiempo de oír el agudo silbido del aire cuando las jabalinas los alcanzaron a más de trescientos kilómetros por hora. Incluso a esa velocidad casi inconcebible, cada uno de esos proyectiles iba cuidadosamente dirigido, y casi todos ellos acertaron en el blanco. Pues el blanco en cuestión era grande: los Ainari no habían apuntado a los jinetes, sino a sus monturas.

Al menos la mitad de los caballos cayeron en aquella andanada. En algún caso, la lanza impactó con tanta fuerza que atravesó la pierna izquierda del jinete, se abrió paso por el cuerpo del animal, asomó por el costado y su punta llegó a clavarse en la otra pierna humana.

Ciento cincuenta caballos derribados en una formación de trescientos suponían el caos. Los corceles que salieron ilesos tropezaron con los que habían caído, o al intentar esquivarlos chocaron con los que galopaban a su lado.

En cualquier caso, los Trisios no tuvieron tiempo de reorganizarse. Tras disparar las lanzas, los Ainari soltaron los escudos, desenvainaron sus espadas y cargaron contra los Trisios a tal velocidad que ni el más rápido de los caballos habría logrado escapar de ellos.

Togul Barok lanzó su jabalina contra el abanderado y lo atravesó de parte a parte. Pero no era su objetivo principal. Empuñando a
Midrangor
, corrió hacia Ilam-Jayn y rugió:

—¡El jefe es mío!

No había disparado contra su caballo porque quería abatir al caudillo Trisio mientras éste aún seguía montado. El corcel de Ilam-Jayn se había quedado congelado en pose rampante, como si lo hubieran bordado en un escudo de armas.

Antes de que volviera a posar en el suelo los cascos delanteros, la espada del emperador le cortó limpiamente las dos patas de apoyo. El caballo cayó con una lentitud que a Togul Barok, en su estado, le pareció casi sobrenatural. Ilam-Jayn saltó de su lomo para evitar que el peso de su montura le cayera encima. Pero al hacerlo se precipitó sobre Togul Barok, que lo interceptó en el aire con la mano izquierda y detuvo su caída.

Los ojos del Trisio se abrieron como platos, sus mandíbulas se separaron en un grito que a Togul Barok le llegó como un lento bramido lleno de
úes
. Ilam-Jayn intentó desenvainar su propia espada, pero su mano ni siquiera llegó a rozar la empuñadura. Sujetándolo en alto con un brazo, Togul Barok lo decapitó con el otro. Después arrojó el cuerpo al suelo y se agachó para recoger la cabeza.

El estandarte de los Trisios no andaba muy lejos. Mientras sus soldados se dedicaban a masacrar a espadazos a hombres y caballos que parecían moscas atrapadas en miel, Togul Barok arrancó el pendón de Ilam-Jayn y lo sustituyó por su cabeza, clavada en la pica. Después la levantó en el aire con un grito de salvaje victoria.

Era la señal. Con un rugido que brotó de treinta mil gargantas, el ejército de Áinar atacó.

De modo que era aquél el as que se guardaba Togul Barok en la manga. Un segundo antes, el círculo de infantería estaba rodeado por una serpiente de jinetes que giraba a su alrededor. Un segundo después, los Ainari se abrieron como ondas propagándose a velocidad sobrenatural en un estanque y corrieron hacia los Trisios mientras disparaban sus lanzas con tal fuerza que apenas se veía un borrón en el aire y al momento un caballo y su jinete ya estaban en el suelo.

En la muralla, la mayoría de la gente no sabía interpretar lo que estaba ocurriendo ante sus ojos. Pero los veteranos de la Horda, que habían visto utilizar las aceleraciones a su antiguo jefe Hairón, así como a Kratos, Aperión y otros Tahedoranes, sí se dieron cuenta.

—¡Están en Tahitéi! —exclamó Trekos, asombrado, y empezó a batir palmas.

Mas ni siquiera él podía haber visto a guerreros moviéndose con tal rapidez. Urtahitéi, la tercera aceleración, era un secreto que sólo debían dominar los maestros del noveno grado, nivel que Togul Barok no había alcanzado todavía.

