Authors: Michael Bentine
Mientras tanto, el rey Guy de Lusignan había formado un ejército, que posteriormente reforzó con la flota siciliana, la cual se hizo presente para aliviar la presión que los conquistadores sarracenos del sultán ejercían contra los cruzados.
Luego se le unieron los pisanos de Tiro y un inesperado conjunto de cincuenta naves, gobernadas por daneses y frisios, que transportaban diez mil cruzados más, de los cuales una pequeña proporción eran caballeros.
Eso proporcionó a De Lusignan unos veinte mil hombres en total, una variada serie de lanceros, mercenarios, auxiliares y peregrinos armados, así como unos setecientos caballeros. Entre éstos se encontraban guerreros tan avezados como sir James de Avesnes, el fornido obispo de Beauvais y el misterioso «Caballero Verde», un noble español que guardó el anonimato durante todo el tiempo que permaneció en Tierra Santa, todo vestido de verde y luchando como diez hombres.
Simon y Belami llegaron al campamento, donde fueron saludados con incrédulos gritos de reconocimiento por parte de quienes les conocían. Al fin y al cabo, habían transcurrido casi dos años desde que se les dio por desaparecidos después de la batalla de Hittin.
Los servidores templarios se presentaron enseguida ante su gran Maestro que, para disgusto de Belami, seguía siendo Gerard de Ridefort. Sin embargo, la adversidad había cambiado de alguna manera a aquel arrogante individuo, que, sorprendentemente, les recibió con entusiasmo.
—¿Cómo lograsteis sobrevivir? —fue como es natural su primera pregunta.
—Con la ayuda de Dios —repuso Belami— y en virtud de la enorme bondad y compasión del sultán Saladino.
—Su hermana Sitt-es-Sham y su médico personal Maimónides nos salvaron la vida al hacernos recuperar la salud.
Simon explicó lo ocurrido tan brevemente como pudo.
—¿Hicisteis juramento de lealtad o de no agresión a Saladino? —preguntó De Ridefort—. De ser así, yo os absuelvo: Saladino es un pagano.
Ambos servidores le miraron fríamente.
—No hicimos tal juramento. El sultán no nos lo impuso. Libremente nos permitió regresar, sabiendo perfectamente que continuaremos luchando contra él —dijo Belami, secamente.
—Como sea que le habíamos salvado la vida a su hermana al ser atacada por los hombres de De Chátillon, el sultán consideró que debía darnos la libertad. Es un hombre honorable —agregó Simon.
De Ridefort pasó por alto el implícito rechazo de su ofrecimiento de absolverles.
—Dos años es mucho tiempo —dijo, pensativamente—. ¿Fuisteis sus prisioneros pues?
—¡No! —exclamó Belami—. Fuimos sus huéspedes de honor y como tales fuimos tratados. Sólo después que el servidor De Creçy salvó al sultán de un atentado de los Asesinos, Saladino accedió a que volviéramos a unirnos a nuestra Orden, sin tomarnos juramento de lealtad ni de no agresión.
La cara del Gran Maestro enrojeció intensamente.
—Servidor De Creçy, ¿por qué demonios evitasteis que los asesinos de Saladino efectuaran lo que hemos estado tratando de hacer durante años?
Simon miró a De Ridefort directamente a los ojos.
—Porque era uno de los Asesinos de Sinan-al-Raschid quien se disponía a matar al sultán —respondió, con frialdad—. Y el Gran Maestro de los Asesinos es tan enemigo nuestro como Saladino. Matar al líder sarraceno sólo hubiera redundado en favor del culto de los Asesinos; en cambio, Saladino gustosamente se aliaría con la cristiandad para aplastar el monstruoso régimen de Sinan-al-Raschid. Instintivamente, me puse de parte de Saladino.
Era obvio que Simon daba una explicación veraz del caso. De Ridefort aceptó con renuencia sus palabras porque sabía que reflejaban la verdad. Aquellos dos templarios, el joven y el viejo, eran hombres honorables que habían combatido valientemente en Hittin, y él les había dado por muertos en el ensangrentado campo de batalla cuando escapó. Su informe era conciso y sin adornos retóricos. Llevaba el sello de la autenticidad.
De Ridefort era lo suficientemente inteligente como para darse cuenta de que era un Gran Maestro afortunado al contar con hombres tales como aquellos dos servidores templarios que ahora se unían a él. Necesitaba urgentemente jinetes experimentados, y tanto Belami como Simon eran unos magníficos comandantes de tropas. Al no tener otra alternativa, De Ridefort les saludó y les abrazó formalmente. Luego les llevó a ver al rey Guy de Lusignan, a quien le repitieron su extraordinaria historia.
—Estamos tratando con un hombre notable —comentó el rey, pensativamente—. Saladino es resuelto y diestro en el combate; en los Cuernos de Hittin nos enseñó esa terrible lección. Con todo, el sultán es una persona compasiva. Vos, Gerard, y yo le debemos la vida. Le rindo honores por su gran compasión.
Se volvió hacia los servidores templarios.
