Authors: Michael Bentine
En realidad, Belami estaba profundamente resentido por la defección de De Lusignan. Se había producido en el peor momento posible, con Saladino en acción, el rey en las etapas finales de la lepra y los barones divididos.
—¡Qué endemoniado embrollo! —renegaba Belami—. Mes amis —agregó, dirigiéndose a sus camaradas más jóvenes—, estáis a punto de ser testigos de algo que no había ocurrido en muchos años. —Hizo una dramática pausa—. ¡Yo, Belami, servidor mayor de la Orden del temple, voy a emborracharme hasta caerme muerto!
Cosa que hizo, y terminó por hacer destrozos en una taberna hasta que fue dominado con grandes esfuerzos por diez soldados de la guardia. Nadie recibió heridas graves, salvo unos cuantos moretones y la pérdida de algunos dientes. El tabernero recibió una compensación por daños de parte del tesorero de la Orden. Belami fue severamente reprendido por Arnold de Toroga, al igual que Simon y Pierre por haber acompañado y apoyado a su superior. La resaca, sin embargo, fue peor que el castigo. El vino tinto barato, en cantidad, puede causar efectos catastróficos a la mañana siguiente.
La pena consistió en mandarles a Kerak, a instruir a la guarnición allí apostada en la nueva táctica de acción conjunta de la caballería y la infantería. Arnold de Toroga, el Gran Maestro, era un hombre inteligente y eligió un sutil castigo para purgar la falta. Kerak era el castillo de De Chátillon. Belami rugía de rabia.
—¡Confiad en el Honorable Gran Maestro cuando queráis que se le ocurra algo especial! —Luego lanzó una de sus fuertes carcajadas—. ¡Maldito sea por ser tan imbécil! Lo tengo bien merecido. Allons, mes amis.
Animó a sus compañeros, que trataban de aliviar el dolor de cabeza que sentían.
—Vamos a Kerak. Tengo entendido que se celebrará una boda en el castillo. Homfroi de Toron ha de desposar a la princesa Isabella, otro casamiento de conveniencia por motivos políticos. Él sólo tiene diecisiete años, y ella, pobre paloma, apenas doce. Quizá Pierre pueda lograr que la reina Leonor de Aquitania la secuestre antes de la ceremonia ¡Kerak! ¡Merde de merde! ¡Vaya lugar aburrido para vosotros!
Según se sucedieron los acontecimientos, aburrido sería la última cosa que Kerak resultaría ser. Aunque ellos no lo sabían, Saladino se encontraba reuniendo a sus fuerzas para marchar sobre el castillo de Reinaldo de Chátillon. El líder sarraceno tenía la razón de su parte, el poder en sus manos y el instinto asesino en el corazón.
El mes de noviembre de 1183 llevó un alud de invitados a Kerak para la boda que uniría a dos nobles casas, Toron y Comnenus. Reinaldo de Chátillon y la reina María Comnena tenían poco en común, pero ambos consideraban aquel matrimonio como una oportunidad para dos de las facciones opositoras del reino. Como prima del moribundo y joven rey, Isabella bien podría ser un peón importante en el juego de poderes de los barones.
Para crear el ambiente de alegría que semejante casamiento requería, se trajeron entretenimientos de distintas clases de todos los rincones del reino de Jerusalén: músicos, bailarines, juglares y cantantes. El hecho de que Saladino estuviese en acción no disminuía el espíritu festivo que reinaba en el castillo extremadamente fortificado y la ciudad de Kerak de Moab.
El enorme cúmulo de piedras había sido construido para que sirviera como base de una guarnición, de la que pudiesen enviarse partidas de forajidos a interceptar cualquier caravana o cuerpo de ejército que se desplazara entre Siria y Egipto. Constituía una espina estratégica en el pie de Saladino, del mismo modo que Reinaldo de Chátillon era un tumor que había de ser extirpado del cuerpo del islam. Ambos perjudicaban la causa de Saladino y, por lo tanto, eran los principales objetivos en la Jehad. El jefe sarraceno estaba resuelto a matar al Señor de Kerak y destruir su castillo.
En el momento en que Belami y su columna volante llegaban a la vista de Kerak, grandes nubes de polvo en el horizonte anunciaban la llegada del ejército sarraceno.
—Al menos la vida en Kerak no será aburrida —gruñó el veterano. ¡Adelante, mes braves!
Pero esto era más fácil de decir que de hacer, pues ríos de refugiados, granjeros y pastores habían aparecido de los cuatro puntos cardinales, gritando y clamando al cielo, en tanto arriaban sus rebaños y conducían sus carros cargados de productos hacia la ciudad fortificada.
Belami se abría paso entre ellos a golpe de látigo, tratando de controlar el tráfico para que los labriegos y pastores presa del pánico entraran apresuradamente por la puerta principal.
