—Para mí es muy duro, Víctor Alexéyevich —dijo Nastia en voz baja—. Me ha puesto en una situación que me obliga a dar órdenes a los chicos como si yo fuera el gran jefe y ellos unos simples recaderos. Están molestos y con razón. No me sienta nada bien este papel, no tengo madera de mandamás.
—Aguanta, Stásenka —dijo él, y por primera vez en muchos días, la voz del jefe sonó más suave y cálida—. Aguanta. Es necesario para la causa común. Acuérdate de cuando fuiste Lébedeva.
Cierto, Larisa Lébedeva había sido el primero y, sin duda, el más logrado de los papeles interpretados por Nastia Kaménskaya. Chantajista guapa, segura de sí misma, emprendedora, supo tender la trampa y sacar de su madriguera al sicario Gall, a cuyos servicios solían recurrir representantes de cierto altísimo escalafón. En el país había unos cuantos semejantes a Gall, se los podía contar con los dedos. Eran asesinos de clase superior, que cobraban honorarios altísimos y cuyos trabajos nunca llegaban a convertirse en objeto de investigaciones policiales, pues siempre pasaban por un accidente, un cataclismo, una muerte debida a causas naturales o un suicidio. En realidad, la tarea de la chantajista consistía en darle un susto al hombre que podría ordenarle al profesional del asesinato desplazarse a Moscú, y debía hacerlo de tal modo que el cliente se viese en la necesidad de contratar a un mercenario y que eligiese precisamente a Gall y a ningún otro. El equipo encabezado por Gordéyev el Buñuelo desarrollaba su juego, de hecho, a ciegas, a tientas, avanzando a pasitos cautelosos y sin saber si se movían en dirección correcta. El único indicio de que su actuación era la acertada sería que Gall atentase contra la vida de Larisa Lébedeva, es decir, de Nastia. Kaménskaya pasó una semana entera encerrada en un piso extraño y vacío, pendiente del menor ruido en la escalera, esperando con paciencia la aparición del hombre que vendría para matarla. Cuando Gall, en efecto, se personó dispuesto a consumar el asesinato, Nastia-Lébedeva pasó una noche con él a solas tratando de desembrollar sus planes. Y, además de desembrollarlos, obligarle a contárselos en voz alta. Todo cuanto se dijo en aquel piso lo escuchó el equipo de Gordéyev. Pero Gall, de por sí suspicaz, había previsto tal posibilidad y advirtió desabridamente a la chantajista que, si trabajaba para la policía y se atrevía a decir en voz alta algo que resultase peligroso para él, Gall, no le quedaban más de diez o quince segundos de vida, no la salvaría nada ni nadie, aun cuando en el piso de al lado se hubiera emboscado un grupo policial de choque. En efecto, en el piso de al lado se encontraba un grupo de choque en disposición de combate. Pero Nastia tomó la advertencia del asesino en serio y, cuando comprendió lo que se proponía y cómo pensaba actuar a continuación, no se atrevió a contravenir la prohibición e informar sobre los planes inmediatos del criminal a los compañeros, que escuchaban su conversación desde la unidad móvil de interceptación. En lugar de esto inventó un truco ingenioso pero poco menos que imposible, que sólo podría aportar resultados si se producía una concurrencia inverosímil de cierto número de circunstancias: los de la unidad móvil, que escuchaban su conversación con Gall, la conocían bien personalmente, sabían que de adolescente le habían apasionado las matemáticas, que había en su vida un doctor en ciencias, Alexei Mijáilovich Chistiakov, tenían su número de teléfono y no repararían en llamarle a las cuatro de la madrugada. Pero lo más importante era que tenían que captar cierta incongruencia contenida en las palabras de Nastia, ciertas frases y giros que no le eran propios, extraerlos del caudal de su discurso y comunicárselos a Chistiakov. El truco, en efecto, parecía abocado al fracaso pero en aquel momento a Nastia no se le ocurrió nada mejor porque Gall era un asesino de veras inteligente y peligroso, y hubiera sido una tonta incauta si no hubiera hecho caso a sus advertencias. A primera hora de la mañana Gall la llevó fuera de la ciudad; durante el viaje en el vacío tren eléctrico, Nastia se sintió como una oveja conducida al matadero que no tenía ni idea de si su plan había dado resultado o no. Gall la llevó a la casa de campo de su cliente, y allí fue donde Nastia conoció a Andrei Chernyshov y a su asombroso perro, Kiril, que con naturalidad y elegancia la llevó lejos de la emboscada que se le había tendido a Gall. La operación fue coronada por el éxito. Nadie más que Liosa Chistiakov supo cuánta salud le había costado, cuánto tiempo estuvo tomando pastillas porque había perdido el apetito y el sueño por completo, las veces que estuvo a punto de desmayarse por oír un sonido brusco y que cualquier nadería la hacía deshacerse en lágrimas.