Que el emperador de Áinar conociera la fórmula de Urtahitéi era un sacrilegio. Que además se la hubiera comunicado a hombres que no eran Tahedoranes, ni tan siquiera Ibtahanes, demostraba que las normas habían dejado de existir.

Un signo de nuestros tiempos
, pensó el heraldo, no demasiado sorprendido.

En cuestión de segundos, con tal celeridad que resultaba difícil seguir sus movimientos, los Ainari despacharon a todos sus atacantes, salvo quince o veinte que consiguieron retirarse hacia la empalizada. Sobre la muralla de Mígranz resonó un clamor de alegría, un rugido que recorrió las almenas como la marea.

—¡El Emperador ha arrancado la cabeza de ese cerdo Trisio y la ha clavado en una pica! —exclamó Trekos.

Durante unos instantes, las figuras negras siguieron saltando entre jinetes y caballos, pero después regresaron al centro y volvieron a formar un cuadrado a la misma velocidad imposible con que lo habían hecho todo. A su alrededor quedó un círculo de bestias y hombres tendidos en el suelo, en el que apenas se movía un brazo aquí o se agitaba una pata allá.

El heraldo sabía que los Ainari debían salir de Urtahitéi, pues la aceleración consumía rápidamente las energías del cuerpo. Pero ya habían logrado su objetivo: acabar con el caudillo de los Trisios y con todos sus parientes.

Sobre todo, habían volteado el rumbo de la batalla. Junto a la empalizada, miles de jinetes Trisios vacilaban, sin saber qué hacer. ¿Retirarse, seguir luchando? ¿A las órdenes de quién? Los pueblos nómadas no conocían la cadena de mando de ejércitos tan jerarquizados como el de Áinar o la misma Horda Roja.

En ese momento sonaron todas las trompetas, los pífanos y los timbales, y el ejército Ainari en masa se lanzó al asalto contra la empalizada. La caballería arremetió desde ambos flancos, las unidades de arqueros y ballesteros corrieron disparando sus proyectiles entre los batallones de infantería pesada, y éstos cargaron al paso ligero mientras entonaban fieros peanes de guerra.

Los Trisios, que sólo conocían una forma de luchar, emprendieron la desbandada. Miles de ellos consiguieron escapar de los confines del campo de batalla, pero muchos quedaron encerrados entre el yunque Ainari y su propia empalizada.

Desde lo alto del adarve de Mígranz, los defensores, hasta ahora angustiados, se dispusieron a presenciar una carnicería. En aquel momento, el heraldo pensó que la batalla se saldaría con unos diez mil muertos: tal era el número de Trisios que no habían conseguido retirarse a tiempo ni reorganizarse para resistir el avance inexorable de los batallones Ainari.

Jamás se le habría ocurrido pensar que apenas cinco minutos después perecerían casi cien mil personas.

Bardaliut

L
os dioses parecen flotar en el espacio, rodeados de estrellas, con Rimom sobre sus cabezas, más allá la verde Shirta y muy por debajo, al otro lado de Tramórea, la roja Taniar. A su misma altura hay una nube de fragmentos de roca que se extienden por ambos lados hasta que, a tanta distancia que apenas se divisa como una línea blanquecina, aquel anillo orbital se curva sobre sí y rodea Tramórea.

El anillo es conocido por los mortales como el Cinturón de Zenort y está formado por los restos de un antiguo cuerpo estelar que se rompió en experimentos a medias fracasados y a medias exitosos.

Ahora, obedeciendo a una señal de Manígulat, una de esas rocas flotantes empieza a resquebrajarse.

El Cinturón de Zenort encierra armas poderosas, y puede ser utilizado en sí como un arma. Pero durante mucho tiempo los campos de interferencia proyectados desde Etemenanki, la torre de Undraukar, el Rey Gris, han impedido que los Yúgaroi puedan utilizarlo. En los últimos siglos, tan sólo uno de los fragmentos del Cinturón ha caído del cielo. No fue algo buscado por los dioses, sino un accidente, algo tal vez inevitable cuando interactúan gravitatoriamente un mundo, tres lunas, el Bardaliut y miles de fragmentos rocosos.