Las grandes nubes de polvo en el noroeste habían alertado a la guarnición y ahora los hombres se apostaban en las murallas del castillo, mientras unas pocas almas aguerridas corrían por las calles para ayudar a Belami y sus tropas a montar un operativo de resistencia en la retaguardia, fuera de los muros de la ciudad. A la guarnición le tenía sin cuidado la suerte de los campesinos, pero ante la posibilidad de quedar sitiados, cosa que parecía inevitable, las vacas, terneras, ovejas, cabras y cabritos, y aun los camellos y los caballos, serían una fuente invalorable de alimentos.
Jurando como un camellero, Belami había insultado, golpeado y empujado a la mayoría de los aterrados campesinos a través de la puerta principal, y luego les ordenó que se refugiaran tras los muros del castillo de Kerak.
Cuando el trasero del último pastor desapareció de un puntapié por el portal, aparecieron los escaramuzadores de Saladino, galopando sobre el cerro.
—Coloca a los arqueros en posición, Simon —gritó el veterano por encima del ensordecedor ruido que hacían los hombres y las bestias que circulaban por los patios interiores.
—Pierre, preparaos para contraatacar antes de que lleguen las fuerzas mayores. Con una carga bastará. Luego, da media vuelta y regresa, tan rápidamente como puedas. Puedo ver perfilándose en lo alto del cerro los artefactos de sitio. Eso significa que la fuerza mayor no podrá avanzar muy de prisa a causa de ellos. ¡Simon, á moi!
El joven normando se apresuró a acudir a su lado.
—Quiero verte en lo alto del castillo, muchacho. Todas las catapultas deben estar listas para disparar cuando la fuerza mayor de Saladino llegue a la distancia de tiro. Como la de Acre, la artillería de sitio de Kerak se encuentra emplazada en las torres más altas. Tirad tantas piedras como puedas contra las orejas de los sarracenos, detendrán el avance. La parte baja de la ciudad no la mantendremos durante mucho tiempo en nuestras manos. Es mejor rociar las casas con aceite de quemar y nafta, y luego dejar que entren los paganos en ellas. Después, dispararemos flechas encendidas sobre la ciudad. Eso mantendrá ocupada a la cannaille de mierda.
De inmediato, Simon salió al galope por la empinada calle que conducía al castillo. Belami no tuvo tiempo de comprobar si se cumplían sus órdenes ni las sugerencias más imperiosas, cuando ya un torbellino de arqueros escitas montados apareció de pronto, como si hubieran surgido del sol poniente.
—¡Disparad! —gritó Pierre, y una lluvia de flechas salió silbando de las posiciones de los templarios, ocultos tras las rocas de la parte exterior del portal de la ciudad.
El sol poniente brillaba enceguecedoramente y con ardor en los ojos de los defensores, pero disparaban bien, esperando a que los atacantes estuvieran lo suficientemente cerca para estar seguros que cada flecha alcanzase su objetivo. Las sillas de las monturas quedaban rápidamente vacías, y los caballos que relinchaban con las entrañas colgando de sus vientres abiertos daban media vuelta y corrían desesperados entre las filas escitas.
Antes de que pudiesen reagruparse, Belami gritó:
—¡A la carga!
Las tropas de Pierre en seguida atronaron surgiendo de la parte baja de la ciudad y se opusieron a los escaramuzadores desbandados como un muro mortal. Caballos y jinetes caían apilados unos encima de otros bajo la fuerza del ataque de los lanceros turcos.
—¡A reagruparse! —gritó Pierre y, expertamente, hizo girar a sus hombres hasta situarse detrás de los arqueros ocultos.
Éstos continuaban disparando sobre el grueso de los arqueros sarracenos montados: uno tiraba mientras el otro recargaba el arco. De esta forma, los cincuenta arqueros de Belami se convertían en veinticinco hombres que disparaban, cada uno de ellos, cinco flechas por minuto. Aquello era una cortina de flechas mortal.
Una segunda columna de sarracenos acudía al galope por el empinado llano, para reforzar a la desbandada vanguardia. Al tiempo que así lo hacían, pesadas piedras surcaban el aire silbando, y causaban el pánico entre los sorprendidos jinetes. Una nueva lluvia de potes de arcilla humeantes se estrellaban en medio de las filas atacantes. La orden de Simon se cumplía estrictamente. Las balas de fuego griegas también eran lanzadas por las catapultas de los muros del castillo.
Belami gritó de nuevo y lanzó a sus lanceros turcos al contraataque. Sus lanzas atravesaban a los sarracenos a diestra y siniestra. El hacha de guerra del veterano segaba cabezas de arqueros sarracenos montados, que ahora eran incapaces de disparar por temor a herir a sus propios hombres. Muy pronto el campo de batalla quedó cubierto de muertos.
—¡Retirada! —gritó Belami—. Hacia el portal. Recoged a nuestros arqueros por el camino.
