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Authors: Adam Fawer

Tags: #Ciencia-Ficción, Intriga, Policíaco

El Teorema (35 page)

BOOK: El Teorema
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—Entonces, ¿vamos a Baltimore? —preguntó Caine.

Nava negó con la cabeza.

—No. Nos bajamos en la próxima parada.

—¿Por qué Newark?

—Quiero salir de este tren antes de que descubran el rastro.

—¿Tengo voto?

—No. Ésta es la opción más segura.

Caine respiró profundamente. Tenía que controlar la alucinación. Si podía llegar hasta Jasper, estaría a salvo.

—Quiero ir a Filadelfia.

—¿Por qué?

—Mi hermano vive allí. —En el segundo que las palabras salieron de su boca, comprendió que había cometido una equivocación.

—Por eso mismo no podemos ir allí. Es el primer lugar donde nos buscarán.

—¿Quiénes son ellos?

—El FBI y cualquier otro que la ANS haya empleado para que te atrapen —susurró—. ¿Es que no has prestado atención?

—Necesito reunirme con Jasper.

—Ahora no puedes. ¿Lo entiendes?

—¡Nada de esto tiene sentido! —protestó Caine, lo bastante alto como para que varios pasajeros miraran en su dirección.

—No levantes la voz —le ordenó Nava casi sin mover los labios. A su alrededor, todos los oídos estaban atentos. Se inclinó para susurrarle al oído—: Aquí no. Es demasiado público.

—De acuerdo —murmuró Caine—. Pero aun así, iré a Filadelfia.

—No, no irás. Me necesitas, David, y te digo que ir a ver a Jasper es un suicidio. Por favor confía en mí.

Caine abrió la boca dispuesto a protestar pero desistió al comprender que no conseguiría hacerla cambiar de opinión. Cerró los ojos y se centró en pensar qué podía hacer. Sabía que ir a Filadelfia era lo correcto y que necesitaba que Nava fuese con él. Si aquello era real y él era de verdad el demonio de Laplace, ya debería saber si iría a Filadelfia. Eso, o al menos tendría que ser capaz de deducir cómo hacer que las cosas funcionaran como él quería. Pero lo único que se le ocurrió fue que tenía que esconderse en el baño.

Se reprochó a sí mismo sus ideas. Su plan no se podía considerar la genialidad de un intelecto omnisciente. Dejó vagar la mente e insistió en descubrir qué debía hacer, pero de nuevo sólo apareció la imagen de sí mismo en el baño, marcando…

De pronto abrió los ojos y soltó una exclamación. Nava se volvió en el acto hacia él con una expresión de alarma.

—¿David, estás bien?

La voz de Nava le sonó muy lejana. Consultó su reloj. Eran las 10.13.43. Si quería hacerlo, necesitaba encontrarse con el hombre de negocios dentro de exactamente cincuenta y ocho segundos. Se levantó de repente.

—¿Adónde…?

—Al baño —respondió Caine, sin darle tiempo a acabar la pregunta.

Nava lo miró con una expresión suspicaz y luego se levantó. Lo cogió de un brazo.

—Te ayudaré a ir al baño.

—Gracias —dijo Caine. Comenzó a contar mentalmente los segundos. No necesitaba correr. Disponía de mucho tiempo. Dio un paso adelante con una cojera exagerada. Nava no le prestó atención, como Caine ya sabía. Continuó caminando como en sueños. Tenía la sensación de que caminaba por un laberinto que ya había recorrido un millar de veces.

Al final del vagón, se abrió la puerta y un hombre de negocios de unos treinta y tantos años la cruzó, justo en el momento previsto. Sostenía una bandeja de cartón con las dos manos. Caine no alcanzaba a ver qué había en la bandeja, pero ya lo sabía: un vaso de gaseosa, una bolsa de Doritos y un sándwich de atún. El hombre siguió avanzando. El fugitivo se detuvo por un momento como si quisiera recuperar el equilibrio. Nava lo sujetó para evitarle una caída que no se iba a producir. Caine le dio las gracias y dio otro paso.