—Víctor Alexéyevich —dijo Nastia midiendo cada palabra—. ¿Lo sabe… ya?
Gordéyev le dedicó una mirada cansina y no le contestó. Sólo movió vagamente la mano.
Arsén miraba sin parpadear a su interlocutor.
—¿Por qué no me ha dicho nada de Brizac desde el principio? —preguntó colérico.
—No creí… No pensé que la cosa llegara a esto —balbuceó aquél.
—Usted no pensó… —repitió Arsén con tirantez—. Ella, en cambio, sí lo pensó. ¿Qué quiere que haga ahora? Esa niña es mucho más peligrosa de lo que se imagina, yo ya me lo maliciaba. Si me hubiera hablado de Brizac en su momento, habría tomado precauciones. Cuando menos, no se habría ido a Italia.
—Pero si me había asegurado que un hombre suyo estaría en todo momento pisándole los talones. ¿En qué habrá fallado?
—Mal de muchos, consuelo de tontos —observó con una mueca despectiva Arsén.
—Desde el principio tenía que abstenerme de tratar con usted y hablar únicamente con los que vigilan al juez de instrucción. Le pago a usted un pastón y su gente la ha pifiado —apuntó furioso el interlocutor de Arsén.
—Mi gente hace todo cuanto puede pero hay una cosa que no puede hacer, y es colocarle un candado al cerebro de Kaménskaya. Comprenda por fin una cosa bien sencilla: mientras les llevábamos la delantera, podíamos parar la información perjudicial para nosotros. Pero por culpa de su talante reservado, esa moza se ha hecho con la información y ahora tendremos que influir sobre ella directamente para tratar de evitar que le dé alguna importancia. Y esto, amigo mío, es un procedimiento muy arriesgado y no siempre eficaz. Y también el precio será más elevado.
—¿Me busca la ruina?
—¡Dios me libre! —exclamó el hombre mayor agitando las manos—. Estoy dispuesto a desentenderme del asunto en cualquier momento. No tengo ningún interés personal en su negocio, soy un simple intermediario. Si no quiere pagarme, no me pague, mis hombres se olvidarán de este caso y se pondrán a trabajar en otro. Tenga en cuenta que nos sobran encargos, no nos morimos de hambre. Así que, ¿cuál es su decisión?
—Dios mío, ¡ojalá pudiera tomar otra decisión! —susurró con desesperación el hombre que ese día no iba ataviado con su elegante traje inglés sino con un pantalón y un grueso jersey de esquí, pues había acudido a la cita con Arsén desde su casa de campo—. Por supuesto, le pagaré pero, por favor, sálveme.
Sentada en su despacho, Nastia miraba con angustia a la ventana, detrás de la cual un diciembre tibio y lleno de barro y charcos se empeñaba en impedir que la ciudad adquiriera un aspecto atractivamente invernal y navideñamente festivo. El estudiante Mescherínov no había vuelto aún del archivo. Al parecer, le había llegado al alma lo que Nastia le había contado sobre las dificultades que entrañaba el estudio de sumarios penales y se había propuesto cumplir su cometido con esmero y meticulosidad.
