El sueño del celta (15 page)

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Authors: Mario Vargas LLosa

Tags: #Biografía,Histórico

BOOK: El sueño del celta
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Pero, sobre todo, empezó a codearse con gentes nuevas de County Antrim que, siendo del Ulster y protestantes como él, no eran unionistas. Por el contrario, que rían preservar la personalidad de la antigua Irlanda, luchaban contra la anglización del país, defendían la vuelta al viejo irlandés, a las canciones y costumbres tradicionales, se oponían al reclutamiento de irlandeses para el Ejército británico y soñaban con una Irlanda aislada, a salvo del moderno industrialismo destructor, viviendo una existencia bucólica y rural, emancipada del Imperio británico. Así fue como Roger Casement se vinculó a la Gaelic League, que promovía el irlandés y la cultura de Irlanda. Su motto era Sinn Fein («Nosotros solos»). Al fundarse, en Dublín, en 1893, su presidente Douglas Hyde recordó al auditorio en su discurso que, hasta entonces, «sólo se habían publicado seis libros en gaélico». Roger Casement conoció al sucesor de Hyde, Eoin MacNeill, profesor de historia antigua y medieval de Irlanda en University College, de quien se hizo amigo. Comenzó a asistir a lecturas, conferencias, recitales, marchas, concursos escolares y erecciones de monumentos a héroes nacionalistas que promovía el Sinn Fein. Y empezó a escribir en sus publicaciones artículos políticos defendiendo la cultura irlandesa con el seudónimo de
Shan van Vocht
(La pobre viejecita), toma do de una antigua balada irlandesa que acostumbraba ta rarear. A la vez se acercó mucho a un grupo de señoras, entre ellas la castellana de Galgorm Rose Maud Young, Ada MacNeill y Margaret Dobbs, que recorrían las aldeas de Antrim recopilando viejas leyendas del folclore irlandés. Gracias a ellas escuchó a un
seanchai
o contador ambulante de cuentos en una feria popular, aunque apenas pudo entender una que otra palabrita de lo que decía.

En una discusión en Magherintemple House con su tío Roger, Casement, exaltado, afirmó una noche: «Como irlandés que soy, odio al Imperio británico».

Al día siguiente recibió una carta del duque de Argyll informándole que el Gobierno de Su Majestad había decidido distinguirlo con la condecoración Companion of St. Michael and St. George por sus excelentes servicios prestados en el Congo. Roger se excusó de asistir a la ceremonia de investidura alegando que una afección a la rodilla le impediría arrodillarse ante el rey.

VII

—Usted me odia y no puede disimularlo —dijo Roger Casement. El
sheriff
, después de un momento de sorpresa, asintió, con una mueca que por un instante des compuso su cara abotargada.

—No tengo por qué disimularlo —murmuró—. Pero usted se equivoca. No le tengo odio. Lo desprecio. Los traidores sólo merecen eso.

Iban caminando por el corredor de ladrillos tiznados de la prisión hacia el locutorio, donde esperaba al reo el capellán católico, el padre Carey. Por las enreja das ventanillas Casement divisaba unos manchones de nubes infladas y oscuras. ¿Estaría lloviendo, allá afuera, sobre Caledonian Road y ese Román Way por el que siglos atrás debieron desfilar por estos bosques llenos de osos los primeros legionarios romanos? Imaginó los tenderetes y puestos del vecino mercado, en medio del gran parque de Islington, empapados y remecidos por la tormenta. Sintió un ramalazo de envidia pensando en la gente que compraba y vendía protegida por impermeables y paraguas.

—Usted lo tuvo todo —rezongó a su espalda el
sheriff
— Cargos diplomáticos. Condecoraciones. El rey lo hizo noble. Y fue a venderse a los alemanes. Vaya vileza. Vaya ingratitud.

Hizo una pausa y a Roger le pareció que el
sheriff
suspiraba.

