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Authors: Doris Lessing

El sueño más dulce (16 page)

BOOK: El sueño más dulce
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—Me temo que no le veo la utilidad a lo que pide.

—En tal caso, me encargaré de organizar la reunión. Al fin y al cabo, sé quiénes son tus amigos, Johnny.

—¿Y qué te hace pensar que acudirían a una reunión que convocases tú, Mutti?

—Les mandaré una copia de la carta. ¿Quieres que te la lea?

—No, conozco las mentiras que algunos difundirán.

—Llegará a Londres dentro de dos semanas, y viene especialmente para eso... para hablar con los compañeros del partido. También viajará a París. ¿Propongo una fecha?

—Como quieras.

—Pero tiene que ser conveniente para ti. Supongo que le molestaría que no te presentaras.

—Te llamaré para concertar la fecha: pero que quede claro que me desvincularé de cualquier forma de propaganda antisoviética.

En la noche señalada, un insólito grupo de invitados ocupó la amplia sala. Johnny había invitado a amigos y camaradas, y Julia a unas cuantas personas que en su opinión debían estar presentes aunque él no se lo hubiese propuesto. Muchos seguían en el partido, otros se habían retirado como consecuencia de diversas crisis: el pacto entre Stalin y Hitler, la insurrección de Berlín, Praga, Hungría; incluso había alguno que se había marchado en la época de la invasión de Finlandia. Eran unos cincuenta, y la estancia estaba abarrotada de sillas y de personas de pie junto a la pared. Todos se definían como marxistas.

Andrew y Colin también se habían presentado, aunque antes se habían quejado de que la reunión sería una lata.

—¿Por qué lo haces? —preguntó Colin a su abuela—. Esto no es lo tuyo, ¿no?

—Tengo la esperanza de que esta reunión haga que Johnny entre en razón, aunque lo más seguro es que esté chocheando.

El grupo de Saint Joseph se encontraba en época de exámenes. James estaba en Estados Unidos. Las chicas del sótano habían escogido deliberadamente ese momento para ir a la discoteca: la política era una mierda.

Reuben Sachs cenó a solas con Julia: Frances habría coincidido con las chicas, incluso con el lenguaje que habían empleado. Sachs, un retaco desesperado y serio, no podía dejar de hablar de lo que le había ocurrido, y la reunión no fue más que la continuación de lo que había estado contándole a Julia, que después de aclararle que nunca había sido comunista y que no necesitaba que la persuadiera de nada, guardó silencio, pues resultaba evidente que el pobre necesitaba hablar mientras ella —o cualquiera— lo escuchaba.

Durante años había mantenido una difícil posición política en Israel, la de socialista que rechazaba el comunismo y pedía que los socialistas no alineados del mundo apoyaran las relaciones pacíficas con la Unión Soviética, lo que los pondría en una situación difícil ante sus propios gobiernos. Lo habían acusado de comunista durante la guerra fría. La naturaleza no lo había dotado con el temperamento más indicado para estar constantemente en el punto de mira, recibiendo disparos desde todos los frentes. Se notaba en sus discursos agitados, fervientes, en sus ojos a un tiempo suplicantes y furiosos; y las palabras que repetía una y otra vez, como un estribillo, eran: «Nunca he renegado de mis ideas.»

Había llegado a Praga en misión de paz y conciliación, pero lo habían arrestado acusándolo de ser un espía sionista al servicio del imperialismo yanqui. En el coche de la policía se dirigió a sus captores en los siguientes términos: «¿Cómo es posible que vosotros, como representantes de un Estado obrero, os ensuciéis las manos con un trabajo como éste?», y repitió esas palabras después de que lo golpearan una y otra vez. Lo mismo ocurrió en la prisión. Pese a que los guardias eran unos brutos, y los interrogadores también, él siguió tratándolos como a seres civilizados. Hablaba seis idiomas, pero ellos insistieron en interrogarlo en una lengua que no conocía, el rumano, de manera que al principio no supo qué cargos se habían presentado contra él. De hecho englobaban toda la gama de actividades antichecoslovacas y antisoviéticas. «Pero se me dan bien los idiomas, déjenme explicar...» En los interrogatorios adquirió suficientes nociones de rumano para defenderse. Durante semanas, meses, años, sufrió malos tratos y humillaciones, pasó días enteros sin comer, noches enteras sin dormir... Lo sometieron a todas las torturas favoritas de los sádicos. Esa situación duró cuatro años. Continuó declarándose inocente y explicando a sus interrogadores y carceleros que con esa clase de trabajo mancillaban el honor del pueblo, del Estado obrero. Tardó bastante tiempo en descubrir que su caso no era único, que las cárceles estaban llenas de hombres como él, que se comunicaban en código morse dando golpecitos a las paredes y aseguraban que estaban tan sorprendidos como él de encontrarse en prisión. También explicaban que «el idealismo no resulta apropiado en estas circunstancias, camarada». Entonces se le cayó la venda de los ojos, según dijo. Aproximadamente cuando cejó en su empeño de hacer entrar en razón a sus torturadores, apelando a su mejor voluntad y a su extracción social, cuando perdió por completo la fe en las posibilidades a largo plazo de la Revolución rusa, lo liberaron durante una de las nuevas alboradas del Imperio soviético, y descubrió que aún era un hombre con una misión, aunque ahora ésta consistía en abrir los ojos de los compañeros que continuaban engañados sobre la auténtica naturaleza del comunismo.

