El Talón de Hierro (21 page)

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Authors: Jack London

Tags: #ciencia ficción

BOOK: El Talón de Hierro
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—Todavía no lo entiendo. ¿Y qué pasará con los otros sindicatos? Hay muchos más fuera de la combinación que dentro de ella.

—A todos los demás sindicatos los roerán y los harán desaparecer poco a poco, pues, nótalo bien, los ferroviarios, los mecánicos y los metalúrgicos hacen todo el trabajo absolutamente esencial en nuestra civilización. Una vez seguro de su fidelidad, el Talón de Hierro puede hacer capirotazos ante las narices de todos los demás trabajadores. El hierro, el acero, el carbón, las máquinas y los transportes constituyen el esqueleto del organismo industrial.

—Pero, ¿y el carbón? —le pregunté. Hay cerca de un millón de mineros.

Son trabajadores más o menos sin habilidad profesional. No los tendrán en cuenta. Reducirán sus salarios y aumentarán sus horas de trabajo. Serán esclavos, como el recto, como todos nosotros, y quizás serán los más embrutecidos. Estarán obligados a trabajar del mismo modo que lo hacen ahora los granjeros para los amos que les robaron sus tierras. Y lo mismo ocurrirá con los demás sindicatos que estén fuera de la combinación. Debemos verlos vacilar y desperdigarse. Sus miembros estarán condenados al trabajo forzado por sus vientres vacíos y por la ley nacional.

¿Sabes lo que ocurrirá con Farley
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y sus rompe huelgas? Te lo voy a decir. Su oficio, como tal, desaparecerá, pues no habrá más huelgas. No habrá más que rebeliones de esclavos. Farley y su banda serán ascendidos a cómitres. Bueno, no van a emplear esa palabra; dirán que están encargados de hacer ejecutar la ley que prescribe el trabajo obligatorio… Esta traición de los sindicatos no hará más que prolongar la lucha, pero sólo Dios sabe cuándo triunfará la revolución.

—Con una alianza tan poderosa como la de la Oligarquía con los grandes sindicatos, ¿cómo esperar que la revolución pueda llegar a triunfar nunca? —pregunté. Una alianza así puede durar eternamente.

Ernesto sacudió la cabeza, negando.

—Una de nuestras conclusiones generales dice que todo sistema basado en clases y castas lleva en sí los gérmenes de su propia decadencia. Cuando una sociedad está fundada en las clases, ¿cómo puede impedirse el desarrollo de las castas? El Talón de Hierro no podrá oponerse y finalmente será destruido por ellas. Ya los oligarcas han formado entre ellos mismos una casta; pero espera que los sindicatos favorecidos desarrollen la suya… No tardará mucho. El Talón de Hierro hará todo lo posible para impedírselo, pero no lo logrará.

Los sindicatos favorecidos tienen la flor de los trabajadores norteamericanos. Son hombres fuertes y capaces; entraron en esos sindicatos para obtener empleos. Todos los buenos obreros de los Estados Unidos ambicionan llegar a ser miembros de las Uniones privilegiadas. La Oligarquía alentará esas ambiciones y las rivalidades resultantes. Así, esos hombres fuertes, que sin ello habrían podido volverse revolucionarios, serán ganados por la Oligarquía y emplearán su fuerza en sostenerla.

Por otra parte, los miembros de esas castas obreras, de esos sindicatos privilegiados, se esforzarán por transformar sus organizaciones en corporaciones cerradas; y lo conseguirán. La calidad de miembros se convertirá allí en hereditaria. En las corporaciones, los hijos sucederán a sus padres, y la sangre nueva cesará de afluir allí desde ese manantial de fuerza inagotable, que es el común del pueblo. De donde resultará una degradación de las castas obreras, que se tornarán cada vez más débiles. Al mismo tiempo, las castas adquirirán, como institución, una omnipotencia temporaria, análoga a la de los guardias del palacio en la Roma antigua; habrá revoluciones palaciegas, de suerte que el dominio pasará alternativamente de las manos de unos a las de los otros. Estos conflictos acelerarán el inevitable debilitamiento de las castas, de modo que en resumidas cuentas, sobrevendrá el día del pueblo.

No hay que olvidar que este esbozo de una lenta evolución social, era trazado por Ernesto en su primer movimiento de abatimiento provocado por la defección de los grandes sindicatos. Es un punto de vista que nunca pude compartir y del cual, ahora más que nunca, al escribir estas líneas difiero; pues en este momento, aunque Ernesto haya desaparecido, estamos en vísperas de una rebelión que barrerá todas las oligarquías. He referido aquí la profecía de Ernesto porque fue él quien la formuló. A pesar de que la expresó con fe, eso no le impidió luchar como un gigante contra su cumplimiento; y más que ningún otro hombre en el mundo fue él quien ha hecho posible la sublevación cuya señal aguardamos
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—Pero si subsiste la Oligarquía le pregunté, ¿qué será de los enormes excedentes con que se enriquecerán año tras año?

