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Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramorea 3

El sueño de los Dioses (35 page)

BOOK: El sueño de los Dioses
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Tras compartir un rato de camaradería con sus hombres, Togul Barok se encaramó a una atalaya de madera de cuatro metros que había hecho construir en la retaguardia para observar el transcurso de la batalla.

Uno de los problemas de un general era que, situado a la misma altura que sus hombres, resultaba muy difícil enterarse de nada. Según el
Táctico
de Bolyenos, todo general debe mantener un equilibrio muy difícil. Si lucha en el frente da ejemplo a sus hombres y acicatea su moral; los soldados siempre están más dispuestos a morir por un comandante que comparte sus peligros, se salpica con su sangre y su sudor y se roza los hombros con ellos. Por otra parte, el general que se aparta de la primera línea puede gozar de mejor perspectiva, observar lo que pasa en todo el campo de liza y maniobrar sus unidades para enviarlas allí donde son más necesarias.

Togul Barok se sentía satisfecho. En la primera batalla que dirigía como general había conseguido ese equilibrio. Había combatido con la compañía Noche y él en persona se había cobrado como trofeo la cabeza del jefe enemigo. ¿Qué más podía hacer para levantar la moral de sus tropas? Ahora ya podía alejarse del combate y estudiarlo desde cierta altura. Empero, sospechaba que no iba a necesitar grandes refinamientos tácticos para poner en fuga a esos bárbaros y exterminar a todos los que no consiguieran huir a tiempo.

Cuando subió la escalerilla que llevaba a la plataforma de madera se sintió decepcionado. El frente de lucha estaba tapado por nubes de polvo en las que apenas se distinguían sus unidades como bultos oscuros de los que destacaban algunos estandartes. Ni siquiera sus dobles pupilas podían atravesar las polvaredas. Al cabo de un rato, se aburrió de no distinguir nada y levantó la mirada.

Por detrás de la empalizada Trisia se alzaba la Espuela, aquella peña solitaria de la que tanto había oído hablar. Era más alta que la Mesa, el otero rocoso que dominaba la ciudad de Koras. Puesto que también había estudiado fortificación y poliorcética, Togul Barok estudió con ojo de entendido el castillo de Mígranz. Sus murallas le recordaron otra fortaleza construida sobre paredes rocosas: Grios, cerca del límite occidental de Áinar. Allí había conseguido encerrar a todos sus rivales en el certamen por la Espada de Fuego.

Salvo a Derguín Gorión.

Olvídate de él
, pensó. Al acordarse del joven Ritión sintió una dolorosa presión en la sien derecha, un minúsculo martillo que le golpeaba el cráneo por dentro. Era la presencia oscura de su gemelo colérico, una voz que susurraba dentro de sus oídos. Aunque hablaba en voz baja, siempre le incitaba a la furia y le pedía que le dejara tomar el control.

Dame las riendas a mí
, le dijo ahora.
La batalla ya está ganada. ¡Yo también tengo derecho a disfrutar! Deja que cabalgue contra esos perros Trisios y siembre el pavor y la destrucción. ¡Que nadie olvide este día!

La imagen era tentadora. Su prestigio entre los hombres se acrecentaría aún más. Como en Tramórea las noticias volaban literalmente, atadas a las patas de los cayanes mensajeros, en Áinar ya corrían relatos admirativos sobre la carga del Zemalnit contra una horda de bárbaros que montaban en pájaros del terror; bestias bien conocidas en Koras, ya que había dos especímenes en el zoológico de la ciudad.

Carga tú ahora solo contra los bárbaros Trisios, demuestra que no necesitas una espada flamígera para sembrar la destrucción.

Sabía que si cedía el control a su gemelo, el dolor de cabeza desaparecería. Pero se resistió.
He venido aquí como general y emperador. Mi gloria consiste en que otros campeones luchen por mí
. Además, ¿y si quedaba aislado entre cientos de jinetes Trisios?

Somos invulnerables a sus heridas. Ya lo comprobaste cuando Derguín Gorión te atravesó con su acero de parte a parte.

Pero ¿y si recibo muchas heridas a la vez? ¿Y si despedazan mi cuerpo?

Eso es imposible. Somos demasiado poderosos. Tú déjame.

Eres imprudente, lo sé.

Tenemos la lanza de la muerte. Si las cosas se ponen muy feas...

¡Cállate ya! Éste es mi momento y quiero recordarlo bien. Cuando te dejo controlar, es como si los ojos se me llenaran de sangre y luego los recuerdos son confusos. ¡Lárgate!

Todo le había ocurrido por pensar en su medio hermano Derguín. ¡Maldito fuera!

YO soy tu hermano, no él.

Togul Barok volvió a levantar los ojos hacia la fortaleza. Sobre las almenas, miles de personas observaban el transcurso de la batalla.

¿Lo ves? Una multitud de espectadores, como cuando vencí en los juegos de Taniar. ¡Nos aclamarán!

Los juegos en honor de Taniar...