Mirando a los automóviles aparcados delante de la valla de hierro forjado, se fijó en un BMW rojo, recién salido de fábrica, que antes nunca había visto por allí. Por reflejo clavó la vista en aquella mancha roja, llamativa en medio de la calle gris y sucia, y continuó absorta en sus reflexiones sobre el caso de Yeriómina y el comportamiento que debía adoptar respecto a sus compañeros.
—¿En qué piensas, pensadora? —sonó la voz de Yura Korotkov, aquel joven que malvivía junto con toda su familia y la suegra hemipléjica en un apartamento diminuto y esperaba con paciencia a que crecieran los hijos de su amiga para poder casarse con ella.
—En nada especial —sonrió Nastia—. He visto un nuevo BMW en la calle e intento adivinar quién habrá venido a nuestra cueva en un cochazo como éste.
—¿No lo sabes? —se extrañó Yura—. Es de nuestro Lesnikov. Ha cambiado de coche recientemente.
—¿No me digas? —dijo Nastia, a quien ahora le tocaba extrañarse—. ¿Con esa miseria de sueldo que nos pagan?
Korotkov se encogió de hombros.
—Te gusta tomarles la medida a los ingresos ajenos, ¿eh, Aska? —desaprobó él—. Por si no lo sabías, Igor tiene padres que se ganan bien la vida y está casado con una modista de alta categoría, que trabaja para el mismísimo Záitsev y cobra en correspondencia. De todos nosotros, eres la única independiente, la única que vive a partir de un presupuesto individual, todos los demás tenemos familia, así que, vete tú a saber de dónde sacan los medios.
La puerta volvió a abrirse y en el umbral apareció Igor Lesnikov.
—Vaya, estás aquí, Korotkov, con Anastasia, es que yo llevo una hora buscándote por todos los despachos —le increpó.
—¡Hablando del rey de Roma…! —se rió Yura—. Justamente estábamos admirando tu coche.
Igor hizo oídos sordos a sus palabras.
—Últimamente casi no te veo —dijo volviéndose hacia Nastia—. Antes te pasabas días enteros encerrada en el despacho pero ahora estás fuera siempre. ¿Trabajas en el caso de Yeriómina?
Nastia asintió en silencio temiendo nuevas preguntas que versarían sobre los detalles de la investigación.
—¿Y qué tal va eso? ¿Bien? ¿Has descubierto algo?
—Prácticamente nada. Este caso no tiene solución. Iremos dando largas al asunto hasta el 3 de enero, cuando se cumplan los dos meses, luego Olshanski lo parará y mi tormento habrá acabado. Estoy harta de patear las calles, lo mío es el trabajo sedentario.
—Bueno, todo el mundo lo sabe —sonrió Lesnikov—. Sobre tu pereza corren leyendas. Creo que nos estás tomando el pelo a todos, Anastasia.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Nastia, y abrió muchísimo los ojos, luchando contra un desagradable frío que de repente le invadió el estómago.
—Que en vez de trabajar lees novelas francesas. ¿Qué, vas a negarlo? Estos días, cada vez que entro en tu despacho, veo encima de tu mesa esos pequeños libros con tapas abigarradas y letras latinas. Y no se te ocurra decirme que tiene que ver con la solución del asesinato de Yeriómina, no tragaré por allí. ¿Y tú, Korotkov?
—Yo ¿qué? —se desconcertó Yura.
—¿Te crees que leer novelas francesas ayuda al trabajo policial?
—Yo qué sé. A lo mejor a Aska sí la ayuda. Como tiene esa cabeza tan rara…
La puerta se abrió una vez más y esta vez entró Volodya Lártsev.
—¡Os he pillado! Un detective se gana el sustento rondando las calles, y vosotros aquí, de palique, con la bendición de Aska.