—Tendrá que gastarlos de una manera u otra, y puedes estar segura de que encontrará los medios. Se construirán magníficas carreteras; la ciencia, y sobre todo el arte, alcanzarán un prodigioso desarrollo. Cuando los oligarcas hayan apabullado completamente al pueblo, entonces podrán perder el tiempo en otras cosas: se convertirán en adoradores de la Belleza, en amantes de las artes. Bajo su dirección, y generosamente pagados, los artistas se pondrán a la tarea; de donde resultará una apoteosis del genio, pues los hombres de talento ya no estarán obligados, como hasta ahora, a sacrificarse al mal gusto burgués de las clases medias. Será una época de gran arte, lo profetizo, y surgirán ciudades de ensueño, al lado de las cuales las antiguas ciudades parecerán mezquinas y vulgares. Y en esas ciudades maravillosas morarán los oligarcas y adorarán a la Belleza
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Así, el exceso de renta será gastado constantemente, a medida que el trabajo cumpla su misión. La construcción de esas obras de arte y de esas grandes ciudades proporcionará una ración de hambre a los millones de trabajadores corrientes, pues la enormidad del excedente traerá aparejada la enormidad de los gastos. Los oligarcas construirán durante mil años, durante diez mil años quizá. Harán edificios como jamás soñaron hacerlos los egipcios y los babilonios. Y cuando hayan pasado, sus ciudades prodigiosas permanecerán y la Fraternidad del Trabajo recorrerá las carreteras y habitará los monumentos por ellos construidos.

Estas obras serán hechas por los oligarcas, porque no tendrán más remedio: deberán gastar su exceso de riqueza bajo la forma de trabajos públicos, como las clases dominantes del antiguo Egipto erigían templos y pirámides con la acumulación de lo que habían robado al pueblo. Bajo el reino de los oligarcas florecerá, no una casta sacerdotal, sino una casta de artistas, en tanto que las castas obreras pasarán a ocupar el lugar de nuestra burguesía mercantil. Y, abajo habrá el abismo, en donde se pudrirá y reproducirá constantemente, en medio del hambre y de la miseria, el pueblo ordinario, la masa gigante de la población. Y algún día, pero nadie sabe cuándo, el pueblo terminará por salir del abismo; las castas obreras y la oligarquía caerán en ruinas, y entonces, por fin, después de un trabajo de siglos, advendrá el día del hombre común. Yo había esperado ver ese día; pero ahora sé que jamás lo veré.

Hizo una pausa y me miró largamente; luego agregó:

—La evolución social es desesperadamente lenta, ¿no es cierto, querida mía?

Mis brazos se cerraron a su alrededor y su cabeza reposó en mi pecho.

—Canta para dormirme —murmuró, como un niño mimoso—; tuve una visión, y quisiera olvidarla.

CAPÍTULO XV:
LOS ÚLTIMOS DÍAS

Fue a fines de enero de 1913 cuando se manifestó públicamente el cambio de actitud de la Oligarquía hacia los sindicatos privilegiados. Los diarios anunciaron un aumento de salarios sin precedentes, al mismo tiempo que una reducción de las jornadas de trabajo para los empleados de los ferrocarriles, los trabajadores del hierro y del acero, los mecánicos y los maquinistas. Pero los oligarcas no se atrevieron a permitir que toda la verdad fuese divulgada enseguida. En realidad, el aumento de salarios era mucho más alto y los privilegios concedidos mucho mayores que los que se decía. Sin embargo, los secretos terminan siempre por traslucirse. Los obreros favorecidos hicieron confidencias a sus mujeres, éstas charlaron y pronto todo el mundo del trabajo supo lo que había sucedido.

Era el desarrollo lógico y simple de lo que en el siglo XIX se llamaba «sobrante». En la disputa industrial de esta época se había ensayado la participación obrera; es decir, que ciertos capitalistas intentaron apaciguar a los trabajadores interesándolos financieramente en su tarea. Pero la participación en los beneficios, considerado como sistema, era absurda e imposible: sólo podía prosperar en ciertos casos aislados dentro del conflicto general, pues si todo el trabajo y todo el capital se repartiesen los beneficios, las cosas volverían al punto de partida.

De esta manera, de la idea impracticable de la participación en los beneficios, nació la idea de la participación en la explotación. «Pagadnos más y compensaos con el público» fue el grito de guerra de los sindicatos prósperos.

Y esta política egoísta triunfó ampliamente. Al hacer pagar al cliente, se le hacía pagar a la gran masa del trabajo no organizado o débilmente organizado. Estos trabajadores eran, en realidad, los que proveían el aumento de salario de sus camaradas más fuertes, miembros de los sindicatos transformados en monopolios. Esta idea, vuelvo a decirlo, fue llevada a su conclusión lógica en una vasta escala gracias a la alianza de los oligarcas con las Uniones privilegiadas
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En cuanto se conoció el secreto de la defección de los sindicatos favorecidos, hubo murmullos y gruñidos en el mundo del trabajo. Después, las Uniones privilegiados se retiraron de las organizaciones internacionales y rompieron toda afiliación. Sobrevinieron entonces disturbios y violencias. Sus miembros fueron puestos en el índex como traidores; en los bares y casas públicas, en todas partes, fueron asaltados por los camaradas dé quienes se habían separado tan pérfidamente.