En ese instante él y el hombre estaban casi juntos. Caine se puso de lado para dejarlo pasar en el mismo momento en que el tren tomaba una curva a la izquierda. Entonces Caine se echó hacia delante, chocó contra el hombre, y se derramó parte de la bebida.

—¡Joder, tenga un poco más de cuidado! —gritó el hombre y lo apartó sin miramientos.

—Lo siento, ha sido culpa mía —respondió Caine y continuó su camino hacia el baño, con Nava pegada a sus talones. En cuanto entró en el baño y cerró la puerta, Caine sacó del bolsillo el móvil que le había robado al hombre. Cerró los ojos e intentó recordar el número que había oído cuatro días antes.

En cuanto lo recuperó del subconsciente, comenzó a marcar.

Jennifer Donnelly sujetó el volante de su todoterreno con una mano mientras con la otra rebuscaba en el bolso para coger el teléfono. El maldito móvil siempre sonaba en el peor momento. Desvió la mirada en el mismo momento en que un Mini Cooper se le cruzaba para ponerse delante. Sorprendida, pisó el freno a fondo. Un segundo más tarde, un Lincoln de color plata chocó contra el parachoques y el vehículo de Jennifer patinó a través de la intersección hasta que fue a dar contra la valla de seguridad.

El topetazo la aplastó contra el asiento; el airbag entró en acción con tanta rapidez que Jennifer tuvo la sensación de que le habían dado un puñetazo en la cara. Permaneció atontada hasta que una sensación húmeda y caliente entre las piernas la hizo reaccionar en el acto.

—Oh, Dios mío. —Apretó los muslos como si eso pudiese impedir lo que había pasado. Pero ya era demasiado tarde.

Se oyó la descarga de la cisterna y luego Caine salió del baño.

—Venga, vayamos a sentarnos —dijo, con demasiada prisa.

Nava tuvo la sensación de que se traía algo entre manos pero no sabía qué era, así que lo siguió en silencio hasta sus asientos. Llegarían a Newark en menos de cinco minutos. No veía el momento de bajar del tren. Tenía el mal presentimiento de que la ANS ya los tenía localizados. Si el agente Murphy recordaba el encuentro, iban derechos a una trampa.

Nava echó una ojeada al vagón y comenzó a preparar un plan de fuga. ¿Si ella estuviese al mando de la operación para atraparlos, qué haría? ¿Esperar a que bajaran del tren e interceptarlos en el andén? ¿Subir al tren y comenzar la búsqueda? No. Ella detendría el tren a un par de kilómetros de la estación y subiría allí. Sería la mejor manera de controlar la situación: incluso aunque intentaran huir, no tendrían escapatoria.

Eso era lo que ella hubiese hecho. Pero no estaba a cargo de la operación. La dirigían los norteamericanos, y en Estados Unidos, se preocupaban mucho más por los inocentes y los rehenes. Les preocuparían más los titulares del día siguiente que el resultado de la misión. Por lo tanto, eso significaba: ¿qué? No abordarían el tren ante la posibilidad de un tiroteo. Querrían sorprenderlos al salir de la estación en un entorno «controlado».

Comenzó a trazar el plan.

Bill Donnelly observaba las vías desde su asiento en la locomotora cuando sonó el móvil que llevaba en el mono. Sabía que todos se burlaban de su vestimenta: de téjanos de pies a cabeza, incluida la gorra de visera corta, pero él creía que los maquinistas debían llevar mono. Cogió el móvil sin desviar la mirada de las vías.

—Hoolaaa —respondió. La sonrisa de placer al contestar con su saludo favorito desapareció en el acto cuando oyó los jadeos del interlocutor—. ¿Cariño, eres tú?

—Sí, soy yo. —La voz de su esposa sonaba muy débil—. Ha ocurrido un accidente.

—¿Estás bien? ¿Le ha pasado algo al bebé?

