Authors: Michael Bentine
El servidor D’Arlan no andaba con rodeos. Por eso era tan buen soldado.
Cuando De Barres confirmó formalmente a los nuevos servidores en su rango de comandantes de tropa, les dio a cada uno un abrazo. Belami advirtió que el mariscal prolongaba el contacto con el cuerpo esbelto y fuerte de Simon un poco más de lo que la ocasión requería. Al veterano servidor templario aquello no le gustó nada. Lo último que le faltaba a Simon era un problema con su nuevo comandante en jefe.
Los jóvenes estaban entusiasmados con el hecho de haber sido promovidos oficialmente y se fueron a celebrarlo con Belami, D’Arlan y otros jóvenes servidores de la guarnición de los templarios.
—Muy bien —dijo su tutor—, beberemos un buen vino tinto a vuestro cargo, mes braves, pero a partir de mañana habrá doble ejercicio, hasta que seáis capaces de manejar a vuestras tropas como sabéis manejar la espada.
Las calles de Acre bullían de actividad después de la larga siesta de la tarde. La súbita oscuridad aún no había caído y, como estaba a la mitad del verano, el desfile de ciudadanos de la rica ciudad era constante, paseando arriba y abajo mientras tomaban el fresco de la naciente noche.
Belami les indicaba los diferentes escudos que llevaban las monturas de los distintos caballeros francos, españoles, italianos y alemanes. Aquellos escudos colgados fuera de las viviendas de sus propietarios anunciaban la presencia del caballero en cuestión dentro de la casa.
—De Beaumont, Colin y David de Blois, Honfroi de Beau-lieu, Cartier de Manville, Robert d’Avesnes... Conozco a muchos de ellos. ¡Ah! He aquí uno que no me resulta familiar. Un grifo negro, en reposo sobre campo azur; sobre todo, una cruz teutónica. Ése es un caballo alemán; uno de los nuevos caballeros teutónicos, seguro. ¡Hola! —Belami cambió súbitamente de tema—. ¡Ahí tenéis un par de bellezas para vosotros!
El veterano señaló una lujosa litera, que llevaban sobre los amplios hombros cuatro robustos nubios, probablemente eunucos. Las cortinas de la litera estaban abiertas, por cuanto aún hacía calor, a pesar de la brisa marina que soplaba por las estrechas callejuelas. Dentro de la litera iban dos mujeres jóvenes, una deliciosa morena y una ceñuda pelirroja de generosas proporciones. Ambas iban ricamente vestidas y proferían risitas como adolescentes. Al pasar ante el grupo de los jóvenes servidores, las dos mujeres lanzaron admirativas miradas a la alta figura y las clásicas facciones de Simon. Aún seguían mirándole apreciativamente cuando la corriente de gente apresurada las llevó doblando la esquina.
—Una cosa no ha cambiado —dijo Belami, sonriendo—. Las putas siguen siendo hermosas en Acre.
Aquélla era una forma sorprendentemente diferente de ver Tierra Santa de las que les habían enseñado a Simon y Pierre. El viejo hermano Ambrose nunca había hecho referencia a ello.
Más tarde, cuando abandonaban la taberna donde celebraran modestamente el nombramiento, los jóvenes vieron otro aspecto de la vida en ultramar. Esta vez se trató de un asunto de vida o muerte.
Su comandante en jefe, Robert de Barres, fue la figura central implicada. Paseaba por la calle de los Armourers, acompañado por dos de sus lanceros turcos de mayor confianza. Belami, Simon y Pierre acababan de despedirse de sus nuevos amigos, cuando todo sucedió con la velocidad de un rayo de verano. En un primer momento, De Barres se asomaba a una herrería para admirar una espléndida espada de Damasco a la que se le aplicaba el pulido final. Al cabo de un segundo, un árabe alto, que llevaba una gallabieh a rayas y un caftán con capucha, extrajo una daga y se la clavó a de Barres en la espalda.
—¡Asesino! —gritó Belami, una fracción demasiado tarde.