—Cada vez que pienso en mi pobre hijo muerto allá, en las trincheras, me digo que usted es uno de sus asesinos, señor Casement.

—Siento mucho que perdiera usted un hijo —replicó Roger, sin volverse—. Sé que no me creerá, pero yo no he matado a nadie todavía.

—Ya no tendrá tiempo de hacerlo —sentenció el
sheriff
—. Gracias a Dios.

Habían llegado a la puerta del locutorio. El
sheriff
se quedó en el exterior, junto al carcelero de guardia. Sólo las visitas de los capellanes eran privadas, en todas las otras siempre permanecían en el locutorio el
sheriff
o él guardián y a veces ambos. Roger se alegró al ver la estilizada silueta del religioso.
Father
Carey salió a su encuentro y le estrechó la mano.

—Hice la averiguación y ya tengo la respuesta —le anunció, sonriendo—. Su recuerdo era exacto. En efecto, fue bautizado usted de niño en la parroquia de Rhyl, allá en Gales. Figura en el libro de registros. Estuvieron presentes su madre y dos tías maternas suyas. No necesita ser recibido de nuevo en la Iglesia católica. Siempre estuvo en ella.

Roger Casement asintió. Esa impresión lejanísima que lo había acompañado toda su vida era, pues, justa. Su madre lo bautizó a ocultas de su padre, en uno de sus viajes a Gales. Se alegró por la complicidad que ese secreto estable cía entre él y Anne Jephson. Y porque de este modo se sentía más en consonancia consigo mismo, con su madre, con Irlanda. Como si su acercamiento al catolicismo fuera una consecuencia natural de todo lo que había hecho e intentado en estos últimos años, incluidos sus equivocaciones y fracasos.

—He estado leyendo a Tomás de Kempis, padre Carey —dijo—. Antes, apenas podía concentrarme en la lectura. Pero estos últimos días lo he conseguido. Varias horas al día.
La Imitación de Cristo
es un libro muy hermoso.

—Cuando yo estaba en el seminario leimos mucho a Tomás de Kempis —asintió el sacerdote—.
La Imitación de Cristo
, sobre todo.

—Me siento más sereno cuando consigo meterme en esas páginas —dijo Roger—. Como si despegara de este mundo y entrara a otro, sin preocupaciones, una realidad puramente espiritual. El padre Crotty tenía razón en recomendármelo tanto, allá en Alemania. Nunca se imaginó en qué circunstancias leería a su admirado Tomás de Kempis.

Hacía poco habían instalado una pequeña banqueta en el locutorio. Se sentaron. Sus rodillas se tocaban.
Father
Carey llevaba más de veinte años como capellán de prisiones en Londres y había acompañado hasta el final a muchos condenados a muerte. Ese comercio constante con las poblaciones carcelarias no había endurecido su carácter. Era considerado y atento y Roger Casement le tomó simpatía desde su primer encuentro. No recordaba haberle oído decir jamás algo que pudiera herirlo; por el contrario, a la hora de hacerle preguntas o conversar con él su delicadeza era extremada. A su lado siempre se sentía bien. El padre Carey era alto, huesudo, casi esquelético, con una piel muy blanca y una barbita grisácea y puntiaguda que le cubría parte del mentón. Tenía siempre los ojos húmedos, como si acabara de llorar, aunque se estuviera riendo.

—¿Cómo era el padre Crotty? —le preguntó—. Ya veo que hicieron buenas migas, allá en Alemania.

—Si no hubiera sido
father
Crotty me hubiera vuelto loco en esos meses, en el campo de Limburg —asintió Roger—. Era muy distinto a usted, físicamente. Más bajo, más robusto, y, en vez de la palidez suya, tenía una cara colorada que se encendía mucho más con el primer vaso de cerveza. Pero, desde otro punto de vista, sí se parecía a usted. En la generosidad, quiero decir.