Muchas cabezas fueron averiadas y hubo muchos muertos. Ninguno de los privilegiados estaba seguro. Se reunían en bandas para ir y volver del trabajo. En las aceras se hallaban expuestos a tener el cráneo hundido por los ladrillos o los adoquines que les, arrojaban desde las ventanas y los techos. Les dieron permiso para armarse, y las autoridades los ayudaron en todas formas. Sus perseguidores fueron condenados a largos años de prisión, en donde eran tratados con toda crueldad. Entretanto, ningún hombre ajeno a los sindicatos privilegiados tenía derecho a llevar armas, y cualquier inobservancia de esta ley era considerada como delito grave y reprimida en consecuencia.

Ultrajado, el mundo del trabajo continuó tomándose venganza de los renegados. Las castas surgieron automáticamente: los hijos de los traidores eran perseguidos por los de los traicionados, al punto de que no podían corretear en las calles ni asistir a las escuelas. Sus mujeres y sus familias padecían un verdadero ostracismo, y hasta el almacenero de la esquina era boicoteado si les vendía provisiones.

El resultado fue que, repudiados por todos y refugiados en sí mismos, los traidores y sus familias formaron clanes. Viendo que era imposible estar seguros en medio de un proletariado hostil, se establecieron en nuevas localidades habitadas exclusivamente por sus semejantes. Los oligarcas favorecieron este movimiento. Para uso de los obreros y privilegiados se construyeron casas higiénicas y modernas, rodeadas de espacios amplios, de jardines y de campos de juego. Sus niños concurrieron a escuelas creadas para ellos con cursos especiales de aprendizaje manual y de ciencias aplicadas. Así, desde el comienzo, y de manera fatal, de este aislamiento nació una casta. Los miembros de los sindicatos privilegiados se convirtieron en la aristocracia del trabajo y quedaron separados de los demás obreros. Mejor alojados, mejor vestidos, mejor alimentados, mejor tratados, participaban del queso con frenesí.

En tanto, el resto de la clase obrera era tratado más duramente que, nunca. Les quitaron muchos de sus magros privilegios; sus salarios y su nivel económico bajaron rápidamente. Sus escuelas públicas no tardaron en caer en decadencia y poco a poco la instrucción pública dejó de ser obligatoria en ellas. En la nueva generación creció peligrosamente el número de analfabetos.

El apoderamiento del mercado mundial por los Estados Unidos había sacudido al mundo entero. En todas partes las instituciones y los gobiernos se desmoronaban o se transformaban. Alemania, Italia, Francia, Austria y Nueva Zelandia se estaban organizando en repúblicas cooperativas. El Imperio británico se resquebrajaba. A Inglaterra no le cabían más mercancías en sus brazos. La India estaba en plena rebelión. El grito de todo el Oriente era: «Asia para los asiáticos». Y desde el fondo del Extremo Oriente, Japón azuzaba y sostenía a las razas amarillas contra la raza blanca: mientras soñaba con un imperio continental y se esforzaba por realizar su sueño, aniquilaba su propia revolución proletaria. Fue una simple guerra de castas, coolíes contra samurais, y los obreros socialistas fueron ejecutados en masa. Mataron a cuarenta mil en las calles de Tokio y en el inútil asalto contra el palacio del Mikado. En Kobe hubo una carnicería: la masacre con ametralladoras de los hilanderos de algodón se ha convertido en el ejemplo clásico de exterminio más terrible que hayan realizado las modernas máquinas de guerra. Y la oligarquía que surgió de allí fue la más salvaje de todas. Japón dominó al Oriente y se apoderó de toda la porción asiática en el mercado mundial, con excepción de la India.

Inglaterra consiguió aplastar la revolución de sus propios proletarios y retener la India, pero a costa de un esfuerzo que casi la agotó. Se vio obligada a soltar sus grandes colonias. Fue así cómo los socialistas lograron instaurar repúblicas cooperativas en Australia y Nueva Zelandia. Y fue así también cómo se perdió Canadá para su madre patria. Pero Canadá ahogó su propia revolución socialista con la ayuda del Talón de Hierro. Al mismo tiempo, éste ayudaba a México y a Cuba a reprimir sus rebeliones. El Talón de Hierro se encontró, pues, sólidamente establecido en el Nuevo Mundo, desde el canal de Panamá hasta el Océano Ártico.

Al sacrificar sus grandes colonias, Inglaterra había conseguido a duras penas mantener a la India, aunque este éxito era sólo temporal, pues su lucha por la India con Japón y el resto del Asia quedaba simplemente diferida. Ella estaba destinada a perder dentro de poco aquella península, y este acontecimiento debía presagiar a su vez una guerra entre el Asia unificada y el resto del mundo.

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