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Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramorea 3

El sueño de los Dioses (34 page)

BOOK: El sueño de los Dioses
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Mientras bajaba la escalera, quienes intentaban en vano subir al parapeto le preguntaron cómo iba la batalla. El heraldo se limitó a levantar un pulgar, como diciéndoles
Todo va bien
, pero en realidad no habría sido necesario, pues era evidente que los gritos que llegaban desde el adarve eran de alivio y júbilo, y no de consternación.

Atravesó la calle que rodeaba la muralla, dirigiéndose hacia el centro de la ciudad. Por fin se quedó solo. Se detuvo unos segundos e inhaló una larga bocanada de aire. Puro, o casi puro, por fin. Entre la multitud olía a establo y revoloteaban tantas moscas como en un muladar.

Suspiró de cansancio. No era agotamiento físico: para sentirlo habría tenido que someter su cuerpo a pruebas mucho más duras que aguantar a pie firme durante horas contemplando una batalla. Era la fatiga de la edad, del viaje que había hecho, de los viajes que todavía lo aguardaban, de moverse entre los hombres, hablar sus lenguas y seguir sus costumbres.

Después de muchos años de retiro, el heraldo había abandonado su morada para dirigirse al oeste y recorrer más de mil quinientos kilómetros hasta las orillas del mar Ignoto. Llegado a aquel confín del mundo, visiones y sucesos variados hicieron que se despertara su afán de conocer qué ocurría en el otro extremo de Tramórea. Por ello, abandonó a quienes hasta entonces habían sido sus compañeros de viaje y emprendió una larguísima y solitaria peregrinación.

Su ruta lo había llevado a las vastas estepas de Maitmah. Estaba atravesándolas cuando una luz cegadora surcó el cielo y un fragmento del Cinturón de Zenort se estrelló a quinientos kilómetros al oeste de donde se hallaba, lo bastante cerca para que notara la sacudida del suelo y atisbara en el horizonte una columna de humo negro.

Que aquello hubiera ocurrido era extraño, una señal de que tal vez los hechos que temía se estuvieran adelantando. Pero decidió que ya indagaría más adelante: las montañas de Halpiam se intuían al este y las respuestas que quería encontrar se hallaban al otro lado. O eso creía.

Incluso para un viajero tan experimentado como él, aquella barrera resultó infranqueable. En el mapa del geógrafo Tarondas, el macizo de Halpiam, que en su parte central medía mil kilómetros de oeste a este, se estrechaba al norte hasta convertirse en una cordillera de tan sólo —era un decir— cien kilómetros de anchura.

Pero la cartografía de Tarondas solía ofrecer errores cuando representaba los confines más alejados y despoblados de Tramórea. El heraldo empezó a subir montañas que se sucedían en líneas inacabables. Conforme viajaba, cada vez ascendía más. Llegó un momento en que incluso los desfiladeros que separaban los picos estaban cubiertos de nieves perpetuas. Desde que se acercó a las estribaciones de Halpiam no había vuelto a encontrar huellas de habitación humana, y conforme se internó en las montañas también dejó de ver animales. Ni siquiera los terones, poco amantes de climas tan fríos, sobrevolaban esos picos. Comprendió que la única forma de vida en aquel reino de hielo y nieve era él. Entre las cumbres, el aire estaba tan enrarecido que para dar un solo paso tenía que respirar quince veces.

O habría tenido que hacerlo de ser alguien como los demás. Ciertamente, se le podía definir como «forma de vida», pero distinta y peculiar, pues antes de alcanzar su actual naturaleza había tenido que morir.

Mas incluso a alguien como él, que había sufrido la muerte y regresado de ella, le acabó embargando el desánimo. Detrás de cada línea de montañas había otra todavía más alta. ¿Quién podría atravesar mil kilómetros de cordilleras? ¿Y si eran más? ¿Y si los picos seguían subiendo y subiendo, hasta llegar a un punto donde el aire fuera tan tenue que el cielo dejara de ser azul?

¿Quién conocía aquella parte del mundo? En la esquina superior derecha del mapa de Tramórea, al norte de Zenorta —cuyo nombre aparecía escrito entre signos de interrogación—, se veía una vasta región anónima. En otras versiones espurias del mapa la habían bautizado como «Desierto sin nombre», aunque en realidad nadie sabía si allí había un desierto, una vasta extensión de bosques, más montañas o simplemente nada.

El heraldo había emprendido el viaje persiguiendo una oscura intuición, un rincón oculto en lo más profundo del bosque que formaban sus largas memorias. No osaba internarse en aquel escondrijo, ya que mil señales de aviso le advertían de que no lo hiciera. Pero a veces se había atrevido a asomarse ligeramente entre la espesura, apenas una ojeada de soslayo. Y entre los recuerdos sepultados y prohibidos había vislumbrado una imagen.

Una ciudad flotando en el vacío.

Se hallaba al este, más allá de las montañas de Halpiam. El heraldo intuía que allí había respuestas sobre el pasado y tal vez sobre el futuro. Y sabía que allí había poder.