—¿Seguiréis combatiendo al paladín de los sarracenos? —inquirió.
—Estamos ligados a nuestra Orden por nuestros votos, majestad —dijo Belami—. Sé que hablo por el servidor De Creçy si digo: ¡nosotros luchamos por la cristiandad!
Ambos templarios desenvainaron las espadas y saludaron al rey. Como señal de reconocimiento, Guy de Lusignan les devolvió el gesto.
Luego, cuando estuvieron solos, Belami dijo:
—Si no fuese por nuestro sagrado juramento, quién sabe en qué bando preferiría luchar.
Simon asintió gravemente.
Su nuevo alojamiento fue una tienda agujereada, plantada detrás de las barricadas de tierra que formaban parte de una extensa red de trincheras abiertas en la parte de tierra de Acre.
Los cruzados habían avanzado penosamente mediante la excavación de aquellas barricadas, hasta llegar a la distancia de un tiro de flecha de las murallas de la ciudad. Ello les mantenía fuera del alcance de cualquier proyectil salvo las livianas flechas de los arqueros de la guarnición, que por lo general no lograban atravesar las cotas de malla ni los cascos de acero. Inversamente, sus flechas más pesadas podían alcanzar a los sarracenos apostados en las almenas de las murallas de la ciudad.
El sitio se había convertido en un intercambio de tiros dispersos y de conatos de lucha, y el hambre era ahora el más poderoso enemigo de los cruzados.
Mientras tanto, los hombres de Saladino estuvieron esperando la llegada de refuerzos, contando con las tropas que regresarían después del descanso invernal.
El jefe sarraceno, durante su campaña contra Jerusalén, Tiro, Ascalón, Belvoir y otras plazas fuertes de los cruzados, había vuelto a Damasco unas cuantas veces. Fue en esas ocasiones cuando se reunía con Simon y Belami. Ahora, una vez más, se encontraban enfrentando a Saladino, al mando de sus fuerzas de relevo, en la alta planicie al este de Acre. Experimentaban una extraña sensación. Simon rogaba por no tener que encontrarse cara a cara con Saladino en el campo de batalla, porque sabía que ahora no sería capaz de matarle. Belami sentía exactamente lo mismo.
—Le debemos la vida —comentó—. Antes morir que no pagar esa deuda.
Simon compartió sus dichos de todo corazón.
El hambre sólo pudo evitarse cuando las naves de las Cruzadas rompieron el bloqueo sarraceno, después de una batalla feroz contra el almirante Lulu. Les llevaron provisiones, monturas y pertrechos militares, para el ejército sitiado, que estaba al borde de su capacidad de resistencia. Habían llegado al extremo de tener que comerse los propios caballos de guerra.
Los bien venidos refuerzos elevaron la moral de De Lusignan y, en cuanto pudiese volver a recuperar las fuerzas su pequeño ejército, planeaba atacar el ejército de tierra de Saladino.
Esta vez, al menos, escuchó voces más experimentadas que la de De Ridefort.
De Chátillon estaba muerto y Raimundo III de Trípoli había fallecido de pena después de la batalla de Hittin. De Lusignan había aprendido a ser más cauto, si bien no más diestro en el campo de batalla.
De Ridefort también estaba más manso, y prestó oídos a los consejos tácticos de sus experimentados servidores. Había aprendido la dura lección de que en el nivel táctico, así como en el nivel de mando estratégico, nada podía sustituir a la experiencia. Los servidores templarios, diestros en tácticas y estrategias, tenían que ser escuchados. Eligieron a Belami para que hablara en nombre de todos.
—Honorable Gran Maestro —dijo—, Saladino es un maestro en tácticas de caballería. Las pesadas cargas de nuestros caballeros resultan anticuadas. Al dirigirse contra la formación en media luna de los sarracenos, como vimos en Hittin, la carga de la caballería de los cruzados gasta sus energías en el vacío. Luego, cuando nuestra punta de lanza de ataque ha penetrado en sus filas, los escaramuzadores dan la vuelta y nos atacan por todas partes.
«Si tenéis que atacar a la vieja usanza, al menos hacedlo por oleadas, cada una formada por un grupo compacto de lanceros, digamos de sesenta a cien jinetes a la vez. Cada oleada debe quedar separada unas doscientas yardas de la siguiente, de manera que, mientras los sarracenos abren su formación para dejar entrar a la primera oleada, la segunda les ataca por un flanco y la tercera por el otro, y así sucesivamente, una oleada tras otra.
«Eso da tiempo para volver a formarse para cada carga, girar en redondo y atacar a los sarracenos desde la retaguardia.
«De los setecientos caballeros, respaldados por otros mil lanceros turcos, podéis mantener una fuerte reserva de hombres listos para repetir la maniobra tantas veces como sea necesario.
«Al mismo tiempo, si montáis algunos arqueros en la grupa de los caballos de cada oleada, podréis lanzar una lluvia de flechas contra la caballería pesada musulmana.
