El templario (22 page)

Read El templario Online

Authors: Michael Bentine

BOOK: El templario
9.48Mb size Format: txt, pdf, ePub

Las tropas de los templarios se adentraron en la ciudad y se dirigieron a su cuartel general dando un pequeño rodeo. Belami quería que sus jóvenes camaradas vieran parte de la Ciudad Santa que, a aquella hora temprana, presentaba la actividad de una colmena.

La vida comenzaba temprano en Jerusalén, antes de que el sol ardiente agotara las energías de sus industriosos ciudadanos. Los trabajadores eran numerosos, si bien muchos habitantes menos esforzados se ganaban precariamente la vida mendigando o realizando tareas serviles, tales como de mozo de servicios o de vigilante nocturno o diurno para detener la escalada de hurtos. Aunque las penas por robo eran severas, como la pérdida de los dedos o el cercenamiento de la mano, aún quedaban muchos ladrones en Jerusalén.

Simon y Pierre estaban fascinados por lo que veían, mientras se abrían paso entre la bulliciosa multitud. Todo cuanto ya habían visto en París, Lyon, Marsella, Acre y Tiberias quedaba eclipsado por la riqueza de los variados oficios y las exóticas mercaderías que se exhibían, se elaboraban o se restauraban en las angostas calles de Jerusalén.

El bullicio era aún más insistente que en Acre, y la amplia variedad de lenguas desafiaba a quien osara identificarlas. Al latín, griego, árabe, francés, español, italiano, alemán, genovés, pisano y, ocasionalmente, hasta inglés, se agregaban el armenio, turco, kurdo, maltés y indostanés, permo y urdú, de las tierras de Persia, Afganistán e India. Los hablantes de esas últimas lenguas eran comerciantes que traían especias raras y finas telas por la Ruta de la Seda, que se extendía de ultramar a Catay.

Al ruido ensordecedor de las voces se unía el sonido de las numerosas campanas de las iglesias, que tocaban a maitines, así como el toque militar de las cornetas, el redoble de los címbalos y el tronar de los tambores. En cuanto al color, había una plétora de mercaderías: sedas de todos los matices; alfombras y telas de algodón, lana y satén, todas teñidas con extractos vegetales conocidos por los alquimistas. Al igual que Acre, Jerusalén olía a intenso incienso y a especias acerbas, a los perfumes almizclados de Oriente y a los aceites esenciales de azahar, rosas, violetas, azucenas, orquídeas silvestres y mimosa, pero en grado tal, que esos aromas sensuales cubrían el hedor de los productos de desecho animales y humanos en considerable proporción. Con el tiempo, el visitante apenas notaba esos otros olores desagradables y aspiraba los efluvios de sus exóticos rivales con enervante placer.

Aquella cabalgata temprana alrededor de la Ciudad Santa causó una perdurable impresión en Simon, aunque no así en Pierre cuya vida anterior en la corte francesa había de alguna manera embotado sus sentidos con una gran variedad de lujos. En Jerusalén, los mendigos de la ciudad dejaban tranquilos a los templarios, pues sabían que la Orden había tomado los votos de pobreza. Los ciudadanos respetaban a los templarios por otros motivos, puesto que allí estaban las espadas y las lanzas que mantenían a Jerusalén libre de sarracenos.

La población trabajadora nativa comprendía que si Saladino reconquistaba Jerusalén, los «conversos» de la localidad serían expulsados con cajas destempladas. La decapitación mediante un golpe certero de una afilada cimitarra sarracena sería la rápida forma de salir. Las torturas más espantosas serían el destino más probable que aguardaría a los «fieles» que habían caído en brazos de la cristiandad.