Lo que ocurrió entonces fue que uno de esos fragmentos perdió tanta altura en su órbita que, finalmente, se precipitó sobre Tramórea por sí solo. Aunque el resto de los dioses no se han enterado —al menos todavía—, Tarimán sabe que aquel accidente ha desatado una plaga cruel e insidiosa. El meteorito portaba en su interior un organismo artificial de simetría invertida que ha contagiado su mutación a las plantas; mutación que se extiende de forma lenta pero inexorable en forma de ondas concéntricas. Para los ojos de animales y humanos no hay nada raro en aquellos pastos ni en aquellos cereales. Pero si gozaran de la visión acrecentada de los Yúgaroi, comprobarían que a nivel microscópico son como sacacorchos trucados que en vez de extraer el tapón lo clavan aún más. En suma, alimentos que los naturales no pueden digerir.

Aquel accidente es la causa de que dos ejércitos combatan bajo las murallas de Mígranz. La clave de la vida es la lucha por los recursos. Y ahora esos millares de humanos combaten por los que les quedan.

Aleccionador. Tarimán prevé que los dioses pronto lucharán también por recursos. Salvo que lo harán a un nivel infinitamente superior.

Mientras Tarimán y los demás Yúgaroi, salvo Anfiún, contemplan el combate que se desarrolla miles de kilómetros bajo ellos, la gran roca que señaló Manígulat con su majestuoso dedo ha terminado de romperse en cientos o tal vez miles de pedazos. En otro gesto tan innecesario como dramático, el rey de los dioses baja la mano. Esos pedazos, que hasta ahora han estado compartiendo la órbita del resto del Cinturón de Zenort, se detienen en el vacío. Como la única forma de mantenerse en las alturas es moverse, en el preciso momento en que se frenan caen.

Al principio, los fragmentos se borran de la vista. Pero un instante después reaparecen como una miríada de puntos de luz, pues, al entrar en la atmósfera, el rozamiento con el aire calienta la capa externa de esas rocas hasta volverlas incandescentes. Sin duda, vistas desde la superficie de Tramórea ofrecerán un espectáculo bellísimo y al mismo tiempo aterrador. Algunas de las rocas se vaporizarán antes de llegar al suelo.

Pero sólo algunas.

Las demás impactarán como bólidos de fuego y destrucción. Aunque no sean los proyectiles más precisos del mundo, golpearán en la zona elegida por el gran Manígulat, señor del fuego celeste.

Lo cual supone un pequeño problema para Tarimán, que chasquea la lengua en un gesto muy humano. Pues allí abajo está una de sus creaciones, alguien que cree ser hijo de la diosa Himíe y en cierto modo lo es... aunque su madre lo ignore.

Mígranz

E
l ejército Ainari se precipitó contra los enemigos, dos kilómetros de incontenible marea de bronce y de hierro erizada de banderas rojas, azules, verdes y amarillas, y acompañada de una batahola de trompetas, tambores y gritos. La compañía Urtahitéi, tal como la había bautizado mentalmente el heraldo, retrocedió lentamente hasta dejarse sobrepasar por la primera línea de su propia infantería. Mientras, la caballería imperial había conseguido llegar a la empalizada por el norte y el sur, terminando de embolsar a diez mil Trisios. Más allá de los límites del campo de batalla, grupos de jinetes que habían dejado de ser tropas para convertirse en hordas huían de la matanza sin ninguna intención de auxiliar a sus compañeros encerrados.

El heraldo no tenía mayor interés por contemplar la masacre. Sin despedirse del general Trekos, que se abrazaba a sus oficiales como si la victoria fuese suya y no de Togul Barok y su ejército, se dio la vuelta y se dispuso a marcharse.

El parapeto estaba abarrotado. La gente seguía pugnando por acercarse a las almenas y presenciar con sus propios ojos lo que estaba ocurriendo. De modo que atravesar los cuatro metros de anchura del adarve y llegar hasta la siguiente escalera se antojaba una misión imposible.

Pero no para él. Alzó su báculo y, bien fuera por la visión de los ojos de rubí de la serpiente tallada, por la propia estatura del heraldo o por alguna otra razón, logró abrirse paso como el tajamar de una nave entre las olas.

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