Read El sueño más dulce Online
Authors: Doris Lessing
—Curiosa colección —observó Andrew con humildad. Estaba tan conmovido que se le saltaron las lágrimas.
—Ya lo ves —dijo Sylvia—. Necesitamos libros. Les encantan y no es nada fácil conseguirlos, por eso éstos están tan manoseados.
—Te prometo que te enviaré los que me pediste.
Ella guardó silencio. Calló con una actitud que Andrew supuso que había aprendido a adoptar y que ahora mismo estaba practicando. Sospechó que rezaba para sus adentros, pidiendo paciencia.
—Mira, tú no entiendes lo importantes que son los libros aquí —intentó explicar—. Ver a alguien sentado en una choza por la noche, leyendo a la luz de una vela..., ver a alguien que apenas sabe leer, esforzándose... —Se le quebró la voz.
—Oh, Sylvia, lo lamento muchísimo.
—No te preocupes.
La lista que le había enviado estaba en el maletín que había llevado consigo: ¿por qué? Porque siempre lo llevaba consigo.
Las flores de María. Teoría y práctica de la agricultura en el África subsahariana. Cómo escribir en buen inglés. Las tragedias de Shakespeare. Los desnudos y los muertos. Sir Gawain y el Caballero Verde. El jardín secreto. Manual de ingeniería práctica. Mowgli. Las enfermedades del ganado en el sur de África. Sbaka, el rey zulú. Jude el oscuro. Cumbres borrascosas. Tarzán
. Y así sucesivamente.
Volvió a la sala. El padre McGuire estaba de nuevo allí, tras recuperar las fuerzas. Cuando los dos hombres salieron al furioso resplandor del sol, Sylvia se arrojó sobre la cama, llorando. Había prometido a quienes acudían una y otra vez a la casa en busca de libros que estaba a punto de recibir una nueva remesa. Se sentía abandonada. Andrew siempre había representado para ella la ternura y la bondad perfectas; era el dulce hermano mayor a quien podía contarle o pedirle cualquier cosa, pero se había convertido en un extraño. ¡Ese deslumbrante traje blanco...! ¿Cómo se le había ocurrido vestirse de lino blanco para visitar la misión de San Lucas? Esa tela debía de tener el tacto de una crema espesa entre los dedos. Ese traje entrañaba una ofensa muy sutil hacia ella, el padre McGuire y Rebecca. En otro tiempo habría podido decírselo y ambos se habrían reído de ello.
Durmió, se despertó y preparó té: Rebecca no volvería hasta la hora de la cena. Había hecho galletas para el visitante.
Los dos hombres regresaron. Aunque Andrew sonreía, estaba silencioso y parecía agotado; no había dormido.
—Aquí está mi té —dijo el padre McGuire—. Te aseguro que lo necesito, pequeña, vaya si lo necesito.
—¿Y bien? —preguntó Sylvia en tono agresivo dirigiéndose a Andrew, pues sabía lo que había visto.
Seis edificios, cada uno con cuatro aulas abarrotadas de alumnos, desde niños hasta hombres y mujeres jóvenes. Habían recibido a este representante de las altas esferas del poder con exagerada efusividad y luego se habían quejado de que necesitaban libros de texto. «¿Cómo vamos a hacer los deberes, señor? ¿Cómo vamos a estudiar?»
No había un solo atlas ni un globo terráqueo en toda la escuela. Cuando les había interrogado al respecto, los alumnos no habían entendido de qué les hablaba. Los afligidos y frustrados jóvenes maestros se lo habían llevado aparte para suplicarle que les consiguiese libros que les enseñaran a enseñar. Tenían entre dieciocho y veinte años, pocos estudios y ninguna preparación pedagógica.
Andrew nunca había estado en un lugar más deprimente: aquello no era una escuela. El padre McGuire lo había escoltado de un edificio al otro, caminando a toda prisa por el polvo para huir del sol y refugiarse en las zonas de sombra, presentándolo como un amigo de Zimlia. Su fama como miembro de Dinero Mundial —aunque el padre McGuire no había pronunciado esas palabras mágicas— se había difundido por toda la escuela. Lo recibieron con gritos de alegría y con canciones, y mirara donde mirase veía caras expectantes.