¿Sería esa ciudad el mítico Bardaliut? Casi todos los autores lo situaban en los confines orientales de Tramórea, de modo que era posible. Pero, si en verdad era el Bardaliut lo que buscaba, ¿qué haría al llegar allí? ¿Presentarse ante los poderosos Yúgaroi y pedirles las respuestas que buscaba? Difícil lo veía, puesto que por naturaleza era su enemigo.

Durante cientos de jornadas de camino había eludido contestar sus propias preguntas. Una ventaja de viajar. Mientras los pies se mueven y el horizonte va cambiando, nos invade una vaga sensación de finalidad y destino que nos impulsa adelante sin necesidad de concretarla. Sólo debemos pensar seriamente en el futuro cuando nos plantamos demasiado tiempo en el mismo lugar.

Pero llegó el momento en que él tuvo que plantarse. A quién sabe qué altura —¿siete, ocho, nueve mil metros?— lo detuvo una salvaje ventisca que soplaba a más de doscientos kilómetros por hora. Ni siquiera alguien como él podía seguir avanzando. Agazapado entre unos enormes peñascos, rodeado por el aullido de una tormenta que tras tanto tiempo de soledad se le antojaba la voz inarticulada de un espíritu, pasó cuatro días abismado contemplando los ojos de la serpiente tallada en su bastón.

Y se rindió.

En su largo regreso, visitó la región donde se había estrellado la roca del cielo. En decenas de kilómetros a la redonda observó que los árboles de los bosquecillos que moteaban la vasta estepa estaban tirados en el suelo, unos tronchados por la base y otros desgajados de raíz. Todos los troncos se hallaban alineados, apuntando como flechas a un lugar que, conjeturó el heraldo, debía ser donde se había producido el impacto.

Siguiendo la orientación que le brindaban los árboles, llegó hasta un cráter de casi dos kilómetros de anchura y más de trescientos metros de profundidad. Cerca del borde halló varios altares de piedra que, obviamente, debían haberse erigido tras la caída de la roca celeste; de lo contrario, la explosión los habría volatilizado.

Más tarde, cuando encontró a refugiados que huían hacia el oeste, el heraldo averiguó el motivo de la construcción de aquellos altares. El meteorito se había precipitado justo encima del campamento invernal de los Rotekios, de los que no había dejado ni rastro. Los Rotekios, mucho más belicosos y salvajes que el resto de los Trisios, se hallaban enemistados con casi todos sus vecinos, a los que robaban constantemente ganado y mujeres. Las tribus de las inmediaciones —considerando la amplitud de los territorios que los nómadas cubrían en sus desplazamientos, para ellos «inmediaciones» era una distancia de ciento cincuenta kilómetros— habían recibido la caída de la roca como una bendición. Cuando el cráter dejó de humear se acercaron a él para levantar altares y presentar ofrendas a los dioses del cielo por haberles librado de los Rotekios.

Al hacerlo, descubrieron algo que entonces creyeron una segunda bendición y que también agradecieron a las divinidades; un fenómeno que el heraldo comprobó por sí mismo bajando al fondo del cráter. En lugar de encontrar el suelo negro y carbonizado que esperaba, el cráter estaba cubierto por un tapiz de un verde intenso. Al examinarlo más de cerca, el heraldo comprobó que se trataba de una especie de musgo cuyas hebras se deshacían entre los dedos y del que emanaba un olor vagamente dulzón.

El color esmeralda de aquel musgo se había contagiado a los pastos de los alrededores, que además crecían un palmo más altos de lo habitual. Al ver su aspecto tan fresco y jugoso, los Trisios pensaron que sus caballos y su ganado engordarían mucho más rápido apacentándose con aquellas hierbas.

Poco después, los animales empezaron a morir entre diarreas, reducidos a afilados costillares y panzas hinchadas. Podían pasarse días enteros pastando, que les habría dado igual alimentarse de aire.

La plaga se había extendido en todas direcciones y también había contaminado las cosechas de cereales, por lo que los siguientes afectados fueron los humanos. Algunas tribus emigraron hacia el este, y con ellas se había cruzado el heraldo antes de ver con sus propios ojos el cráter del meteorito. Venían a pie, sin apenas animales, famélicos y perdiendo a sus ancianos y sus niños por el camino. Había clanes enteros muertos, desperdigados en siniestros regueros sobre los pastizales baldíos.

Pero la mayoría de las tribus Trisias habían decidido que el oeste era más prometedor. En su camino se cruzaron y libraron sangrientas luchas entre ellas por apoderarse de las escasas provisiones que no habían sido emponzoñadas por la plaga. Los supervivientes de aquellas guerras habían decidido unir sus fuerzas bajo el estandarte de Ilam-Jayn para combatir contra los
carneros
de Málart y las regiones del sur.