«Apuntad a los caballos, como hacen ellos con nosotros. Si los derribáis, la caballería sarracena se convertirá en infantería, tal como nos sucedió a nosotros en los Cuernos de Hittin.
Por una vez, los comandantes cruzados escucharon y algunos estuvieron de acuerdo en probar la nueva táctica, pero ante la indignación de Belami, los demás fueron demasiado impetuosos y lanzaron el ataque antes de haber dominado la técnica del uso de las columnas volantes. A pesar de todo, tuvieron más éxito que anteriormente.
Su principal adversario era Taki-ed-Din.
Belami comandaba cien lanceros turcos, y Simon, cincuenta más. El normando no había logrado reponer su arco mortífero porque no se conseguía madera de tejo en ultramar, pero encontró una madera de limonero que podía sustituirla relativamente. No poseía la potencia de su antiguo arco, pero a pesar de todo era un arma formidable. Tenía seis docenas de flechas de una yarda fabricadas por un artesano danés que había llegado junto con los refuerzos. Así que cuando De Lusignan avanzó finalmente contra los sarracenos, Simon llevaba dos aljabas llenas de flechas, una a la espalda y la otra atada a la silla de su nuevo caballo árabe. Era uno de los dos sementales blancos que le había regalado Saladino. Simon bautizó a sus monturas Cástor y Pólux, por las estrellas gemelas.
El temible Conrad de Montferrat había llegado con sus tropas de Tiro, para unirse a De Lusignan y De Ridefort. Con ello el ejército franco excedía a los veinte mil hombres, incluyendo un millar de caballeros y unos dos mil lanceros, servidores, lanceros turcos y otros auxiliares.
Frente a ellos tenían a Taki-ed-Din, que había salido con seis mil soldados de caballería en un ataque tentativo. Detrás de él se encontraba el grueso de las fuerzas de Saladino, más de treinta mil hombres, dispuestos a intervenir si era necesario.
Ante la insistencia de Belami, De Ridefort persuadió al rey para que dejase una fuerza de resistencia en la retaguardia, de manera que, si Saladino triunfaba, el campamento de los cruzados sería sólidamente defendido.
Por lo menos De Lusignan había puesto en práctica la sugerencia de los templarios del ataque por oleadas, y los cruzados avanzaron en cuatro divisiones separadas. Si el rey hubiese subdividido cada división en puntas de lanza más pequeñas, de un centenar de caballeros cada uno, habría ganado la batalla. En realidad, el conflicto casi terminó más en derrota que en victoria, pero al menos no fue un desastre total.
No habían tenido tiempo suficiente como para instruir a todas las fuerzas según la maniobra propuesta por Belami, pero los dos servidores fueron capaces de preparar a otros cien arqueros más para que actuaran con sus propios lanceros turcos.
Al llegar el instante de avanzar contra las columnas de caballería pesada de Taki-ed-Din, la fuerza franca salió detrás de su infantería y se acercó lentamente al campo de batalla elegido.
El astuto Conrad de Montferrat, que ahora había resuelto combatir junto al rey Guy, aunque no bajo su mando, atacó con una fuerza compacta que comprendía a doscientos arqueros genoveses, los mejores del mundo.
—Tenemos una oportunidad —dijo Belami—, pero aún queda en manos de Dios si podremos penetrar en el grueso de las fuerzas de Saladino sin perder muchos lanceros en el intento.
El veterano presintió el momento cuando De Montferrat aceleró la marcha para atacar. Con enojo, comprendió que era demasiado pronto.
—¡Judas Iscariote! —exclamó Belami—. ¡Les ataca demasiado pronto, con toda la caballería! ¿Por qué esos imbéciles hijos de puta no nos escuchan?
—Al fin y al cabo, Belami —arguyó Simon, con sorna—, nosotros sólo somos servidores. Dios quiera que esto no sea otro Hittin! Ahora no tenemos más remedio que apoyar a De Montferrat. Así que adelante.
El normando empuñó la lanza y ordenó a su columna volante que atacara. Belami lanzó un juramento y le siguió.
Los caballeros francos atravesaron las líneas de su propia infantería, que prestamente habían abierto una brecha para dejarles pasar. Los cruzados avanzaban atronando, tan juntos unos de otros, que sus miembros protegidos por las cotas de malla a menudo rozaban los de sus camaradas, que cabalgaban lado a lado.
Taki-ed-Din aguardó hasta que la vanguardia de los atacantes se hallara cerca y entonces abrió sus filas centrales. La masa de cruzados, envueltos en la polvareda enceguecedora que levantaban, se precipitó a través de la brecha, para que su tremendo impulso se esfumara en el llano que se abría más allá. Se expandieron como un abanico, dividiéndose en grupos desorganizados. Los bien entrenados sarracenos inmediatamente dieron la vuelta y se abalanzaron sobre ellos. Una lluvia de flechas de los escaramuzadores pasó silbando en torno a los hombres de De Montferrat. Muchas de las monturas cayeron y lanzaron a los jinetes al suelo, donde permanecían medio aturdidos, convertidos en blanco fácil de los arqueros montados sarracenos.