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Authors: Doris Lessing

El sueño más dulce (12 page)

BOOK: El sueño más dulce
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Rose seguía sentada: qué diablos, no permitiría que nadie se aprovechara de ella.

El influjo de la Navidad, esa fiesta recalcitrante, ya había empezado a sembrar angustia la noche del 12 de diciembre, cuando Frances descubrió con sorpresa que estaba bebiendo por la independencia de Kenia. James levantó su copa, llena hasta el borde de rioja, y brindó:

—Por Kenia, por los keniatas, por la libertad.

Como de costumbre, su semblante dulce y amistoso, aunque quizá sólo en su faceta pública y, enmarcado por una cascada de rizos negros, transmitía a diestra y siniestra mensajes de generosidad ilimitada.

Habían dado buena cuenta de una opípara cena con la pequeña colaboración de Sylvia, que ahora siempre se sentaba a la izquierda de Frances. En su copa había una mancha roja: Andrew la había animado a beber un poco, asegurándole que le sentaría bien, y Julia lo había apoyado. La humareda era más densa de lo habitual; por lo visto, esa noche, todos fumaban para celebrar la independencia de Kenia. Todos salvo Colin, que espantaba el humo cuando le llegaba a la cara.

—Se os pudrirán los pulmones —masculló.

—Es sólo por esta noche —dijo Andrew.

—Voy a pasar las Navidades en Nairobi —anunció James mirando alrededor, orgulloso pero incómodo.

—Ah, ¿vas con tus padres? —preguntó Frances sin pensar, y recibió un silencio como castigo.

—Seguro —se burló Rose. Apagó el cigarrillo y encendió otro compulsivamente.

—Mi padre luchó en Kenia —le informó James—. Era militar. Dice que es un lugar agradable.

—Vaya, ¿o sea que tus padres viven allí? ¿O tienen la intención de trasladarse? ¿Los visitas de vez en cuando?

—No, no viven allí—respondió Rose—. Su padre es inspector de Hacienda en Leeds.

—¿Y eso es un crimen? —inquirió Geoffrey.

—¡Son tan carcas! —exclamó Rose—. No os imagináis hasta qué punto.

—No son tan terribles —replicó James, ofendido—. Debemos mostrarnos tolerantes con la gente que todavía no está concienciada.

—Caramba, así que piensas concienciar a tus padres, ¿eh? —dijo Rose—. No me hagas reír.

—No he dicho eso —repuso James, dándole la espalda a su prima para mirar a Frances—: Mi padre me enseñó fotos de Nairobi. Es genial. Por eso voy a ir.

Frances consideró innecesario incurrir en el mal gusto de señalarle que sólo tenía diecisiete años, así como preguntarle si disponía de pasaporte y visado, o cómo pensaba pagar el viaje.

James volaba con las alas de un sueño adolescente que no se fundaba en la aburrida realidad. Como por arte de magia aterrizaría en la calle principal de Nairobi..., donde correría al encuentro del camarada Mo..., se integraría en un grupo de afectuosos compañeros y pronto se convertiría en un líder y pronunciaría fogosos discursos. Y como tenía diecisiete años, aparecería una chica. ¿Cómo la imaginaba? ¿Negra? ¿Blanca? Frances lo ignoraba. Las tristes verdades de la guerra se habían esfumado y sólo quedaban altos cielos azules, vastos espacios y un buen hombre (corrección: un buen tipo) que había salvado la vida de su padre. Un negro. Un áscari que había arriesgado su vida por un soldado británico.

¿Qué sueño equivalente había acariciado Frances a los dieciséis años? No, a los dieciséis no, porque había estado demasiado enfrascada en sus estudios, pero ¿y a los diecinueve? Sí, estaba segura de que había alimentado fantasías, a raíz de la participación de Johnny en la guerra civil española, de trabajar como enfermera militar. Pero ¿dónde? En un paisaje rocoso, con vino y olivas. Los sueños adolescentes no necesitan mapas.