A pesar de que Frances decidió que no quería oír «revelaciones» que había descubierto por sí misma hacía décadas, entró en la sala cuando ésta se llenó, y se sentó al fondo, al lado de un hombre cuyo rostro le sonaba vagamente pero que, a juzgar por el modo en que la saludó, se acordaba muy bien de ella. Johnny escuchaba sin prejuicios desde un rincón. Sus hijos se hallaban sentados junto a Julia en el otro extremo de la estancia, sin mirar a su padre. Sus caras reflejaban la misma tensión y desdicha que Frances veía en ellas desde hacía años. Si bien rehuían la mirada de su padre, a ella le dedicaron una sonrisa solidaria, aunque demasiado triste para que pasara por irónica, como pretendían. En aquella sala había personas a quienes conocían de su infancia y con cuyos hijos habían jugado.

Cuando Reuben comenzó su relato con la frase: «He venido a contaros la verdad, como es mi deber...», se hizo un silencio absoluto, no podría quejarse de que su público no le prestaba atención. Sin embargo, esos semblantes... no eran los que uno ve normalmente en una reunión, respondiendo a lo que se dice con sonrisas y gestos de asentimiento o de discrepancia. Eran rostros corteses, inexpresivos. Algunos de los presentes seguían siendo comunistas, lo habían sido durante toda su vida y no cambiarían: hay gente incapaz de cambiar una vez que se ha formado una opinión. Los que habían abjurado del comunismo criticaban a la Unión Soviética, algunos incluso con vehemencia, pero todos eran socialistas y conservaban su fe en el progreso, en esa escalera mecánica en permanente ascenso hacia un mundo más feliz. Y la Unión Soviética constituía un símbolo tan poderoso de esa fe que..., como dirían décadas después aquellos que habían vivido sumidos en sus sueños: «La Unión Soviética es nuestra madre, y uno no insulta a su madre.»

Estaban sentados escuchando a un hombre que había cumplido cuatro años de trabajos forzados en una cárcel comunista, sometido a un trato brutal; era una historia dolorosa y emotiva, y aunque de vez en cuando Reuben Sachs derramaba unas lágrimas por «la forma en que se ensuciaba y mancillaba el Gran Sueño de la humanidad», lo que pretendía era apelar a la razón de los presentes.

Por eso las personas que habían acudido a la reunión «para oír la verdad» mantenían un semblante inexpresivo, en algunos casos incluso estupefacto, escuchando como si el relato no les concerniese. El mensajero de «la verdad de la situación» disertó durante una hora y media y terminó con un apasionado llamamiento a que le hicieran preguntas sobre sus sufrimientos, pero nadie abrió la boca. Como si no se hubiese pronunciado una palabra, la reunión se dio por concluida porque la gente comenzó a marcharse tras darle las gracias a Frances, bajo la falsa impresión de que era la anfitriona, y saludar a Johnny con una inclinación de la cabeza. Nadie se pronunció. Si comentaban algo entre sí, era sobre otros temas.

Reuben Sachs permaneció sentado, aguardando aquello por lo cual había viajado a Londres, pero era como si hubiera hablado de la situación en la Europa medieval o incluso en la Edad de Piedra. No daba crédito a lo que veía, a lo que había sucedido.

Julia se quedó en su sitio, mirando alrededor con sarcasmo y una pizca de rencor, mientras que la expresión de Andrew y Colin era ostensiblemente burlona.

El hombre que estaba al lado de Frances no se había movido. Ella pensó que su inicial renuencia a asistir a la reunión había estado justificada: volvía a sentirse acuciada por antiguas desdichas y necesitaba recuperar la compostura.

—Frances —dijo él, intentando captar su atención—, no ha sido una charla agradable.

Ella sonrió con mayor vaguedad de la que a él le habría gustado, pero luego se fijó en su cara y pensó que al menos había alguien que había entendido lo que se había dicho.

—Soy Harold Holman. No me recuerdas, ¿verdad? Johnny y yo éramos inseparables en los viejos tiempos... Iba con frecuencia a tu casa cuando los críos eran pequeños. En ese entonces estaba casado con Jane.

—Al parecer he borrado todo eso de mi mente.

Entretanto, Andrew y Colin contemplaban la sala prácticamente vacía y Julia guiaba al triste y decepcionado portador de la verdad a sus habitaciones.

—¿Puedo llamarte alguna vez? —preguntó Harold.

—¿Por qué no? Pero hazlo a
The Defender
. —Bajó la voz para que no la oyeran sus hijos—. Estaré allí mañana por la tarde.

—De acuerdo. —Harold asintió y se marchó.