Como un solo hombre, sus bien preparadas tropas dieron media vuelta y retrocedieron hasta detrás de las rocas, deteniéndose un instante al lado de cada uno de los arqueros. Entonces, cuando los soldados habían montado en la grupa de los caballos, éstos entraron al galope por el portal, que se cerró de golpe detrás de ellos. Pierre y Belami fueron los últimos en trasponer la puerta, antes de que se cerraran las dobles hojas y fuesen atrancadas. Belami sólo había perdido cuatro hombres, mientras que docenas de sarracenos yacían muertos fuera de las murallas de Kerak. ¡Primera victoria de los templarios!
Simon llegó galopando por la calle empinada y se detuvo junto a ellos. Pierre hizo una mueca mientras Belami le extraía una ligera flecha sarracena del muslo. Su cota de malla había interceptado las demás. Varias flechas escitas sobresalían de las gruesas sobrevestas de los servidores. Aparte de eso, no habían sufrido ni un rasguño.
—¡Eso es lo que yo llamo una batalla! —exclamó Pierre, con la cara encendida por la emoción.
Belami gruñó:
—Cierra esa bocaza, muchacho, y ve a que los hospitalarios te curen la pierna. Simon, ¿qué hacemos?
El normando sonrió.
—El senescal te conoce de años, Belami. Sus hombres se ocupan de rociar con aceite de quemar y nafta la parte baja de la ciudad.
Belami pareció aliviado.
—Sube a las murallas y que se entretengan con los arqueros. Nada de cortinas de flechas esta vez; sólo lo justo para mantenerles a raya. Seguro que atacarán. En cuanto lo hagan, retiraos al castillo. Vamos a necesitar a todos los hombres que podamos reunir en las fortificaciones principales. —Miró en torno—. ¿Dónde diablos está De Chátillon?
—Afuera, buscando la puerta. El Señor de Kerak estaba en el exterior para recibir a los invitados rezagados. Van a tener una recepción más calurosa de lo que esperaban.
Con alegría, Belami vio que quien hablaba era D’Arlan, el viejo servidor templario de Acre, que había llegado hacía una semana con un grupo de invitados a la boda, escoltados por templarios, desde la costa.
Los dos veteranos se abrazaron brevemente, riendo como dos escolares haciendo novillos.
—¡Abrid la puerta! ¡Sólo una! —gritó Belami—. ¡Que entre el gran Señor de Kerak!
Su socarrona risa se vio ahogada por el crujido de las gruesas barras de madera al ser retiradas para poder abrir la puerta.
En cuanto una de las hojas se abrió, entró al galope una partida de jinetes sudorosos.
—Bienvenido, mi señor —gritó Belami—. Cerrad la puerta, mes amis, o tendremos invitados sarracenos en la boda.
La pesada puerta se cerró a las espaldas del grupo de aterrados invitados. Sin una palabra de agradecimiento, De Chátillon se dirigió al galope hacia su castillo y desapareció por la puerta. Los demás le siguieron.
—Si no tuviéramos necesidad de ese cerdo, le habría dejado a merced de Saladino —dijo Belami a D’Arlan en voz baja.
Su viejo colega lanzó una risita maliciosa.
—¡Eres un maldito, viejo zorro!
Mientras los arqueros templarios mantenían a la caballería ligera sarracena a raya, las fuerzas principales de Saladino se acercaban lentamente a la ciudad. A juzgar por el número de artefactos de sitio que llevaban consigo, la batalla sería prolongada. Belami bendijo cada oveja, carnero, cabra y vaca que había introducido en las murallas y llevado al castillo.
Un infante franco jadeante llegó tambaleándose y saludó.
—La ciudad está rociada con aceite de quemar, mon sergent —anunció en el dialecto lemosín de ultramar—. ¿Cuándo le prendemos fuego?
—Cuando lleguen nuestros invitados sarracenos, mon brave —respondió Belami—. Debemos ser hospitalarios. El aire nocturno suele ser muy frío por estas latitudes. Les brindaremos una buena hoguera rugiente para que calienten sus huesos paganos.
En aquel momento, la fuerza principal sarracena envió una oleada de la caballería pesada, cubriéndola con un manto de flechas, que se estrellaban contra las murallas de la ciudad.
—¡Al castillo! —gritó el veterano servidor templario—. Que los paganos ataquen la puerta con el ariete.
Los sarracenos llevaban escudos colocados en la clásica testudo romana, o formación «tortuga». Así protegidos, empujaban un pesado ariete delante de ellos y procedieron a embestir la doble puerta.
Torrentes de flechas escitas barrían las murallas de la ciudad, que ahora se encontraban desiertas. Nadie salió herido.
—¡Retirada! —gritaba Belami.
Su reducida fuerza retrocedió por la calle, en tanto los arqueros cubrían las puertas que se astillaban. Belami sabía que para que su trampa tuviera efecto, no había de despertar sospechas. Tenían que simular que defendían con uñas y dientes cada palmo de terreno.
Al ceder las puertas bajo los repetidos golpes del ariete con punta de hierro, una horda de infantes sarracenos ululantes se precipitó por ellas. La mayoría eran arqueros.
Inmediatamente, de la segunda línea de arqueros ocultos partió una lluvia de flechas contra los atacantes, que caían como trigo recién segado.