—Le contaré la historia de este lugar —le había dicho el sacerdote—. Nosotros, los miembros de la misión, tuvimos una escuela aquí durante muchos años, desde los principios de la colonia. Era una buena escuela. No había más de cincuenta alumnos. Algunos de ellos ocupan ahora cargos en el Gobierno. ¿Sabía que la mayoría de los gobernantes africanos se educaron en las escuelas de las misiones? Durante la guerra, el camarada presidente Matthew prometió que todos los niños del país podrían acceder a la educación secundaria. Se construyeron escuelas por todas partes. Pero no hay maestros, no hay libros ni cuadernos. Cuando el Gobierno tomó las riendas de nuestra escuela..., bueno, fue el fin. No creo que uno solo de los niños que hoy ve aquí lleguen a ser miembros del gabinete; de hecho, nunca ocuparán puestos que requieran cierto nivel de educación. —Después de beber un sorbo de té, agregó—: Las cosas mejorarán. Le ha tocado ver lo peor. Esta es una región muy pobre.
—¿Hay muchas escuelas como ésta?
—Sí, desde luego —respondió el padre McGuire con sinceridad—. Muchas. Muchísimas.
—¿Y qué pasará con esos niños? Aunque muchos parecen adultos.
—Serán desempleados —contestó el padre McGuire—. Desempleados, sí, con toda seguridad.
—Debería marcharme —se excusó Andrew—. Mi vuelo sale a las nueve.
—Ahora, si me permite el atrevimiento, ¿existe alguna posibilidad de que haga algo por nosotros, por la escuela, por el hospital? ¿Pensará en nosotros cuando regrese a la paz y la tranquilidad de...? ¿Dónde ha dicho que está la sede de su organización?
—En Nueva York. Pero creo que ha entendido mal la situación. Destinaremos fondos a Zimlia, un préstamo muy importante, pero no...
—¿Quiere decir que somos indignos de su atención?
—De la mía no —dijo Andrew con una sonrisa—, pero Dinero Mundial trabaja con las altas esferas de... Sea como fuere, hablaré con alguien. Me pondré en contacto con Cooperación Internacional.
—Se lo agradeceríamos mucho —dijo el padre McGuire.
Sylvia guardaba silencio. El pliegue de su entrecejo la hacía parecer una bruja enfurruñada.
—¿Por qué no te tomas unas vacaciones y vas a verme a Nueva York? —le propuso.
—Te convendría, niña —dijo el padre McGuire—. Sí, te convendría.
—Gracias, lo pensaré. —No lo miró.
—¿Y podría usted dejar un paquete en casa de los Pyne? —pidió el sacerdote a Andrew—. Sólo dejarlo en la puerta. No hace falta que entre si tiene prisa.
Fueron hasta el Volvo y pusieron el paquete para los Pyne en el asiento trasero.
—Te enviaré los libros, cariño —le aseguró a Sylvia.
Un par de semanas después un mensajero especial, un motorista de Senga, les llevó un saco. Contenía libros, enviados por avión desde Nueva York hasta Senga, recogidos por InterGlobe, que se encargó de pasarlos por la aduana, y transportados en moto hasta allí.
—¿Cuánto ha costado el envío? —quiso saber el padre McGuire, tras ofrecer una taza de té al exiliado de las brillantes luces de Senga.
—¿Se refiere a la suma total? —preguntó el mensajero, un elegante negro de uniforme—. Bueno, aquí lo pone. —Sacó un papel—. El remitente se gastó unas cien libras —añadió, impresionado por la suma.
—Con eso podríamos construir una sala de lectura, o una guardería infantil —observó Sylvia.
—A caballo regalado no le mires el dentado —sentenció el padre McGuire.