En el año 1181, había un millar de caballeros y de lanceros, en total, incluyendo a los servidores, entre las dos grandes órdenes militares de los hospitalarios y los templarios. El cuerpo de lanceros estaba formado principalmente por turcos y otros mercenarios, y actuaban como fuerzas ligeras de exploración, o bien hasta participaban en los ataques de los caballeros provistos de pesadas armaduras. Las tropas estaban distribuidas por todas las guarniciones de ultramar. Otro millar de caballeros francos, españoles, italianos, alemanes y de otras naciones europeas podía contarse que combatirían por la cristiandad, pero eso era todo. La enorme discrepancia entre las fuerzas opositoras era obvia, pues para enfrentarlas el sultán Saladino podía reunir por lo menos quince o veinte mil jinetes, incluyendo los mejores de Arabia.

La segunda Cruzada había terminado y, si se tenía que organizar una tercera, después de aquel precario periodo de tregua, se requerirían muchos más refuerzos para llevarla a cabo.

Las fuerzas francas confiaban grandemente en su infantería, integrada por arqueros y lanceros, que actuaría como respaldo de los caballeros, así como para defender las murallas de todas las fortalezas cristianas, y resistir a las fuerzas sarracenas cuando Saladino decidiera atacar. La impresión era que cabía preguntarse «cuándo» y no «sí». Aquella feliz alternativa la daban por descontado la mayoría de los peregrinos pensantes y, sin duda, los cruzados mismos.

Por fin, Belami interrumpió el recorrido de «familiarización», como le explicó luego al mariscal templario, Hugh de Belfort, que había estado esperando con cierta impaciencia su informe.

—Durante las patrullas, ¿no habéis visto ninguna señal de actividad de los sarracenos? —preguntó el incrédulo mariscal, que no estaba familiarizado con los informes de Belami ni con sus métodos tan poco convencionales.

—Sólo el reflejo de sus heliógrafos en el horizonte, cuando se transmitían mensajes sobre nuestro desplazamiento de una colina a la otra. Nos estuvieron vigilando atentamente todo el camino. La noticia de nuestro enfrentamiento con los hombres de De Chátillon debe de haber corrido rápidamente por toda la región.

—¡Por las llagas de Cristo! —exclamó De Belfort—. La situación general es tan explosiva como ese maldito polvo nuevo del que tanto se habla. ¡Al diablo el alma de De Chátillon! Ya resulta bastante ardua esta tarea, servidor Belami, de mantener la paz entre los asesinos de Jerusalén, sin necesidad de que ese loco de De Chátillon cause más problemas. Al pobre rey Balduino le resulta casi imposible gobernar ahora, y De Lusignan gana más poder de día en día. Cuando nuestro desafortunado monarca fallezca a causa de su terrible enfermedad, roguemos para que nuestro Gran Maestro pueda influir en los barones para que elijan a Raimundo de Trípoli como regente, para aconsejar al nuevo delfín, que sin duda sucederá a nuestro actual monarca inválido. Raimundo no es ningún santo, pero es mejor que los demás, sobre todo que De Chátillon.

Aquella diatriba se debía más a la costumbre de De Belfort de hablar consigo mismo, que a la pretensión de ofrecer un certero panorama de la situación política para conocimiento del experimentado veterano, pero en realidad no hizo más que confirmar las sospechas que Belami tenía.

Tal era la reputación del veterano servidor, que antes de veinticuatro horas, Arnold de Toroga, el Gran Maestro de los templarios ya le había ordenado que asistiera al Capítulo, algo que, en tiempos normales, hubiese sido insólito.

La casa capitular de los templarios tenía forma octogonal, como consecuencia de la Sagrada Geometría, y tenía doce bancos de piedra, adosados a las paredes, con un caballero templario sentado en cada uno de los tronos de mármol. El Gran Maestro se encontraba delante de supríe-dieu, situado en el centro, de cara a un pequeño altar donde se había colocado una cruz, hecha con dos espadas de los templarios. El Gran Capítulo era un alto tribunal templario, dentro de un sistema que, teóricamente, controlaba el rey de Jerusalén. Como contribuía en gran medida a los fondos del reino y proporcionaba la mayor parte de su poderío militar durante las cruzadas, la existencia del tribunal de los templarios no sólo era tolerada sino reconocida tácitamente por el poder político del Gran Capítulo.