Por aquel entonces Togul Barok sólo poseía siete marcas de maestría. Había ido eliminando rivales sin grandes problemas hasta llegar al último combate. En éste, su adversario era un Ainari llamado Yamhir. Lo apodaban
Comadreja
porque era sumamente escurridizo, y tan rápido que algunos lo acusaban de hacer trampas y entrar en Tahitéi, un truco prohibido en las competiciones. El
Comadreja
había llegado a la final economizando recursos, tocando a sus adversarios las veces justas y, sobre todo, impidiendo que lo tocaran a él gracias a su velocísimo juego de piernas.

Aquel día había diez mil personas sentadas en el anfiteatro de madera montado para la ocasión. El público estaba en contra de Yamhir; su forma de combatir, si bien resultaba harto eficaz, aburría incluso a las ovejas, por lo que lo motejaban de cobarde.

Unos minutos antes de empezar, el Gran Maestre de Uhdanfiún, que jamás había disimulado su predilección por Togul Barok, le aconsejó que tuviera paciencia.

—Con esos brazos tan largos, tarde o temprano lo alcanzarás. No te dejes llevar por las prisas.

Sin embargo, en cuanto el árbitro pronunció la señal de inicio del combate,
¡Tahedohin!
, el gemelo colérico se apoderó de él. Togul Barok no recordaba más que vagas sensaciones. Griterío, mucho griterío, diez mil personas puestas en pie rugiendo y pidiendo sangre, aunque las espadas estaban embotadas y cubiertas por un baño de resina y ambos rivales se protegían con petos y yelmos de cuero acolchado.

Cuando se quiso dar cuenta, Togul Barok tenía un pie plantado sobre el pecho de Yamhir el
Comadreja
y levantaba la espada sobre su cabeza recibiendo los vítores entusiastas del público. Después, él mismo tendió la mano a su rival para ayudarle a incorporarse. Pero lo único que levantó fue un guiñapo, un títere roto. Su último golpe había sido un mandoble aterrador de derecha que, pese a las protecciones reforzadas del cuello, había partido las vértebras de su rival.

¿Ves cómo no es un mal recuerdo? Deja que vuelvan a aclamarme. ¡Tengo derecho! ¡Llevo toda la vida encerrado aquí, hermano!

—Cállate —le ordenó Togul Barok en voz alta. Algo sobre las murallas le había llamado la atención.

Por encima de las almenas se alzaba el pináculo del torreón, donde ondeaba el estandarte de la Horda Roja. A su derecha se vislumbraba la sombra de Rimom, un círculo borroso de un azul apenas más vivo que el del cielo.

Pero aquel círculo se estaba perfilando cada vez con más nitidez, como si en su interior se hubiera prendido un gran fuego. Nunca había visto Togul Barok resplandecer así una luna en pleno día.

De la nube de polvo llegaba el fragor de la batalla: relinchos, gritos, entrechocar de aceros, tamborear de atabales marcando el ritmo del avance. Pero entre los mismos combatientes debió correr la voz de que algo extraño sucedía en el cielo. Los ruidos se fueron acallando, y al tiempo que se hacía el silencio la nube de polvo se asentó.

La refriega se había detenido. Todos los ojos estaban clavados en las alturas para contemplar el prodigio. No sólo Rimom brillaba en pleno día como si no compartiera el firmamento con el Sol, sino que en su superficie se había dibujado un rostro humano.

O más bien divino. Sólo un dios podía obrar tamaño portento. Togul Barok sintió un estremecimiento de temor. Un poder capaz de dibujar su rostro en una luna era capaz de cualquier cosa.

Como no tardó en demostrarse.

Por debajo de Rimom se encendieron puntos de luz, decenas de estrellas que un instante después cayeron del cielo.

Hubo unos segundos de silencio sobrecogido. Después se oyó un potente batir de alas y miles de aves echaron a volar a la vez y cubrieron el cielo.

Enseguida desaparecieron de la vista, huyendo hacia el sur. Sus graznidos se perdieron en la distancia, sustituidos por un gemido de consternación colectiva. Todos habían presenciado lluvias de meteoritos en ciertas épocas del año. Pero esas estrellas fugaces eran débiles, caían espaciadas y enseguida desaparecían de la vista.

En cambio, las luces que veían ahora se habían encendido simultáneamente, y en lugar de esfumarse brillaban cada vez más intensas. Si las estrellas fugaces solían atravesar el firmamento de lado a lado, éstas se abrieron en un enorme abanico que cada vez cubría mayor parte del cielo.

Togul Barok había estudiado suficiente geometría para saber lo que significaba esa forma aparente de desplegarse: los meteoritos se dirigían justo hacia ellos.

Como heraldo adelantado de los demás, un bólido se acercó a Mígranz dejando un reguero de humo detrás, en un silencio tan extraño que Togul Barok comprendió que debía viajar más rápido que el propio sonido.