—No podrás ir a Kenia —apuntó Rose—. Tus padres no lo permitirán.

Obligado a volver a la tierra, James tomó su copa y la vació.

—Ya que ha salido el tema, me gustaría hablar de las fiestas —dijo Frances, pero al ver los semblantes aprensivos se sintió incapaz de continuar. Sabían lo que iban a oír, porque Andrew los había puesto sobre aviso.

—Veréis, este año no celebraremos la Navidad en casa —les notificó—. Yo comeré en casa de Phyllida. Me llamó para decirme que no ha recibido noticias de mi..., de Johnny, y que detesta las Navidades.

—¿Y quién no? —intervino Colín.

—Ay, Colin, no seas así—lo riñó Sophie.

—Yo iré a casa de Sophie por su madre —anunció Colin sin mirar a nadie—. No podemos dejarla sola en Navidad.

—Pero yo creía que eras judía —señaló Rose.

—Siempre hemos celebrado la Navidad —explicó Sophie—. Cuando mi padre vivía... —Se mordió el labio inferior y se le humedecieron los ojos.

—Y Sylvia se va con Julia a casa de una amiga de ésta —dijo Andrew.

—Y yo pienso hacer como si fuese un día cualquiera —anunció Frances.

—Eso es horrible, Frances —protestó Sophie—. No puedes.

—No es horrible, sino maravilloso —repuso Frances—. Y tú, Geoffrey, ¿no crees que deberías volver a casa por Navidad? Sería lo correcto, ¿sabes?

Geoffrey, siempre atento a lo que se esperaba de él, sonrió con expresión cordial en señal de asentimiento.

—Sí, Frances. Lo sé. Tienes razón. Iré a casa. Además, mi abuela se está muriendo —agregó en el mismo tono de voz.

—Entonces yo también me iré a casa —decidió Daniel. Su cabello rojo refulgía, y su rostro se encendió aún más cuando añadió—: Iré a verte.

—Como quieras —dijo Geoffrey, revelando con esa descortesía que estaba deseando unas vacaciones lejos de Daniel.

—James, tú también vete a casa, por favor.

—¿Me estás echando? —preguntó él en tono jovial—. No te culpo. ¿Te has hartado de mi presencia?

—Por ahora sí —contestó Frances, que era incapaz de expulsar a alguien para siempre—. ¿Y qué me dices del instituto, James? ¿No piensas terminar los estudios?

—Claro que sí. —Andrew asintió, dejando claro que ya lo había reprendido antes. Los cuatro años que le llevaba le conferían ese derecho—. Es ridículo, James —agregó—. Sólo te queda un año. No te matará.

—Tú no conoces mi instituto —dijo James—. Si lo conocieras...

—Cualquiera es capaz de soportar un año de sufrimiento —aseguró Andrew—, o incluso tres. O cuatro —añadió mirando a su madre con aire contrito: se estaba delatando.

—De acuerdo —murmuró James—. Lo haré. Pero... —se volvió hacia Frances— sin el ambiente liberal de esta casa no creo que salga adelante.

—Podrás venir a vernos —dijo Frances—. Tendrás los fines de semana libres.

Sólo quedaban Rose y la enigmática Jill, siempre bien peinada, siempre pulcra, la amable rubia que casi nunca hablaba pero escuchaba, vaya si escuchaba.

—Yo no volveré a casa —declaró Rose—. No voy a ningún lado.

Entonces intervino Frances:

—¿Eres consciente de que tus padres podrían demandarme por robarles tu cariño... o algo por el estilo?

—No me quieren. Les importo una puta mierda.

—No es verdad —dijo Andrew—. Puede que no te caigan bien, pero se preocupan por ti. Me escribieron. Por lo visto, creen que soy una buena influencia.

—No me hagas reír —replicó Rose.

Los demás cambiaron miradas mientras asimilaban las connotaciones de ese pequeño intercambio de palabras.

