Cuando despertó —no sabía cuánto tiempo había estado en brazos de Morfeo—, se hallaban cerca de la orilla. Era noche cerrada y le pareció escuchar algo así como «habría que tirarlo por la borda».
Al día siguiente comprobó que los marineros, gente supersticiosa sin duda, se mostraban temerosos por llevar a un loco a bordo, creían que daba mala suerte y le atribuían el mal tiempo que los acompañaba. Tuvieron que ponerse a cubierto en un par de abrigos que encontraron por el temporal que volvía a asolarles. Aquella noche, y aprovechando una leve mejoría del tiempo que les permitió reanudar el camino, Rodrigo salió del pequeño aposento en que dormían Saint Claire, él mismo y sus amigos y bajó en silencio a la pequeña bodega del barco. Se abrió paso entre las hamacas de los marineros y contempló que, justo al fondo, un tipo de tez morena y pelo largo, el que más protestaba por la presencia del loco en el barco, jugaba a los dados con dos compañeros. Antes siquiera de que advirtieran su presencia, Rodrigo lanzó su daga y clavó el pelo del hombre a una gruesa columna de madera. Se hizo un silencio sepulcral mientras se acercaba. El marinero, de aspecto meridional, permaneció sentado; apenas podía moverse con el pelo clavado a la viga de roble.
—He oído por ahí que hacéis comentarios indebidos sobre el hombre que traslado a Escocia —comenzó a decir Arriaga—. Sobre todo tú, sabandija. ¡Dime tu nombre!
—Alonso Contreras, señor —farfulló el otro.
—Bien. Sabed que mi amigo no se encuentra bien, vuelve a casa a reponerse tras servir a la orden para la que vosotros también trabajáis. Sabed que pertenece a una familia de mucha, ¡mucha! influencia en el Temple. Sabed que no quisiera tener que informar a mis superiores de vuestros nombres ni el de vuestras familias, no quisiera tener que contar que habéis puesto en peligro una misión encomendada por el Gran Maestre Robert de Craon con vuestras estupideces y cuentos de viejas…
Se hizo un solemne silencio. Pudo leer el terror en sus caras.
—¿Entendido?
Todos asintieron.
Rodrigo tiró de la daga y la limpió con su manto. Un hilillo de sangre caía por la frente del marinero, que aún permanecía paralizado por el pánico.
Se sintió tranquilo tras poner a aquella gentuza en su sitio y se fue a dormir.
A la mañana siguiente el tiempo mejoró y cesaron definitivamente los vómitos de sus compañeros. Era de noche cuando llegaron a su destino. Hacía un frío horrible. El capitán les indicó que bajaran a un bote que los esperaba. Cargaron con Robert como con un saco y, tras ayudar a remar a dos tipos que habían venido a recogerlos, llegaron a la orilla. Los tres amigos se arrojaron de rodillas a besar el suelo al hallarse en tierra firme.
Rosslyn, 3 de febrero del Año
de Nuestro Señor de 1141
A la atención del reverendo
Silvio de Agrigento
Estimado hermano en Cristo:
Al fin consigo escribir. Hace ya más de diez días que llegamos a las tierras de los Saint Claire y hasta ahora no había conseguido ponerme en contacto con su Paternidad. He sido muy prudente a la hora de buscar a alguien que hiciera de correo en estas tierras, pues los Saint Claire son familia preeminente en el proyecto y debía actuar con cautela y tacto. De hecho había pensado haceros llegar esta misiva a través del cura de la aldea, pero enseguida descubrí que también era el capellán de la hacienda familiar, y que les debe la mayor parte de sus ingresos en estas tierras de paganos y alejadas de las enseñanzas de Cristo. Cena dos veces a la semana en la Casa Grande, como llaman aquí al castillo de Rosslyn, y me consta que forma parte de la camarilla de Henry Saint Claire. Mi fiel Toribio fue el encargado de hallar a alguien en el pueblo que os pudiera hacer llegar esta misiva, y así fue como encontró al tal Owen que ha realizado el encargo, pues viaja a menudo a Dun Eideann, como llaman estos bárbaros a Edimburgo.
Nuestro viaje por mar fue desastroso, horrible y se me hizo eterno. Llegamos a desembarcar en un lugar llamado Cove. Era de noche y hacía un frío atroz. Desde el desembarco no hemos vuelto a vestir los ropajes de la orden para no llamar la atención. Allí nos esperaba el mayordomo de los Saint Claire, Charles, un tipo alto, desabrido y malcarado que, con dos criados y las monturas pertinentes, nos llevó a Rosslyn. Tuvimos que cubrir el trayecto de esta manera en lugar de desembarcar en Dun Eideann porque queríamos evitar el paso por localidades demasiado concurridas. A mayor discreción, más posibilidades de que el Temple respete la vida de este pobre desgraciado de Robert.
Estas tierras son frías y húmedas, muy húmedas. No ha dejado de llover desde que llegué y hay poca luz durante el día. Estamos lejos de todas partes y los lugareños parecen bárbaros. Visten faldas como las mujeres, llevan los pelos largos, sucios y greñosos y sus vergüenzas al aire, bajo el
kilt
, que así llaman a sus refajos.