—Acabo de romper aguas. —La mujer hizo una pausa; respiró profundamente—. Voy camino del hospital.

—Pero ¡si no te tocaba hasta dentro de seis semanas!

—Bill, te necesito. ¿Te falta mucho para llegar a casa?

—Oh, diablos… ahora mismo estoy a punto de entrar en Newark, pero me daré prisa, amorcito.

Se oyó un gemido de dolor.

—Por favor, Bill… estoy asustada. No puedo pasar de nuevo por esto… no puedo hacerlo sola. —La mujer se echó a llorar.

—Eh, eh —dijo él cariñosamente—. Todo saldrá bien, cariñito. Estaré allí antes de que puedas decir: «Es un niño».

Ella se sorbió los mocos. Dejó de llorar.

—¿Me lo prometes?

—Te prometo que estaré a tu lado, con tu mano en la mía, cuando el bebé llegue al mundo.

—De acuerdo. Ahora me llevarán al hospital. La ambulancia ya está aquí. Te quiero.

—Yo también te quiero. —Se oyó un clic y se cortó la comunicación.

Bill recordó su última visita a la sala de partos dos años antes. Había estado trabajando hasta tarde y no había llegado al hospital a tiempo. Tampoco era para tanto, había pensado, seguramente no pasaría nada durante las dos primeras horas. Su hermana había tenido tres hijos y la vez que menos había estado de parto habían sido veinte horas. No había creído que noventa minutos de retraso fueran a cambiar mucho las cosas. Pero se había equivocado.

El parto había sido muy breve, y el bebé… el pequeño Matthew William… había nacido muerto. Bill siempre se había sentido culpable por no haber estado allí durante aquellos primeros momentos, cuando Jennifer estaba sola en la sala de reanimación. Cuando él había aparecido con una caja de puros, su mujer le había escupido a la cara. Les costó un año de visitas a un consejero matrimonial recuperar una relación más o menos normal. Tres meses más tarde, ella había quedado embarazada de nuevo.

Bill a menudo se preguntaba si no había sido un error ir a por otro hijo. Las tensiones del segundo embarazo casi habían acabado con su matrimonio. Pero habían conseguido salir adelante. Él incluso lo había arreglado para que le dieran un permiso sin sueldo para poder estar en la ciudad cuando llegara el momento del parto. ¿Cómo era aquello que decían? Los mejores planes son los que fracasan. Algo así. No se lo podía creer. Se suponía que esta vez no sería así. Otra vez no.

Consultó su reloj y luego el horario. Tenían que detenerse en Trenton para una revisión de rutina que tardaba veinte minutos. Además, había que cargar suministros para el vagón-restaurante; otros diez minutos. ¿Qué podía hacer? Nada. Entonces pensó de nuevo en su esposa. Jenny, totalmente sola en aquella habitación… en el mismo hospital donde había perdido a Matthew.

Bill exhaló un suspiro. Tenía claro qué debía hacer. Valdría la pena aunque perdiera el empleo. Se volvió y cerró la puerta. Aceleró la locomotora al máximo, cogió el micrófono, respiró profundamente y apretó el botón.

Capítulo 22

—Atención, señores pasajeros. Lamentamos informarles de que el tren no se detendrá en las siguientes estaciones: Newark, Metropark, Princeton Junction y Trenton.

Varios pasajeros murmuraron descontentos, aunque no sabían qué estaba pasando.

—Amtrak lamenta las molestias que esto pueda ocasionarles. La próxima parada será en la estación de la calle Treinta en Filadelfia.

En cuanto oyeron estas últimas palabras, un airado coro de voces de protesta estalló alrededor de Nava, pero ella no les hizo caso. Sabía muy bien que no harían nada más que escribir una carta insultante al día siguiente, si es que lo hacían. En cambio, centró su atención en Caine, que miraba por la ventanilla.

—¿Qué has hecho? —le preguntó.

Caine se volvió para mirarla a los ojos.