Con ellos había viajado el heraldo y había compartido su comida. Si bien era capaz de resistir privaciones extremas, agradecía abrir una hogaza de pan recién horneado y amasado con harina de verdad, y no con aquella imitación antinatural fruto de la plaga que sólo producía descomposición y gases.

Ahora, el viaje había terminado a los pies de la fortaleza de Mígranz. Al menos, el de los Trisios. Los que sobrevivieran a la batalla volverían a luchar entre sí por los escasos alimentos que pudieran encontrar en aquella región. Y los que no se exterminaran en esa lucha fratricida, seguramente acabarían barridos por el ejército de Áinar: el heraldo estaba seguro de que, una vez conseguida la victoria, Togul Barok no iba a retirarse de nuevo a sus fronteras.

La pregunta era qué haría él. ¿Adónde se dirigiría? Su larguísimo viaje había resultado estéril. O no. Tal vez había conseguido lo que quería: estar solo. Engañarse a sí mismo, persuadirse de que cumplía con su responsabilidad participando en los asuntos del mundo y buscando respuestas, pero por el camino más largo y solitario.

La tentación de olvidarse de todo y regresar al viejo hogar que había abandonado hacía casi tres años era muy fuerte. Su casa se encontraba a quinientos kilómetros, una distancia que, después de las inmensidades que había recorrido, se le antojaba un pequeño paseo.

Pero la caída de la roca celeste y la plaga tenían que significar algo. Las cosas iban a cambiar, sin duda. En esa convicción había pasado el heraldo la mayor parte de su vida, esperando unos acontecimientos que temía y deseaba a la vez. Por afrontar ese destino se había convertido en lo que era, de modo que retirarse del mundo no era una opción que le estuviera permitida.

Sin embargo, si los cambios eran inminentes, ¿por qué no se habían producido más portentos, como era de esperar? Algo no cuadraba. Algo estaba demorando lo inevitable.

Sumido en sus cavilaciones y ajeno a los ruidos de la batalla, el heraldo había llegado al patio de armas de la fortaleza. Unos cuantos soldados que hacían plantón bajo la torre estaban señalando al cielo.

El heraldo levantó la mirada. El primer portento ya estaba allí, en la faz de Rimom. El segundo empezó unos instantes después.

Por primera vez en mucho tiempo, sintió en su vientre una sensación que, según recordaba, debía parecerse mucho al miedo.

Los Noctívagos —sonoro nombre con que se habían bautizado a sí mismos los miembros de la compañía Noche— habían cumplido con todo éxito. Habían logrado aniquilar al enemigo sin perder un solo hombre. Los únicos alcanzados por las flechas de los Trisios no parecían heridos de gravedad.

Como estaba previsto, tras la rápida masacre regresaron al amparo de sus propias filas, sin molestarse en recoger del suelo las tarjas. No necesitaban la protección de aquellos pesados escudos: entre los miles de jinetes que habían presenciado desde la empalizada aquella especie de torneo de campeones, ni uno solo se atrevió a perseguirlos ni a disparar contra ellos.

Mientras los Noctívagos retrocedían, el resto de las líneas Ainari avanzaban. A derecha e izquierda de la compañía Noche pasaron otras unidades de infantería de choque, entonando peanes y blandiendo las lanzas sobre los hombros, mientras cientos de estandartes y banderines de colores tremolaban sobre sus cabezas.

Togul Barok y sus elegidos siguieron caminando hasta la retaguardia. Allí les aguardaban las provisiones. Las aceleraciones exigían mucho esfuerzo y agotaban rápidamente los recursos físicos. La compañía Noche había despachado a sus enemigos en menos de un minuto, un tiempo prudencial para permanecer en Urtahitéi. Aun así, volvían algo renqueantes y con los músculos doloridos. Los sirvientes les ofrecieron cerveza, arroz hervido y patatas asadas. Togul Barok había comprobado que esos alimentos eran los mejores para recuperarse cuanto antes. La carne también venía bien, pero un poco después.

Los hombres se palmeaban la espalda y comentaban entre sí el combate mientras daban cuenta de aquel sencillo festín. Togul Barok, aunque las Tahitéis le afectaban mucho menos que a los demás, compartió la cerveza con ellos. Comprendía que estuvieran eufóricos.

No era la primera vez que mataban como unidad. Habían realizado un ensayo con armas reales contra dos compañías disciplinarias, formadas por cuatrocientos veteranos que se habían rebelado en la frontera norte, hartos de combatir contra las incursiones de los Équitros sin que les permitieran licenciarse. Togul Barok les prometió que, si vencían a sus elegidos, les perdonaría la vida y además les pagaría los atrasos.

Por supuesto, todos los insurrectos habían perecido, sin que ninguno de ellos consiguiera herir a uno solo de los Noctívagos.

Pero esto era distinto. Ahora se trataba de la guerra de verdad, contra bárbaros y no contra compatriotas Ainari. Además, habían derrotado a arqueros montados a caballo. Para un soldado de infantería, se trataba de la peor de las especies, el paradigma de la cobardía: el caballo para huir, el arco para herir de lejos.

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