—Pues yo se lo estoy mirando —replicó ella, repasando la lista de libros. Andrew se la había pasado a su secretaria, y ésta la había perdido. Por lo tanto, había ido a la librería más cercana y había comprado todos los éxitos de venta, sintiéndose satisfecha de sí misma, incluso saciada, como si los hubiera leído ella misma: se había propuesto empezar a leer muy pronto. Aquellas novelas resultaban inapropiadas para la biblioteca de Sylvia—. Todo el que pide recibe y el que busca encuentra.
La historia del hospital, que Andrew no había llegado a oír, era la siguiente: durante la guerra de la liberación, aquella región había estado atestada de combatientes, porque sus colinas, cuevas y barrancos la hacían ideal para la lucha guerrillera. Una noche el padre McGuire había despertado y visto a un joven de pie junto a su cama, apuntándolo con un arma. «Levántese con las manos en alto», le había ordenado. El sacerdote, todavía adormilado, empezó a levantarse con lentitud, y el guerrillero le juró que lo mataría si no se daba prisa. Era un muchacho de dieciocho años, o menos, y estaba tan asustado como el padre McGuire: el fusil temblaba.
—Tranquilo, ya voy —respondió, el padre McGuire, poniéndose de pie con torpeza. Sin embargo, no podía mantener las manos en alto; las necesitaba para ponerse la bata mientras el chico sacudía el arma en un gesto apremiante—. ¿Qué quieres?
—Queremos medicinas, queremos
muti
. Uno de nuestros hombres está muy enfermo.
—Entonces acompáñame al cuarto de baño. —En el botiquín no había más que píldoras para la malaria, aspirinas y algunas vendas—. Llévate lo que quieras.
—¿Es todo lo que tiene? No le creo —Aun así cogió todo lo que había y añadió—: Queremos que venga un médico.
—Vamos a la cocina —dijo el sacerdote. Una vez allí le indicó—: Siéntate. —
Preparó té y sirvió unas galletas, que desaparecieron en el acto. Sacó un par de hogazas que había horneado Rebecca y se las entregó al joven junto con un poco de embutido. Todo fue a parar a un fardo de tela.
—¿Cómo quieres que consiga un médico? ¿Qué sugieres que les diga? Vosotros no hacéis más que tender emboscadas en la carretera.
—Diga que está enfermo y que necesita un médico. Cuando crea que esté por llegar, ate un trapo a esa ventana. Estaremos vigilando y traeremos a nuestro compañero. Está herido.
—Lo intentaré —prometió el cura.
Antes de internarse en la oscuridad, el joven se volvió.
—No le diga a Rebecca que hemos estado aquí —le advirtió en tono amenazador.
—¿Conoces a Rebecca?
—Nosotros conocemos a todo el mundo.
El padre McGuire reflexionó por un instante y luego escribió a un colega de Senga pidiendo un médico para un caso especial. Debía viajar mientras hubiera luz, no detenerse bajo ninguna circunstancia y llevar un arma. «Y no le comente nada a nuestras queridas hermanas, para no alarmarlas.» Una llamada telefónica: una conversación discreta, aparentemente sobre el tiempo y el estado de las cosechas. Luego: «Iré a verle con el padre Patrick, que estudió Medicina.»
El cura ató un trapo a la ventana y rezó para que Rebecca no reparase en él. Ella no dijo nada: él sabía que entendía mucho más de lo que aparentaba. Llegó el coche con los sacerdotes. Esa noche aparecieron dos guerrilleros y les informaron que su camarada estaba demasiado enfermo para trasladarlo. Necesitaban antibióticos. Los curas habían traído una buena provisión de fármacos, entre los que había antibióticos. El padre Patrick recomendó los más convenientes y los guerrilleros se marcharon, no sin antes comer hasta hartarse y vaciar la despensa.