En una acción repentina, el veterano sacó su propia daga, la sopesó por una fracción de segundo y la arrojó.
El asesino no había logrado atravesar la cota de malla del mariscal de los templarios. Alzó la daga para intentarlo de nuevo mientras el caballero se volvía para parar el nuevo golpe.
La daga de Belami cruzó la angosta calle como un rayo y se hundió hasta la empuñadura en la garganta del asesino. Con un grito gutural, cayó a los pies de su posible víctima. Antes de que lanzara el último suspiro, De Barres había extraído la espada y atravesado el corazón del moribundo.
Simon se había adelantado con la intención de ayudar al mariscal, pero Belami le contuvo.
—No intervengas en esto, mon brave —le dijo, secamente.
El viejo soldado cruzó la calle y saludó a De Barres.
—Confío en que no estaréis herido, señor. Estos asesinos usan dagas envenenadas. ¿No sería prudente llamar a un hospitalario para que os atendiese, señor?
De Barres sonrió con una mueca de dolor. El golpe le había dolido terriblemente.
—Gracias por interesaros por mi vida, servidor Belami —repuso de mala gana—. Eso sí que es pensar con rapidez. Los mariscales templarios hace tiempo que son un blanco principal de esos asesinos, desde que nuestro fallecido Gran Maestro, Odó de Saint Amand, trató de eliminarles. Vos hacéis honor a vuestra reputación, servidor. —Su actitud cambió bruscamente—. ¡Bien hecho! Gracias a nuestra santa Señora y a vos, no estoy herido.
En cuanto se hubo recobrado de la conmoción del frustrado asesinato, el duro ordenancista se mostraba auténticamente agradecido. Más tarde, de vuelta en el cuartel de los templarios, Simon le preguntó a Belami:
—¿Por qué no dejasteis que interviniera? ¿Y qué tuvo que ver mi padre con esos asesinos?
Belami adoptó una grave expresión.
—En primer lugar, ni tú ni Pierre sabíais que esos asesinos actúan generalmente en pareja. Eso os colocaba a ambos en posición de riesgo. En segundo lugar, tu padre era un adversario activo del Culto de los Asesinos. Si no hubiese muerto en Damasco, en 1179, siendo prisionero de los sarracenos, los asesinos le habrían dado muerte con absoluta seguridad. Esos diablos nunca cejan en su propósito una vez que han decidido matar a una mujer o a un hombre.
El veterano se explicó más ampliamente:
—El Culto de los Asesinos es una rama de los musulmanes Shi’ite. Forman una secta extremadamente fanática, que no se condice con la compasión musulmana. Les llamamos Isma’lites. La fundó un persa loco en el siglo pasado. Se llamaba Hassan-as-Sabah. Tenía el cuartel general en Alamut, que significa: «nido de águila». Eso fue en las montañas Daylam, muy lejos hacia el norte. Los musulmanes les llaman Hashashijyun a los asesinos de esa secta, porque creen que utilizan la hierba mágica, el hachís, tanto antes como después de celebrar un sacrificio. Exteriormente, constituyen un grupo político dedicado al asesinato. Pero la actividad real, detrás de la fachada religiosa, es la magia negra. En otras palabras, mon ami, estos asesinos son unos brujos poderosos.
—¿Quieres decir que tienen poderes mágicos? —preguntó Simon.
—Eso dicen, y ciertamente parecen ejercer una influencia tremenda en todos los pueblos del mediano Oriente. Incluso Saladino, el gran jefe Ayyubid, les teme, y eso que es valiente como un león. Al parecer, los asesinos ya han llevado a cabo dos intentos contra su vida, y el último casi tuvo éxito.
—Yo creía que sólo atacaban a los cristianos —intervino Pierre, que acababa de unirse a ellos.