—He dicho que no iré —repitió Rose, observando a cuantos la rodeaban con ojos de presa acorralada, como si fuesen sus enemigos.

—Escucha, Rose —terció Frances, intentando evitar que su antipatía hacia la joven se reflejara en su voz—. Villa Libertad cerrará durante las fiestas. —No aclaró durante cuánto tiempo.

—Puedo quedarme en el sótano, ¿no? No molestaré.

—¿Y cómo vas a...? —Frances dejó la frase en el aire.

Andrew cobraba una mensualidad y había estado pasándole dinero. «Podría acusarme de haberla tratado mal —había dicho—. En realidad, ya lo hace; le cuenta a todo el mundo que la seduje con engaños. Como el señorito malvado y la doncella. El problema es que yo no sentía nada por ella y ella estaba loca por mí.» ¿O por el sofisticado estudiante de Eton y sus contactos?, había pensado Franees. «Creo que el hecho de que viniera aquí lo complicó todo —había apuntado él—. Fue una revelación para ella. Procede de un ambiente bastante cerrado. Sus padres son muy agradables...» «¿Y piensas..., pensáis tú y Julia mantenerla indefinidamente?» «No —había respondido Andrew—. He dicho basta. Al fin y al cabo ya le ha sacado bastante provecho a un par de besos a la luz de la luna.»

No obstante, ahora se enfrentaban a una invitada que se negaba a marcharse. Cualquiera hubiese dicho que estaban amenazándola con la cárcel o la tortura. Parecía un animal encerrado en una jaula demasiado pequeña, mirando con furia alrededor.

Era una reacción desproporcionada, ridicula... Frances se mantuvo en sus trece, aunque la violencia de la chica empezaba a provocarle taquicardia.

—Rose, vuelve a tu casa para las fiestas. Sólo te pido eso. Tus padres deben de estar muertos de preocupación. Y tienes que hablar con ellos de tus estudios...

Rose se levantó con brusquedad de su silla.

—Mierda, lo que faltaba —estalló, y salió corriendo de la cocina llorando a moco tendido.

La oyeron bajar al apartamento del sótano.

—Vaya follón —comentó Geoffrey con ironía.

—Pero su instituto ha de ser horrible para que lo deteste tanto —observó Sylvia, que había aceptado regresar a la escuela mientras viviera allí, «con Julia», como decía ella. Había accedido a esforzarse al máximo para estudiar Medicina.

Lo que enfurecía a Rose, lo que la corroía de envidia, era que Sylvia —«Ni siquiera es de la familia, no es más que la hijastra de Johnny»— viviera en la casa como miembro de pleno derecho y que Julia la mantuviera. Por lo visto pensaba que ésta debía financiarle los estudios en un colegio progresista y alojarla durante todo el tiempo que se le antojara quedarse. «¿Crees que mi abuela nada en la abundancia? —le había preguntado Colin—. Ya tiene suficiente con Sylvia. Ya nos está pagando los estudios a Andrew y a mí. «No es justo —había replicado Rose—. No entiendo por qué ella puede tenerlo todo.»

Ahora sólo quedaba Jill, que no había abierto la boca. Al ver que todos la miraban, anunció:

—No iré a casa, pero pasaré el día de Navidad con mi primo de Exeter.

A la mañana siguiente Frances encontró a Jill en la cocina, hirviendo agua para el té. Puesto que en la cocina del sótano disponía de todo cuanto necesitaba, resultaba evidente que quería charlar.

—Sentémonos a tomar una taza de té juntas —propuso Frances.

Jill tomó asiento a la cabecera. Obviamente, no sería como hablar con Rose. La joven no miraba a Frances con hostilidad, y sin embargo se la veía seria y triste, rodeándose con los brazos como si tuviera frío.

—¿Te das cuenta de que me encuentro en una posición difícil ante tus padres, Jill? —preguntó Frances.