Belami entró solo y saludó al Gran Maestro. El veterano reconoció a muchos de los miembros del Capítulo, con quienes había servido previamente. La sombra de una sonrisa se dibujó en sus labios, al descubrir al menos a tres ex comandantes. Estos, a su vez, le saludaron con un movimiento de cabeza.

El Gran Maestro habló así:

—Servidor Belami, os doy la bienvenida a Jerusalén. La Orden necesita de vuestros invalorables experiencia y conocimientos. Tengo entendido, por lo que me decía el mariscal De Montfort, que traéis a cincuenta lanceros, y que también os acompañan dos jóvenes servidores, a quien habéis instruido personalmente y altamente recomendado. Vuestra acción en el rescate de Sitt-es-Sham ha sido debidamente anotada y aprobada.

«Yo os daré un centenar de auxiliares más experimentados, la mitad lanceros turcos y el resto arqueros.

—¿De infantería, Honorable Gran Maestro? —dijo Belami, con tono de desaprobación—. Eso reforzará mis fuerzas, por cierto. Es preciso que nos movamos con rapidez, señor, si tenemos que evitar que las fuerzas de De Chátillon asolen la región del mar Muerto.

—No podemos ofreceros más fuerzas de caballería —dijo el Gran Maestro, secamente—. Preciso a cada uno de los lanceros que podamos reunir para defender el reino de Jerusalén contra el ataque de los sarracenos. Tendréis que valeros también de la infantería.

—He realizado anteriormente maniobras conjuntas, Honorable Gran Maestro. En distancias cortas, resulta efectivo sólo durante un ataque. En patrullas, agota tanto a los hombres como a los caballos puesto que la caballería y la infantería no pueden avanzar al mismo paso.

—Entonces dividid las tropas en fuerzas de choque y de reserva, servidor Belami. Eso es lo mejor que os puedo sugerir. En realidad, servidor Belami, es una orden. Gracias por haber venido. ¡Podéis retiraros!

Belami saludó marcialmente, giró sobre sus talones y salió de la casa capitular. Estaba furioso.

—¡Hidalgos! —murmuró—. ¡Nunca escuchan!

De fuentes confiables, tales como viejos camaradas y ex comandantes, Belami no tardó en formarse un panorama veraz de las fuerzas caóticas que obraban en Jerusalén.

El joven y moribundo rey Balduino IV casi no tenía poder. El regente, que oficialmente era Guy de Lusignan, compartía de mala gana su poder, si no su autoridad, con Raimundo III de Trípoli y Reinaldo de Chátillon. El anciano patriarca, Almaric, el representante rival del Papa en Jerusalén, había sido expulsado de la ciudad, al igual que el arzobispo Guillermo de Tiro, el famoso cronista, también había sido obligado a alejarse de ultramar por De Chátillon. Con anterioridad, la Iglesia ortodoxa griega había establecido el cisma con Roma, abriendo un abismo entre las formas de la cristiandad. Un patriarca títere, Heraclio, ahora actuaba como el portavoz de los barones todopoderosos en asuntos de la Iglesia. Eso dejaba a los templarios y los hospitalarios como las únicas fuerzas verdaderamente independientes en Jerusalén.

Belami, que ya había soñado con una posible solución al problema de la movilidad de sus tropas, se ocupaba de coordinar las nuevas fuerzas de caballería e infantería combinadas, cuando De Chátillon hizo el siguiente movimiento. La pequeña flota de Reinaldo —construida, como le gustaba imaginar, en secreto— ahora fue varada en mar Rojo.