—¡Nada de eso! El culto tomará como blanco a cualquiera que se les cruce en su camino elegido. Saladino, como Odó de Saint Amand, intentó destruir a las alimañas. En el caso de nuestro Gran Maestro, el propio gran maestro de los Asesinos, Sinan-al-Raschid, o, como todos le conocemos, El Viejo de las Montañas, huyó en un caballo aparentemente sin jinete.
—¿Cómo realizó ese milagro? —rió Simon.
—Puedes reírte, muchacho, pero así sucedió —replicó Belami—. Un caballo sin jinete fue visto huyendo de la emboscada de los templarios y, al cabo de pocos minutos, el jefe de los asesinos estaba montado en él, perfilándose en el horizonte.
A Pierre los ojos se le salían de las órbitas, escuchando con incredulidad.
—¿Cómo es posible que lo sepáis, Belami?
—Porque estaba allí, mi incrédulo amigo. Nuestro Gran Maestro templario estaba tan perplejo como yo. Personalmente —agregó Belami, muy serio—, creo que el djinn de negro corazón estaba aferrado al costado de la silla del caballo supuestamente sin jinete, corriendo en dirección al sol y oculto por la manta de la silla. Es un truco que he visto realizar a los arqueros montados escitas para hacer creer al enemigo que fueron derribados del caballo.
Todo el mundo creía en la brujería y la hechicería, y la magia existía con la misma realidad que los rayos, las enfermedades y la muerte. Ése era el secreto que avalaba el éxito del uso del terror como táctica por parte de los Asesinos.
Luego, cuando Belami estuvo de nuevo a solas con Simon, le dijo:
—Sinan-al-Raschid nunca debe saber que eres el hijo de Odó de Saint Amand, ¡pues sería tu sentencia de muerte!
Simon se sonrió, pero su sonrisa se esfumó ante la expresión de Belami.
—¿Quieres decir que ese Viejo de las Montañas puede hacerme matar, como si fuese una hormiga?
—En cualquier momento y en cualquier lugar —contestó Belami, con mirada sombría—. Su poder se extiende, como un largo brazo, hasta más allá de las playas de ultramar..., incluso hasta Europa y la hiperbórea isla de Inglaterra. Es por eso que no quise que te vieras envuelto en la pelea.
—Había un hombre allí cerca —explicó Simon—, un pelirrojo alto, de barba enmarañada, también envuelto en un caftán. No me habría fijado en él, Belami, pero me llamó la atención porque tenía un solo ojo. El otro lo llevaba tapado con un parche negro.
Simon le recordaba vívidamente.
—Debía de ser el otro Asesino del equipo —comentó el veterano—. No creo que te viera, Simon, pero indudablemente me vio a mí y me recordará en acción. No te preocupes, tengo ojos en la nuca. Siempre tengo un ojo bien abierto para que no me sorprendan los Asesinos.
Los deberes de los templarios en Acre eran muy similares a los del resto de la guarnición, pero, como ocurría con los hospitalarios, tenían su propia disciplina y podían abandonar la ciudad en patrullas cuando querían. Más que cualquier otra cosa, eran las finanzas de los templarios lo que mantenía las Cruzadas vivas. Sus empresas comerciales extensivas les reportaban inmensas riquezas, y su habilidad para transferir grandes fondos, sin haber de transportar físicamente el pesado tesoro, tenía una extraordinaria importancia. A pesar de las gabelas del Papa y de los impuestos que se recaudaban en toda Europa e Inglaterra para las Cruzadas, los tesoros de los templarios ocupaban el primer lugar, financieramente hablando. De ahí su absoluta libertad de acción.
Simon y Pierre no tardaron en ejercitarse en las prácticas de la artillería de sitio, y De Barres dedicó toda una jornada a explicar la estrategia y las tácticas de las principales defensas de Acre.