La conversación había sido tan intrascendente que sólo más tarde se le ocurrió pensar que él estaba interesado en ella como mujer, y eso debido a que había perdido la costumbre de esperar algo semejante. Colin se acercó y preguntó:

—¿Quién era ese tipo?

—Un amigo de Johnny..., de los viejos tiempos.

—¿Para qué va a llamarte?

—No lo sé. Quizá salgamos a tomar un café y recordar el pasado —respondió mintiendo con naturalidad, porque ese aspecto de su ser ya empezaba a renacer.

—Me voy al instituto —anunció Colin con aspereza y suspicacia, y se marchó a tomar el tren sin decir adiós.

—Iré a ayudar a Julia con nuestro invitado, pobrecillo —dijo Andrew, y se alejó con una sonrisa que era a un tiempo de complicidad y de advertencia, aunque tal vez no hubiese cobrado conciencia de ello.

Era inevitable que una mujer que, como Frances, había cerrado la puerta a su vida amorosa fuese descubierta cuando la abría de repente. Le gustaba Harold; resultaba evidente por el modo en que empezaba a revivir, se le aceleraba el pulso, la embargaba la animación.

Pero ¿por qué? ¿Por qué él? La había pillado por sorpresa, desde luego. Qué extraordinario. La ocasión había sido extraordinaria, ¿Quién lo habría creído de no haberlo visto? No le habría sorprendido en absoluto que el tal Harold fuese la única persona presente dispuesta a asimilar lo que había dicho Reuben Sachs. Asimilar: qué palabra tan acertada. Uno puede pasar una hora y media escuchando información capaz de destruir los cimientos de su preciosa fe, o información que no coincide con lo que ya se ha aprendido, y no asimilarla. Si todo cae en saco roto...

Esa noche Frances no durmió bien, porque se permitió fantasear como una colegiala enamorada.

Al día siguiente Harold le telefoneó para invitarla a pasar el fin de semana con él en un pueblecito de Warwickshire, y ella accedió con tanta naturalidad como si aquello fuese cosa de todos los días. Y de nuevo se preguntó qué cualidad poseía ese hombre para abrir con tanta facilidad la puerta que ella había mantenido firmemente cerrada. Se trataba de un individuo fornido, rubio y risueño que parecía observarlo todo con expresión entre distante y divertida. Era, o había sido, funcionario en una organización educativa. ¿Un sindicato?

Como sabía que el viernes recibirían la habitual invasión de jóvenes, subió a decirle a Julia que le gustaría tomarse el fin de semana libre. Con esas palabras.

Julia esbozó una sonrisa. ¿Era una sonrisa? Sí, y para nada maliciosa...

—Pobre Frances —comentó, sorprendiendo a su nuera—. Llevas una vida tediosa.

—¿De veras?

—Eso creo. Y los chicos pueden arreglárselas solos para variar.

Cuando salía, oyó un murmullo:

—Regresa a nuestro lado, Frances.

La sorprendió tanto que se volvió, pero Julia había retomado la lectura de su libro.

«Regresa a nuestro lado»... Vaya, qué perspicaz, qué incómodamente perspicaz. Porque de repente se había rebelado contra su vida, contra aquel esfuerzo sin tregua, y se había aventurado en un paisaje de sueños apasionados, donde se perdería... para no regresar a casa de Julia nunca más.

Maldita la gracia que les hizo la noticia a sus hijos. Al enterarse de que su madre pasaría el fin de semana fuera, los dos reaccionaron como si se marchara por seis meses.

—¿Adonde vas? —preguntó Colin por teléfono, desde el instituto—. ¿Y con quién?

—Con un amigo —respondió Frances, y se produjo un silencio cargado de desconfianza.

Andrew le dedicó su sonrisa más triste y temerosa, aunque él lo ignoraba.

Ella siempre había sido lo más estable en la vida de sus hijos, y de nada servía decir que ambos eran lo bastante mayores para concederle un poco de libertad. ¿A qué edad unos chicos tan inseguros como ésos dejan de necesitar la presencia constante de un progenitor? Su madre iba a pasar el fin de semana con un hombre, y ellos lo sabían. Si lo hubiera hecho en alguna otra ocasión..., pero qué obediente había sido siempre, pendiente en todo momento de la situación de sus hijos, de sus necesidades, como si quisiera compensarlos por las carencias de Johnny. ¿Como si quisiera? De hecho había tratado de compensarlos por las carencias de Johnny.

El sábado Frances salió furtivamente de la casa, consciente de que Andrew estaría alerta, pues no dormía bien, y de que tal vez Colin hubiera decidido levantarse antes de lo habitual, que era a media mañana. Alzó la vista hacia las ventanas de la fachada, temiendo ver las caras de sus hijos, pero allí no había nadie. Eran las siete de la mañana de un precioso día de verano, y su ánimo, a pesar del sentimiento de culpa, amenazaba con llevarla volando hasta el empíreo de la irresponsabilidad, y allí estaba él, su galán, su pretendiente, sonriendo, feliz de lo que veía: una mujer rubia (había ido a la peluquería) con un vestido de lino verde, sentada a su lado y volviéndose para reír con él de la inminente aventura.

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