El padre McGuire no se marchó de esa casa en la que cualquiera podía entrar cuando quisiera. Las monjas vivían rodeadas de vallas de seguridad, pero él las detestaba: cada vez que las visitaba se sentía como un prisionero. En su casa estaba indefenso; sabía que lo vigilaban y que corría el riesgo de que lo matasen: habían asesinado a varios blancos no muy lejos de allí. Cuando la guerra terminó, los dos guerrilleros se presentaron para expresarle su gratitud. Rebecca les dio de comer, aunque sólo porque el cura se lo ordenó. «Son mala gente», dijo.
El padre McGuire se interesó por la salud del herido: había muerto. Días después avistó de nuevo a los jóvenes por los alrededores: estaban sin empleo y furiosos porque habían creído que tras la liberación conseguirían un buen empleo y una vivienda digna. Contrató a uno de ellos para que se ocupara de pequeños trabajos de mantenimiento en la escuela. El otro era el hijo mayor de Joshua, que entró a estudiar en una clase llena de niños pequeños: aunque hablaba el inglés bastante bien, no sabía leer ni escribir. Además, estaba enfermo, muy delgado y cubierto de llagas.
El padre McGuire no había hablado de ellos con nadie hasta que le contó la historia a Sylvia. Rebecca no hablaba de los jóvenes. Las monjas no sabían de su existencia.
El cura se vio obligado a tener en la casa una cantidad cada vez mayor de medicamentos, porque la gente se los pedía. Mandó construir los cobertizos, incluido el que estaba al pie de la colina, y solicitó que le enviasen un médico de Senga: el camarada presidente Matthew había prometido atención médica gratuita para todo el mundo. Le mandaron un joven que no había terminado los estudios de enfermería por culpa de la guerra. El padre McGuire no se enteró de ello hasta una noche en que el joven se emborrachó y le preguntó si lo ayudaría a acabar la carrera. «Cuando dejes de beber —contestó el padre McGuire—, te escribiré una carta de recomendación.» No obstante, la guerra había trastornado a aquel guerrillero, que se había visto envuelto en ella a los veinte años: era incapaz de dejar la bebida. Se trataba del «doctor» del que Joshua le había hablado a Sylvia. En una larga carta dirigida a sus colegas de Senga, el padre McGuire se había quejado de que en la aldea no había médico y el hospital más cercano estaba a treinta kilómetros de distancia. Resultó que un sacerdote había conocido al padre Jack y a Sylvia durante una visita a Londres. Y así había comenzado todo.
Sin embargo, tenían previsto construir un buen hospital a diez kilómetros de allí, y cuando se inaugurara podrían desmantelar ese lugar vergonzoso, como lo llamaba Sylvia. «¿Por qué vergonzoso? —preguntó el padre McGuire—. Es muy útil. El día de tu llegada fue dichoso para nosotros. Eres una bendición para esta aldea.» ¿Y por qué las hermanitas de la colina no habían sido una bendición?
Las cuatro que habían estado expuestas a los peligros de la guerra no siempre habían vivido recluidas detrás de una verja. Habían enseñado en la escuela cuando ésta era buena. Se habían marchado después del conflicto. Eran blancas, pero las reemplazaron unas jóvenes negras cuyos hábitos azules y blancos las diferenciaban de las demás mujeres negras y les permitían huir de la pobreza, las desgracias y el peligro. Carecían de estudios, de manera que no podían impartir clases. Y habían acabado en ese sitio, que para ellas no era un refugio contra la pobreza, sino un horrible recordatorio de su existencia. Había cuatro monjas: la hermana Perpetua, la hermana Grace, la hermana Úrsula y la hermana Boniface. El «hospital» no era tal en el momento de su llegada, y cuando Joshua les ordenó que acudieran allí cada día, se encontraron con el mismo escenario del que habían escapado: bajo el dominio de un negro que esperaba ser servido. Buscaron excusas para no volver y el padre McGuire no insistió: de hecho, eran bastante inútiles. Habían escogido el refinamiento, no heridas supurantes. Cuando Sylvia llegó, la enemistad entre él y las monjas era tal que cada vez que se encontraban ellas le decían que rezarían por él, y a cambio recibían pullas, insultos y maldiciones.