—No sé de qué me hablas.

—Una mierda —replicó Nava—. Esto es obra tuya, ¿verdad?

—No seas paranoica.

—Me estás mintiendo.

Caine no respondió. Miró de nuevo por la ventanilla. Nava no sabía cómo, pero aquello era obra de Caine. Cuando había leído por primera vez las teorías de Tversky sobre el demonio de Laplace, no se las había creído del todo. Por eso estaba dispuesta a entregar a Julia a los norcoreanos.

Nava se estremeció al pensar en ellos y en el precio que debían haber puesto a su cabeza por desafiarlos. Intentó no pensar en sus problemas personales y volvió su atención al hombre que tenía sentado a su lado. Estaba dispuesta a aceptar que quizá tuviera algunos poderes paranormales, pero otra cosa muy distinta era alguien capaz de predecir el futuro y controlarlo.

Sin embargo, estaba el hecho de que el tren no pararía hasta llegar a Filadelfia. ¿Cuáles eran las probabilidades de que ocurriera algo así? ¿Qué podría haber obligado al maquinista a saltarse las cuatro siguientes paradas? Sacudió la cabeza. No tenía sentido. Tversky había escrito que Caine no tenía un control consciente de sus capacidades. Nava no estaba tan segura después de lo que acababa de ocurrir. Había aprendido a confiar en su intuición y en ese mismo instante su intuición le gritaba a voz en cuello.

Miró de nuevo a Caine. Pero esta vez no era una mirada pensativa. Era de miedo.

Grimes conectó el altavoz para que Crowe escuchara la conversación entre Fitz y Murphy. Fitz era quien llevaba la voz cantante, y Murphy intercalaba algunos comentarios, más que nada para mostrarse como un tipo competente, o, al menos, no tan estúpido como para quedarse dormido apoyado en una pared. Cuando acabaron, Grimes miró a Crowe.

—¿Qué le parece?

—Creo que un súbito ataque de narcolepsia es un tanto anormal. Sobre todo en un varón de cuarenta y tres años sin un historial médico que señale ninguna anomalía —contestó Crowe, con tono grave.

—¿Qué cree que pueda significar? ¿Cree que Caine y Vaner se encuentran en el tren? —A Grimes le encantaba esta parte. La vigilancia no estaba nada mal, pero perseguir a un objetivo, intentar encontrar a los fugitivos en la miríada de cámaras instaladas por todo el país, era alucinante. Además estaba con un tipo que conocía su oficio; eso estaba claro.

—Hábleme del tren. ¿Ha ocurrido algo anormal en su recorrido hasta el momento?

—Espere. Ahora lo compruebo. —Grimes tardó menos de un minuto en romper el cortafuego de Amtrak. En una de las pantallas de plasma aparecía un mapa de la Costa Este, con toda la red ferroviaria—. ¡Vaya, esto es interesante! —Grimes subió el volumen del auricular—. Al parecer el maquinista se ha vuelto tarumba y ha secuestrado el tren. Dice que su esposa está a punto de parir y necesita llegar a Filadelfia pitando. Joder, ésta sí que es buena.

Crowe se inclinó hacia la pantalla; de pronto se había despertado su interés.

—¿Puedes buscar en la base de datos de Amtrak y averiguar cuántas veces un empleado ha secuestrado un tren?

—Eso está hecho. —Grimes buscó en el menú—. Aquí está.

En los quince años que llevan recopilando información, sólo ha ocurrido dieciocho veces.

—Calcula la probabilidad.

A Grimes le pareció un tanto extraño, pero Crowe era el experto.

—Veamos, si suponemos que han mantenido los mismos servicios en los últimos quince años, y que hacen cien viajes al día, eso nos daría 36.500 viajes por año, multiplicados por quince tendríamos… —Grimes tecleó los números en la calculadora— … 547.000 viajes. Dado que sólo se han dado dieciocho secuestros, la probabilidad sería del 0,003 por ciento o de 1 entre 30.000.

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