El padre Crotty era un dominico irlandés que el Vaticano había enviado desde Roma al campo de prisioneros de guerra que los alemanes tenían instalado en Limburg. Su amistad había sido una tabla de salvación para Roger en esos meses de 1915 y 1916 en que trataba de reclutar, entre los prisioneros, voluntarios para la Brigada Irlandesa.

—Era un hombre vacunado contra el desaliento —dijo Roger—. Lo acompañé a visitar enfermos, a administrar sacramentos, a hacer rezar el rosario a los prisioneros de Limburg. Un nacionalista, también. Aunque menos apasionado que yo,
father
Carey.

Este sonrió.

—No crea que el padre Crotty trató de acercarme al catolicismo —añadió Roger—. Era muy cuidadoso en nuestras conversaciones para que yo no sintiera que quería convertirme. Me fue ocurriendo a mí solo, aquí adentro —se tocó el pecho—. Nunca fui muy religioso, ya se lo dije. Desde que murió mi madre, la religión fue para mí algo mecánico y secundario. Sólo después de 1903, de ese viaje de tres meses y diez días al interior del Congo que le conté, volví a rezar. Cuando creí que iba a perder la razón ante tanto sufrimiento. Así descubrí que un ser humano no puede vivir sin creer.

Sintió que se le iba a quebrar la voz y calló.

—¿El le habló de Tomás de Kempis?

—Le tenía gran devoción —asintió Roger—. Me regaló su ejemplar de la
Imitación de Cristo
. Pero entonces no pude leerlo. No tenía cabeza, con las preocupaciones de esos días. Dejé ese ejemplar en Alemania, en una maleta con mi ropa. En el submarino no nos permitieron llevar equipaje. Menos mal que usted me consiguió otro. Me temo que no tendré tiempo de terminarlo.

—El Gobierno inglés no ha decidido nada todavía —lo amonestó el religioso—. No debe perder la esperan za. Allá afuera hay mucha gente que lo quiere y está haciendo enormes esfuerzos para que el pedido de clemencia sea escuchado.

—Ya lo sé,
father
Carey. De todas maneras, me gustaría que usted me prepare. Quisiera ser aceptado por la Iglesia de manera formal. Recibir los sacramentos. Confesarme. Comulgar.

—Para eso estoy aquí, Roger. Le aseguro que usted está ya preparado para todo ello.

—Una duda me angustia mucho —dijo Roger, bajando la voz como si alguien más pudiera oírlo—. ¿No parecerá mi conversión ante Cristo inspirada por el miedo? La verdad,
father
Carey, es que tengo miedo. Mucho miedo.

—El es más sabio que usted y que yo —afirmó el religioso—. No creo que Cristo vea nada malo en que un hombre tenga miedo. El lo tuvo, estoy seguro, en el camino del Calvario. Es lo más humano que hay ¿no es cierto? Todos tenemos miedo, está en nuestra condición. Basta un poco de sensibilidad para que nos sintamos a veces impotentes y atemorizados. Su acercamiento a la Iglesia es puro, Roger. Yo lo sé.

—Nunca tuve miedo a la muerte, hasta ahora. La vi cerca muchas veces. En el Congo, en expediciones por parajes inhóspitos, llenos de fieras. En la Amazonia, en ríos repletos de remolinos y rodeado de forajidos. Hace poco, al dejar el submarino, en Tralee, en Banna Strand, cuando zozobró el bote y pareció que nos ahogábamos. Muchas veces he sentido la muerte cerquísima. Y no tuve miedo. Pero ahora sí tengo.

Se le cortó la voz y cerró los ojos. Desde hacía algunos días, esos raptos de terror parecían helarle la sangre, detenerle el corazón. Todo su cuerpo se había puesto a temblar. Hacía esfuerzos para serenarse, sin conseguirlo. Sentía el castañeteo de sus dientes y al pánico se añadía ahora la vergüenza. Cuando abrió los ojos vio que el padre Carey tenía las manos juntas y los ojos cerrados. Rezaba en silencio, moviendo apenas los labios.