—Ah, creí que ibas a decirme que no tienes por qué mantenerme —contestó la chica—. Sería comprensible. Sin embargo...

—No iba a decir nada por el estilo; pero ¿no ves que tus padres deben de estar volviéndose locos de ansiedad?

—Les dije dónde estaba. Que estaba aquí.

—¿Acaso has pensado en dejar los estudios?

—No veo qué sentido tiene seguir.

Aunque no marchaba bien con los estudios, en Saint Joseph eso no representaba un problema.

—¿No comprendes que yo también me preocupo por ti?

Al oír aquello, Jill pareció revivir; abandonó su fría aprensión y se inclinó hacia delante.

—No debes preocuparte, Frances. Se está tan bien aquí... Me siento tan segura.

—¿Y en tu casa no?

—No es eso. Es que a ellos... no les gusto. —Y se encerró de nuevo en su caparazón, abrazándose, frotándose los brazos como si estuvieran helados.

Frances advirtió que esa mañana se había pintado largas líneas negras alrededor de los ojos, lo que constituía una novedad en aquella pulcra jovencita. Además, se había puesto un vestido mini de Rose.

Frances sintió deseos de abrazarla. Nunca había experimentado ese impulso con Rose: quería que se marchara. De manera que Jill le caía bien y Rose no. No obstante, ¿cuál era la diferencia si las trataba a las dos exactamente igual?

Frances estaba sola en la cocina, sentada a la mesa que había limpiado y encerado y que ahora brillaba como una patena. «Es una mesa realmente bonita cuando está despejada —pensó—. Sin platos ni tazas, sin gente alrededor.» Primero se había despedido de Sophie y de Colin, que iban elegantemente vestidos para la comida navideña; incluso Colin, que despreciaba la ropa. Después había aparecido Julia, con un traje de terciopelo gris y una especie de casquete con una rosa y un velo azulado. Sylvia llevaba un vestido que le había comprado Julia y con el que bien podría haber asistido a la iglesia hacía cincuenta años, de modo que Frances se alegró de que los entusiastas del tejano no la viesen; no quería que se rieran de ella. Sin embargo, se había negado a ponerse sombrero. El siguiente en marcharse fue Andrew, que iba a consolar a Phyllida. Había asomado la cabeza por la puerta para decir: «Todos te envidiamos, Frances. Bueno, todos menos Julia. Le preocupa que estés sola. Te aviso que recibirás un pequeño regalo de su parte. Le daba apuro decírtelo.»

Frances se quedó a solas. A lo largo y ancho del país las mujeres trajinaban junto al horno, rociando varios millones de pavos con su jugo mientras el budín de Navidad se cocía al vapor, las coles de Bruselas despedían gases sulfurosos, y se sembraban campos enteros de patatas en torno a las aves. Imperaba el mal humor, pero ella, Frances, disfrutaba de su soledad como una reina. Sólo aquellos que sabían lo agobiante que resultaba vivir con adolescentes exaltados —con seres emocionalmente dependientes que absorbían, comían y exigían— podían gozar del sublime placer de verse libres, aunque sólo fuese por una hora. Frances notó que su cuerpo entero se relajaba, que era como un globo capaz de elevarse y flotar. Y reinaba el silencio. Mientras que en otros hogares la música navideña atronaba y exaltaba los ánimos, allí, en esa casa, sin la televisión ni la radio... Un momento, le pareció oír algo en el sótano... ¿Estaba Rose abajo? Había dicho que se iba a la casa de los primos de Jill. Debía de tratarse de la música de los vecinos.

El silencio, por lo tanto, era casi absoluto. Inspiró, exhaló, oh felicidad, no tenía que preocuparse por nada ni pensar en nada durante horas. Sonó el timbre. Abrió la puerta, maldiciendo, y un sonriente joven vestido con un rojo atuendo navideño le hizo una reverencia y le entregó una bandeja envuelta en muselina blanca, retorcida en el centro y atada con un lazo rojo.

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