—Como podéis ver, nuestras defensas exteriores son más que suficientes para demorar un estado de sitio durante muchos meses —dijo—. También podemos recibir provisiones por mar. Cuando vosotros llegasteis, estuvisteis bajo la protección de nuestras catapultas, que pueden lanzar piedras y balas de fuego griegas a una distancia de 300 yardas. No os sorprenda... Este gran alcance se lo da el hecho de estar emplazadas en las altas torres de Acre. Si un día nos atacara Saladino, tendría que acercar muchísimo su artillería de sitio para poder contrarrestar nuestro poder de defensa. Nosotros les superamos en un rango superior al centenar de yardas.
Los dos servidores asintieron con la cabeza para expresar que habían comprendido, y De Barres, que desde el dramático intento de asesinato había aflojado un tanto su férrea disciplina, puso una mano amigable sobre el hombro de Simon.
—Me dicen que eres un buen arquero, De Creçy —dijo, con lo que pretendía ser una cálida sonrisa. De hecho era una horrible desdentada, pues los dientes frontales del mariscal se los había roto una maza sarracena—. Podrás usar tu talento efectivamente desde estas murallas. Los múltiples matacanes que adornan las almenas sólo son suficientes para evitar la colocación de escaleras y otros artilugios con que salvar las murallas de la ciudad; pero sólo hay espacio para un arquero en cada uno de esos compartimientos de piedra. Tú te sentirás mejor, servidor De Creçy, detrás de un refugio de madera colocado en una de las torres.
Mientras hablaba, De Barres le apretaba el bíceps a Simon de una forma afectuosa y morosa, que desagradó al joven en gran manera, si bien refrenó el deseo de quitarle la mano de encima. Belami también advirtió aquel gesto de parte del mariscal y se quedó preocupado.
—Como muy pronto aprenderéis cuando salgáis en patrulla por el desierto, una de nuestras necesidades tácticas más importantes es el agua —continuó el mariscal—. Usadla con sobriedad, porque los que conocen todos los manantiales y oasis en muchas millas a la redonda pueden envenenarlos todos. La provisión de agua que llevéis en vuestra bota de cuero de cabra, es literalmente vuestra vida. El sol seca rápidamente la piel y muy pronto el cuerpo pierde sus fluidos. El servidor Belami, por experiencia, conoce la vital importancia de un cuidadoso racionamiento del agua en el desierto.
Cuando De Barres terminó su disertación, preguntó a los servidores si tenían alguna pregunta que hacer.
Simon preguntó:
—Señor, ¿por qué hay tantos castillos y fortalezas en este mapa? ¿Seguro que los templarios son los únicos que patrullan las rutas de los peregrinos de Acre, pasando por Jaffa, a Jerusalén?
De Barres sopesó la pregunta.
—Ésa era la idea original, que yo apoyaba plenamente. Sin embargo... —Titubeó y luego se lanzó a pronunciar un inesperado discurso—. El motivo de esta fortificación de Tierra Santa se debe al ansia de poder. Los templarios contribuimos a dotarlos de gente, por supuesto, pero sólo hemos construido un pequeño número de castillos, y están situados en lugares importantes dentro de los caminos de peregrinaje. ¡No lo han hecho así los demás!
Evidentemente, De Barres se había embarcado en su tema favorito.
—La avaricia y la lujuria, ésos son nuestros verdaderos enemigos. A los Asesinos se les puede comprar con oro, y muchos de los crímenes que cometen los maquinan los cristianos contra otros cristianos. Hoy en día todo es política en Tierra Santa. Las cosas han cambiado desde nuestros tiempos, servidor Belami. Príncipes, reyes, señores y condes disputan actualmente unos con otros por el dominio del reino de Jerusalén. Trágicamente, el joven rey Balduino está agonizando, aun cuando sigue reinando; eso significa que Guy de Lusignan, Raimundo III de Trípoli y Reinaldo de Chátillon, y otros que son igualmente inescrupulosos, mantienen el dominio real en Jerusalén. El rey Balduino IV ha sido atacado por la lepra, lo que es una razón por la cual los hospitalarios que le atienden mantengan una posición tan poderosa en Jerusalén..., más poderosa, pienso yo a veces, que la de nuestra propia Orden bajo Arnold de Toroga, el Gran Maestro.