—Y tú ¿qué haces? ¿Correr el maratón? —rebatió Lesnikov—. Corriendo has venido a buscarte la misma bendición.
—He venido a tratar un asunto de trabajo. Asia, ¿qué número calzas?
—Treinta y siete, ¿por qué? —contestó Nastia desconcertada.
—¡Magnífico! —exclamó Lártsev—. ¿Tienes botas de esquí?
—En mi vida las he tenido. Sólo una mente enferma podría imaginarme esquiando.
—¡Vaya, qué lástima! —se disgustó Volodya—. En el curso de preparación física de Nadiusa empiezan a esquiar, y no tiene botas. Las del año pasado ya no le sirven, y comprar botas nuevas sólo para un año es caro. Cuestan un riñón y la mitad del otro, aparte de que el año que viene volverán a quedarle pequeñas. La niña está creciendo. Qué pena —suspiró—, quería pedirte que me las prestaras, mala suerte. Qué le vamos a hacer. Por cierto, Asia, ¿qué tal te va con Kostia?
—¿Con Olshanski? Normal.
—¿No te aprieta demasiado?
—No, creo que no.
—Sabes, a veces puede ser un poco cortante…
—De esto sí que me he dado cuenta. ¿Por qué lo dices, te ha hablado mal de mí?
—No, no, qué va, está muy contento con tu trabajo. ¿Con qué lo has cautivado?
—Con mi belleza, que no es de este mundo —bromeó Nastia para zanjar la conversación, que empezaba a ponerla nerviosa.
Cada uno de los tres había intentado, de un modo u otro, hacerla hablar del caso de Yeriómina. ¿De qué se trataba, del simple interés por saber cómo le iba a una compañera o de algo más? ¿Cuál de los tres había querido sonsacarle, movido por ese «algo más»? ¿O estaban en el ajo los tres? «Dios mío —se desesperó Nastia—. Que se vayan, que me dejen en paz. Sólo me falta que uno de mis chicos me llame ahora.»
Por suerte, cuando vino Andrei Chernyshov, el despacho ya estaba vacío. Al verle la cara, Nastia comprendió que estaba seriamente enfadado por algo.
—¿Café? —le ofreció ella.
—No quiero. Escucha, Kaménskaya, es probable que seas una detective genial, pero ¿a qué viene hacerme quedar como un idiota? ¿Es que de veras crees que eres la única que discurre y los demás somos unos retrasados mentales?
Un mal presentimiento paralizó a Nastia pero hizo un esfuerzo por mantener la calma.
—¿Qué ha pasado, Andriusa?
—¿Que qué ha pasado? Sólo tu extrañísima forma de actuar. Cierto, estás al mando de nuestro grupo, Gordéyev te ha nombrado pero esto no te da derecho a ocultarnos información a nosotros, en concreto a mí.
—No te entiendo —replicó Nastia haciendo acopio de sangre fría y sintiendo cómo las manos empezaban a temblarle.
¡Se lo había advertido a Gordéyev, que no podía trabajar conforme las exigencias que le había impuesto!
—¿Por qué no me has dicho que Oleg había requisado la libreta de Kosar? Imagínate mi situación cuando le pregunto a la viuda sobre la libreta de su difunto marido y me contesta que un joven alto y rubio que trabaja en Petrovka se la ha llevado. Resulta que aquí la mano derecha no sabe lo que hace la izquierda. Naturalmente, la mujer se encerró en sí misma y no llegamos a ninguna parte. Seguramente, sospechó que yo la engañaba, que no trabajaba con el joven rubio. ¿Cómo debo interpretarlo?
—No sé nada de ninguna libreta —dijo Nastia lentamente—. Oleg no me la ha entregado.
—¿De veras? —preguntó Andrei receloso.
—Palabra de honor. Andriusa, no trabajo en la policía desde ayer. Créeme, jamás te habría puesto una zancadilla, y menos de esta forma tan burda.