Mientras tanto, en Damasco, Saladino, el comandante supremo del sultanato ayyubid y sus numerosos aliados, estaba escuchando el relato de su hermana del ataque imprevisto a su caravana. Sitt-es-Sham y su comitiva habían regresado a Damasco con una fuerte escolta, que le proporcionaron los guardianes de La Meca. Flanqueados por una fuerza tan poderosa de guerreros, ninguna partida de bandidos cristianos se había atrevido a molestarles.

La narración de su inesperado rescate llevado a cabo por los servidores templarios dejó a Saladino con sentimientos mezclados. En primer lugar, la justa ira al ver que la confianza puesta en el infiel De Chátillon había merecido una traición tan bárbara; su segunda reacción fue de confusión.

En una ocasión Saladino había jurado decapitar a todo templario que cayera en sus manos, después de una matanza de compatriotas suyos efectuada por fuerzas de los templarios excesivamente apasionadas. Ahora, tendría que reconsiderar su juramento, un acto que, para un devoto musulmán como Saladino, constituía un salto mortal moral.

Sin embargo, Sitt-es-Sham se mostró inflexible. Los tres servidores templarios, cuyos nombres había conseguido, le habían salvado la vida y probablemente el honor también de las garras de un Asesino disfrazado de caballero franco. Por consiguiente, debían ser convenientemente recompensados.

Saladino dio las gracias a Alá por el feliz retorno de su hermana y tomó mentalmente nota de honrar y recompensar a los tres valientes templarios, si un día caían en sus manos. Luego, juró matar a De Chátillon, e inmediatamente dio orden de reunir a sus generales. Por lo que a Saladino se refería, la tregua había terminado. ¡En adelante, ya no regía la Pax Saracénica, sino la Jehad o «Guerra Santa»!

10
JEHAD

El líder del islam era un hombre complejo, de gran humildad e incomparable coraje. A diferencia del arquetípico jefe musulmán, el supremo sultán ayyubid era un intelectual, poco afecto a la cetrería, la caza o los convites, actividades que tanto habían distraído a muchos de sus reales antecesores. Su deporte era el polo, pues era un magnífico jinete y consideraba aquel juego de rápidos movimientos como una especie de ajedrez jugado con caballos. Los maestros de la Universidad de Damasco le habían enseñado a dominar el gran juego del tablero escaqueado, así como le habían impartido el amor por el gnosticismo, especialmente por las artes y las ciencias, la astronomía, la matemática, la arquitectura, la música, la erudición natural y la belleza en todas sus formas, como obra de Alá, el Único Dios.

Damasco, que él había vuelto a recuperar de manos de los infieles cristianos, representaba para Saladino todo lo que había de bello en la arquitectura árabe y en la planificación de una ciudad. Sus múltiples arboledas sombreadas y los numerosos jardines, grandes y pequeños, públicos y privados, eran oasis de color, perfume y belleza natural, y uno de los más grandes placeres del sultán residía en gozar de aquellos refugios de paz, completamente solo. En otras palabras, entre todos los jefes musulmanes, el sultán Saladino era único. Esto era así porque sus actos y reacciones resultaban difíciles de predecir.

Alto, apuesto y aún activo y en buena forma en la edad madura, aquel príncipe de ayyubids poseía una personalidad extraordinaria, con el don de un encanto inmenso. Aunque tímido y retraído cuando muchacho, mediante la aplicación y el estudio diligente había crecido hasta convertirse en un diestro líder capaz de no dar consejos hasta el momento preciso. Sólo daba su opinión cuando se la pedían. Saladino no era ni jactancioso ni embustero. Cuando hablaba, era para decir la verdad.

Other books

Thirteen by Lauren Myracle
Pushing Send by Ally Derby
Veil of Time by Claire R. McDougall
The Analyst by John Katzenbach
What Alice Forgot by Liane Moriarty
Punished Into Submission by Holly Carter
Night Light by Terri Blackstock
Bury Her Deep by Catriona McPherson