—Ya pasó —musitó, confundido—. Le ruego que me disculpe.

—No tiene que sentirse incómodo conmigo. Tener miedo, llorar, es humano.

Ahora estaba sereno de nuevo. Había un gran silencio en Pentonville Prison, como si los reos y carceleros de sus tres enormes pabellones, esos cubos con techos de dos aguas, se hubieran muerto o dormido.

—Le agradezco que no me haya preguntado nada sobre esas cosas asquerosas que, al parecer, dicen de mí,
father
Carey.

—No las he leído, Roger. Cuando alguien ha in tentado hablarme de ellas, lo he hecho callar. Ni sé ni quiero saber de qué se trata.

—Yo tampoco lo sé —sonrió Roger—. Aquí no se puede leer periódicos. Un ayudante de mi abogado me dijo que eran tan escandalosas que ponían en peligro el pedido de clemencia. Degeneraciones, vilezas terribles, por lo visto.

El padre Carey lo escuchaba con la expresión tranquila de costumbre. La primera vez que habían conversa do en Pentonville Prison le contó a Roger que sus abuelos paternos hablaban entre ellos en gaélico, pero que pasaban al inglés cuando veían acercarse a sus hijos. Tampoco el sacerdote había llegado a aprender el antiguo irlandés.

—Creo que es mejor no saber de qué me acusan. Alice Stopford Green piensa que es una operación montada por el Gobierno para contrarrestar la simpatía que hay en muchos sectores en favor del pedido de clemencia.

—Nada se puede excluir en el mundo de la política —dijo el religioso—. No es la más limpia de las actividades humanas.

Tocaron unos discretos golpecitos a la puerta, ésta se abrió y apareció la cara abultada del
sheriff
:

—Cinco minutos más, padre Carey.

—El director de la prisión me concedió media hora. ¿No se lo ha dicho?

El
sheriff
puso cara de sorpresa.

—Si usted lo dice, le creo —se excusó—. Disculpe por la interrupción, entonces. Le quedan veinte minutos todavía.

Desapareció y la puerta volvió a cerrarse.

—¿Hay más noticias de Irlanda? —preguntó Roger, de manera un tanto abrupta, como si de pronto hubiera querido cambiar de tema.

—Los fusilamientos han parado, por lo visto. La opinión pública, no sólo allá, también aquí en Inglaterra, ha sido muy crítica con las ejecuciones sumarias. Ahora, el Gobierno ha anunciado que todos los detenidos por el Alzamiento de Semana Santa pasarán por los tribunales.

Roger Casement se distrajo. Miraba el ventanuco de la pared, también enrejado. Sólo veía un cuadradito minúsculo de cielo grisáceo y pensaba en la gran paradoja: había sido juzgado y condenado por traer armas para un intento de secesión violenta de Irlanda, y, en realidad, él había emprendido ese viaje riesgoso, acaso absurdo, desde Alemania hasta las costas de Tralee, para tratar de evitar ese alzamiento que, desde que supo que se preparaba, es tuvo seguro que fracasaría. ¿Sería así toda la Historia? ¿La que se aprendía en el colegio? ¿La escrita por los historiadores? Una fabricación más o menos idílica, racional y coherente de lo que en la realidad cruda y dura había sido una caótica y arbitraria mezcla de planes, azares, intrigas, hechos fortuitos, coincidencias, intereses múltiples, que habían ido provocando cambios, trastornos, avances y retrocesos, siempre inesperados y sorprendentes respecto a lo que fue anticipado o vivido por los protagonistas.

—Es probable que yo pase a la Historia como uno de los responsables del Alzamiento de Semana Santa —dijo, con ironía—. Usted y yo sabemos que vine aquí jugándome la vida para tratar de detener esa rebelión.

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