Llegamos tras dos días de camino; era de noche y lloviznaba. El castillo de Rosslyn se adivinaba como una mole oscura y amenazante en lo alto de una colina. Se accede al mismo por un estrecho puente de piedra que hace una curva y que discurre por encima de un altísimo acantilado repleto de árboles. Bajaron el puente levadizo de madera y entramos en el patio, pasando bajo una arcada que atraviesa un primer pabellón con tejado de pizarra. Allí, en medio del patio empedrado, nos recibió el mismísimo Henry Saint Claire envuelto en pieles. Parece viejo y decrépito; debe de tener más de setenta años. Su mujer Elisa, más joven, se abalanzó sobre el joven Robert al que colmó de besos, pero éste no la reconoció.
De inmediato llevaron al demente a sus habitaciones de juventud, en un inmenso y confortable pabellón que queda a la izquierda y que habita la familia que domina estas tierras. Al fondo se adivinaba un inmenso torreón de sección circular que cierra el imponente recinto amurallado. Las piedras que integran el castillo son rojizas y parecen rezumar agua, como toda esta tierra. Henry Saint Claire nos hizo pasar al salón principal, donde ardía un buen fuego, y allí nos dieron de cenar. Me preguntó por mí, sabía lo mucho que había ayudado a su hijo pequeño y me lo agradeció de veras. La señora de la casa no volvió a cumplimentarnos, quizá permanecía en la estancia de Robert. Nos fuimos pronto a dormir.
A la mañana siguiente, desayuné en la cocina y salí a dar una vuelta con Tomás y Toribio; comprobé que estas tierras son de una belleza sin igual. Poca gente vive por aquí, cosa que me tranquilizó, pues sólo se ven unos rebaños aquí y allá, y no creo que Robert vaya a desvelar muchos secretos a estos pastores que aún parecen más paganos que las familias del proyecto.
A la luz del día el rojizo castillo me pareció imponente. Es un lugar cómodo en el que vivir, de fácil defensa e imposible asalto. El puente de acceso está interrumpido por una torre que comunica con el pabellón principal por un levadizo de madera. Dicho pabellón tiene tres alturas y está coronado por un voladizo en el que hay tres torres pequeñas con saeteras para una mejor defensa del conjunto. Cierra el edificio un picudo y oscuro tejado de pizarra que protege dicha construcción, que aparece adosada en forma de L al pabellón familiar. El amplio patio está asegurado por una inmensa muralla que queda cerrada por el impresionante torreón circular que vi en la oscuridad a mi llegada, de más de cinco alturas y último bastión al que retirarse en caso de asalto. Todas las estancias se asoman al empinado barranco que rodea por todas partes al castillo. Es inexpugnable.
Aquella misma mañana pude saludar como corresponde a la dama del castillo, la madre de Robert, y me presentaron a su hermana, Lorena, de extraordinaria belleza. Allí estaban también su hermano mayor, Arnold, su esposa embarazada y sus cinco hijos. También conocí a Theobald, el hijo del mítico Hugues de Payns, y a su madre, mujer de mediana edad, madura y sobrina de Henry Saint Claire, la que unió a la familia con el fundador del Temple. Comimos todos juntos en el salón principal. Bajaron a Robert al evento, pero sólo dijo incoherencias sobre margaritas y no sé qué escarabajo. Aquello desmoralizó a la familia, por lo que el tono inicial, que era más bien festivo, dejó paso a un ambiente más propio de un velatorio.
Aquella tarde salí a cazar con el hermano de Robert y con Theobald. Ambos se deshicieron en elogios hacia mí. Hemos vuelto a salir de caza a diario. Parecen caballeros rurales y no hablan ni de proyectos ni del Temple. De hecho, ninguno de los dos ingresó en la orden, como se hubiera esperado.
Supe que se preparaba una gran fiesta para celebrar el retorno de Robert y que acudirían a ella gentes preeminentes de la orden. Será pasado mañana.
De momento, nada me hace pensar que Robert pueda resultar peligroso para la orden, no porque no pueda pecar de indiscreto —es obvio que sí—, sino porque en estas tierras dejadas de la mano de Dios nadie puede escucharle. Asistiré a la fiesta como se me ha pedido —no quiero caer en falta con mis anfitriones— y volveré a Chevreuse a continuar con mi misión.
Vuestro amigo y servidor en Cristo,
Rodrigo de Arriaga
Los preparativos de la fiesta de bienvenida al joven Robert Saint Claire coincidieron con la llegada de ilustres invitados. Rodrigo volvía de dar un paseo con Tomás por las umbrosas tierras que rodeaban el castillo cuando se topó con una pequeña comitiva que llegaba al puente de acceso. Un hombre anciano, quizá de la edad de Henry Saint Claire, encabezaba el grupo. Montaba un impresionante caballo blanco de raza árabe y lucía una espléndida cabellera enteramente blanca, la barba hirsuta y el rostro apacible. Vestía una larga túnica del color de la nieve cerrada con un amplio manto blanco. ¿No vestía como los nazareos?