El proyectil celeste chocó contra el pináculo del torreón, reventando en cientos de bolas de fuego que salieron disparadas en todas direcciones. Un pavoroso estampido resonó en el aire, como si un gigante hubiera hecho restallar un látigo de un extremo a otro de la bóveda del cielo. Muchos testigos se agacharon tapándose los oídos con los tímpanos rotos. Aquel estallido ensordecedor se mezcló con el estrépito del chapitel derrumbándose y enviando por los aires miles de fragmentos de pizarra y de granito.

Luego se desató la locura.

La siguiente explosión sonó a la izquierda de Togul Barok. Cuando miró para allá vio el rastro de humo oscuro flotando en el aire, y una bola de fuego que se elevaba del suelo a unos quinientos metros de donde se encontraba.

8 0 2

9 2 2

0 8 1

Visualizó los números de Urtahitéi casi por instinto. El mundo se volvió tres veces más lento a su alrededor. Sobre la bola de fuego vio volar cuerpos mezclados con rocas, árboles, trozos de suelo, caballos enteros o desmembrados. Una ráfaga de calor azotó su costado, la atalaya se movió a los lados como si la zarandeara un gigante y Togul Barok cayó desde arriba. Se revolvió en el aire y cuando chocó con el suelo lo hizo rodando sobre sí como un trompo.

—¡Compañía Noche! —gritó—. ¡Noctívagos, reuníos a mi alrededor!

Parecía imposible que alguien pudiera oírlo en medio del estrépito y los gritos de pavor. Pero muchos de sus hombres, aunque no estaban recuperados del todo de la Urtahitéi, se aceleraron también y corrieron a formar una piña alrededor de su emperador y general.

Las luces y los regueros de humo ocupaban ya todo el cielo. Varios bólidos más impactaron en las murallas de Mígranz, destrozándolas como si fuera un castillo de arena. Había cuerpos saltando por todas partes, con tal violencia que una mujer con los cabellos ardiendo se estrelló a apenas quince metros de Togul Barok, tras volar casi dos kilómetros desde las almenas.

Togul Barok comprendió que las estrellas no eran otra cosa que rocas incandescentes, como aquel fragmento del Cinturón de Zenort que se había estrellado en Trisia y había provocado esta guerra. Algunas se volatilizaban antes de llegar al suelo; otras, del tamaño de puños, caían sobre las tropas como proyectiles de asedio, sólo que a una velocidad infinitamente superior, tanto que ni siquiera se veían venir. A apenas unos pasos de Togul Barok, hubo un destello blanco y la cabeza de un hombre desapareció, salpicando de sangre y sesos a todos los que estaban alrededor.

Por sí solos, esos meteoritos podrían haber diezmado al ejército de Áinar como una letal descarga de arqueros celestiales. Pero entre aquellos miles de proyectiles volaban otras rocas más pesadas, algunas tan grandes como carromatos, que al estrellarse se fundían en cegadoras llamaradas y abrían enormes boquetes que devoraban a compañías enteras.

Y había fragmentos aún mayores. Uno de ellos, del tamaño de una casa de tres pisos, impactó en el centro de Mígranz con tal violencia que convirtió toda la fortaleza en una bola de fuego. Una monstruosa bofetada de aire caliente derribó a los hombres de la compañía Noche. Togul Barok aguantó de pie a duras penas, pero un instante después el suelo se sacudió a los lados y arriba y abajo, y ya le fue imposible mantener el equilibrio.

No veía nada. A su alrededor todo eran llamaradas, nubes de humo y de polvo, lluvia de tierra, de pavesas y de jirones de ropa ardiendo. Pero ahora estaba deslumbrado, el centro de su visión lo ocupaba la bola de luz que había terminado de destruir Mígranz y un zumbido en sus oídos amortiguaba el rugido de las explosiones.

Comprendió que era cuestión de segundos que lo alcanzara un proyectil de piedra, o que uno de los meteoritos mayores lo vaporizara junto con su compañía y lo convirtiera en menos que un recuerdo.

Pese a las sacudidas del suelo, logró ponerse de rodillas. Trató de agarrar la lanza por el asta para tirar de ella y sacarla de las anillas que la unían al espaldar de su coraza, pero estaba tan nervioso que las manos no le respondían y se hizo un corte en la palma con el filo.


Sodse hemás
! —gritó, aferrándola en ambas manos y levantándola sobre su cabeza.

Una fina línea negra brotó de la moharra. Tras subir unos cuatro metros, se abrió en el aire como un surtidor y empezó a formar una cúpula de cristal.

Togul Barok contuvo el aliento. La cúpula se había cerrado sobre ellos, llegando hasta el suelo. Muchos de los miembros de la compañía quedaron encerrados en su interior, pero a algunos, los que estaban más cerca del perímetro exterior, la caída de aquella pantalla de cristal les mutiló un brazo o un pie, y hubo varios a los que partió por la mitad.

El estrépito ensordecedor de la catástrofe había desaparecido. Dentro de la cúpula, junto al zumbido de sus tímpanos, Togul Barok pudo oír los jadeos de sus hombres e incluso los latidos de su corazón. Comprendiendo que no era necesario seguir en Tahitéi, se desaceleró y ordenó a sus hombres que hicieran lo mismo.

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