—
Pax et bonum
—dijo Rodrigo inclinando la cabeza.
—
Pax et bonum
—contestó el anciano de profundos ojos azules.
Iba escoltado por cuatro hombres de armas que inclinaron la cabeza en respuesta al saludo de Rodrigo. En medio de ellos, una mula portaba un arcón que le recordó el que él mismo transportara de París a Chevreuse y que contenía aquella horrible cosa que mató a Giovanno.
—Rodrigo Arriaga —dijo presentándose.
—Vaya —exclamó el hombre divertido. Se notaban a la legua sus maneras aristocráticas—. Ayudadme a bajar, amigo.
Rodrigo hizo lo que se le decía. El anciano hizo una seña y sus hombres atravesaron el puente y entraron en el patio.
—Jacques de Rossal —dijo el otro abrazando a Arriaga—. Mi hijo me ha hablado tanto de vos…
Rodrigo se sintió impresionado ante la presencia de aquel hombre, nada menos que uno de los nueve fundadores del Temple.
—Es un honor, señor —acertó a decir.
Llegaron al patio, donde unos cuantos carneros ensartados en largos troncos se asaban lentamente. Varias inmensas pero las hervían al fondo y las cocineras, ayudadas por mozas venidas de la aldea a tal menester, estaban enfrascadas desplumando pavos, faisanes y urogallos.
Henry Saint Claire salió en persona a recibir al padre de Jean de Rossal. Se abrazaron como hombres que han pasado muchas tribulaciones juntos. A Rodrigo le pareció ver que una lágrima aparecía en el ajado rostro del amo de Rosslyn.
—Luego hablaremos con calma, hijo —dijo De Rossal volviéndose a mirar a Arriaga para, a continuación, preguntar a su amigo—: ¿Cómo está el bueno de Robert?
—Me temo que mal —contestó Saint Claire cariacontecido.
Ambos entraron al salón del pabellón familiar. Rodrigo aprovechó para ir a su aposento, una pequeña y confortable habitación en el otro pabellón, el de la entrada al castillo. La vista que tenía desde su ventana era impresionante y al abrigo de un cálido brasero echó unos tragos de vino caliente con canela para quitarse de encima el frío del paseo matutino.
Tomás, por su parte, se sentó a la pequeña mesa de que disponían y sacando dos volúmenes de su bolsa de piel de vaca continuó con la copia que estaba haciendo de sus apuntes para Silvio de Agrigento.
Rodrigo lo observó pensando que el joven había aprendido mucho en Clairvaux de los copistas de Bernardo. Mientras Tomás raspaba el pergamino y cortaba una caña fina para escribir con ella, Rodrigo se lamentó por tener el secreto tan a mano y tan lejos a la vez. Era seguro que Jacques o el propio Henry Saint Claire estaban al corriente de todo y en una sola conversación habrían podido desvelárselo. Una pena.
—¿Y Toribio? —preguntó Arriaga a Tomás, que parecía enfrascado en su labor de copista.
El joven levantó la mirada y contestó:
—Creo que estaba por las cocinas.
—Persiguiendo a las sirvientas, seguro.
Tomás sonrió.
—La verdad —repuso Arriaga— es que con sus correrías y líos de faldas suele obtener buena información.
—Los criados saben muchas cosas sobre sus amos.
Quot servi, tot hostes
.
[15]
—No te falta razón, hijo.
Decidió salir al patio a husmear entre los preparativos de la fiesta. Había salido el sol por primera vez en dos semanas y la mañana, aunque fría, era preciosa. Caminó entre los criados que iban y venían atareados y se sintió hambriento ante el olor de los carneros asados. Pasó junto a un inmenso horno de barro que olía a pan recién hecho y se maravilló ante un gigantesco jabalí que giraba ensartado sobre un gran fuego con una manzana en la boca.
—¿Tenéis hambre? —preguntó una voz detrás de él. Hablaba en francés normando.
Se giró y vio a Lorena Saint Claire, la hermana de Robert, que cortaba rosas ayudada por una criada muy joven.
Vestía un largo vestido de terciopelo granate que ceñía al talle con un cinturón de cuero engarzado de pequeñas piezas brillantes. Una piel sin mangas la protegía del frío. Llevaba su rojo pelo muy largo, recogido hacia atrás. Era pecosa y de ojos azules, muy hermosa.
—Me aburro, y eso me hace pensar en comida, sí.
Ella sonrió.
—Todos dicen que salvasteis la vida a mi hermano.
—Algo así. Cualquiera hubiera hecho lo mismo por un confrere.
—Sí, olvidaba que erais uno de ellos —dijo ella con cierto desdén.
Lanzó las rosas en la cesta que portaba la sirvienta, cogió un delantal y se lo colocó en su delgada cintura. Llevaba grandes bolsillos delante. Murmuró algo en gaélico y la criada los dejó a solas.
—¿Uno de ellos? —inquirió Arriaga.