El tesoro del templo (23 page)

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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

BOOK: El tesoro del templo
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Me han ignorado en tanto que tú me has ennoblecido.

Me han exiliado como a un pájaro de su nido.

Han alejado de mía mis amigos y parientes.

Me han convertido en un alma perdida,

porque son los propagadores de la mentira,

los visionarios de la falsedad,

los fomentadores de maquinaciones,

los Hijos de Belial,

los que convierten la Ley que tú inculcaste en mi corazón

en palabras fraudulentas.

han privado a los sedientos de la bebida del saber,

han apagado su sed con vinagre

para ver cómo divagan con sus palabras,

atrapados en sus trampas.

Pergaminos de Qumrán,

Himnos.

En la escuela nunca aprendí Historia, sólo tengo unas vagas nociones sobre Occidente y sus misterios, porque yo vivo la Historia y la Historia vive en mí a través del rito. La Historia es la memoria de mi pueblo, y yo no hago distinciones entre el pasado, el presente y el futuro, de modo que para mí la Historia, tal como se la concibe generalmente, no existe.

Pero sabía que en ese momento estaba en juego el presente, y no sólo el de la cristiandad, sino el nuestro, así como nuestro futuro, porque el presente no es otra cosa que el futuro, que a su vez es un pasado convertido, porque los actos que realizamos lo son siempre en función de una interpretación del pasado. Por ello el combate contra las fuerzas del pasado no me sorprendía, no me asustaba. Y ésa era sin duda la razón por la que Shimon Delam había apelado a mí para esta misión.

Abrí la ventana de la gran sala que daba a la calle. Dejé pasar a Jane antes de seguirla. Volvimos sin contratiempos a nuestro hotel. Allí, en la habitación de Jane, contemplamos nuestro precioso botín. Medía unos veinte centímetros de largo y estaba enrollado por los dos lados. Era como una hoja de plata desgastada, envejecida, ajada por el tiempo. Descansaba en un silencio de mil años. La toqué. Su textura algo rugosa contrastaba con el suave halo de sus reflejos plateados. Era la Luna frente al Sol del Pergamino de Cobre. Era la noche frente al día. En nuestros textos está escrito que cuando Dios creó las dos grandes luces, al principio las dos eran equivalentes y compartían el mismo secreto, la una adoraba a la otra; luego se separaron y su drama fue cruzarse siempre, sin poder encontrarse nunca.

—No es casualidad que sea de plata —murmuró Jane—. Es sabido que la plata constituye el gran secreto de los templarios. Un misterio que ningún historiador ha podido aclarar.

Jane me contó cómo los templarios, que habían combatido contra las incursiones sarracenas del siglo XII en Provenza y en España, habían sido los encargados de financiar las luchas contra los musulmanes. Y me habló del misterio de su riqueza. Durante casi dos siglos, los templarios tuvieron en sus manos la mayor parte de los capitales de Europa. Gracias a la confianza que inspiraban, fueron los tesoreros de la Iglesia, de los reyes, de los príncipes y de los nobles. Reyes y príncipes reconocían la Orden del Temple como un lugar en el que podían depositar cualquier suma para los pagos previstos por los tratados. En resumen, el Temple fue una especie de
banco monástico
.

—¿Y bien? —me dijo, señalando el Pergamino de Plata—, ¿empezamos?

—Espera —respondí—, antes tengo que llamar a Shimon. Teníamos prevista una cita telefónica.

—¿De verdad es ésa la razón por la que quieres llamarle? —preguntó Jane—. ¿O es que tienes miedo de lo que tal vez vas a descubrir en este rollo?

Era cierto. En realidad, tenía miedo de lo que iba a leer y quería informar a Shimon de los últimos acontecimientos antes de descubrir la verdad.

Marqué el número de Shimon con una mano ligeramente temblorosa. Al otro lado del hilo, oí su voz firme, algo ronca. Le puse al corriente de nuestra conversación con Koskka, de nuestro descubrimiento de los templarios y del robo del Pergamino de Plata.

—Bien —dijo Shimon—… Aquí ha habido escaramuzas en un pasadizo secreto debajo de la Explanada del Templo. Han vuelto a intentar abrirlo con la ayuda de explosivos, y el Waqf, la autoridad musulmana, ha reaccionado con violencia y desplegado a su policía por toda la zona. Los que han intentado hacer saltar el pasadizo formaban parte de una sociedad secreta. Aparentemente, intentaban desbloquear el acceso al sanctasanctórum.

Se produjo un silencio.

—Seguid a Koskka —prosiguió Shimon con voz grave—. Es importante. ¿Me has dicho que los templarios se reúnen en Tomar?

—En efecto —dije—. Eso hemos oído Jane y yo en el Instituto del Mundo Árabe.

—¿Cuándo?

—Pronto, pero no conocemos la fecha exacta.

—Mañana tendréis dos billetes para Tomar esperándoos en el aeropuerto.

—La verdad, Shimon —empecé—. No sé si es una buena…

—Y en cuanto sea posible, quiero un informe sobre ese Pergamino de Plata. Aunque, por lo que a mí respecta, no creo que pueda contener la clave del enigma… Resulta absurdo que un pergamino medieval nos dé la solución de un crimen cometido la semana pasada, ¿no? Bueno, hasta pronto.

—Sin duda —dije al oír el pitido que indicaba que la línea se había cortado.

Shimon se equivocaba. Un hombre como él debía de tener todas las dificultades del mundo para imaginar que el Pergamino de Plata pudiera contener las informaciones que estábamos buscando. Por otra parte, ¿quién podría imaginar una cosa así?

Jane se acercó a mí, y cuando empezó a desenrollarlo, sentí un tremendo escalofrío. Era como si un hombre viniera a hablar con nosotros.
Un hombre que venía del fondo de los tiempos
.

Yo, Philemon de Saint-Gilles, en el año de gracia de 1320, de veintinueve años de edad, monje de la abadía de Cîteaux, me dispongo a contar la historia de un descubrimiento sorprendente hecho al alba de una noche terrible. Porque he asistido al martirio y a la agonía de un hombre que me ha hecho una revelación tal que pone mi vida en peligro, y, sin embargo, debo consignarla. Este es mi trabajo, el de copista y calígrafo encargado de las tareas delicadas, y me ha sido ordenado, no por un dignatario de la nobleza o del clero, sino por el santo deber de complacer a Dios y sólo a Dios. Escribo con una pluma, un tintero, dos piedras puntiagudas y dos cuernos. También dispongo de un punzón ordinario y otro más delgado, porque no escribo sobre un pergamino ordinario, sino sobre un rollo de plata fina, para que nunca sea borrado, nunca sea copiado y nunca desaparezca. Y para escribir usaré la letra carolingia, de una claridad perfecta y de una gran belleza; trazaré las mayúsculas, y también las minúsculas, finas y cuadradas, porque me será mas fácil punzar los caracteres carolingios en este rollo de plata.

Grabo este rollo con letras agudas como las bóvedas de crucería ojivales y los arcos de las ventanas de la bella abadía en la que vivía en otro tiempo, antes del encuentro que cambió el curso de mi destino. Que mi relato nunca caiga en las manos de la Iglesia, del clero y de la nobleza de este tiempo, porque sería inmediatamente destruido, borrado. Mediante estas precauciones perdurará, espero, para ser leído en un futuro lejano.

Este es mi relato. El 21 de octubre del año 1319, en una prisión del Louvre, escuché las confidencias de un hombre del que fui confesor. Ese hombre, acusado de herejía y condenado a muerte, me hizo unas revelaciones de tal importancia que podrían cambiar el curso de la Historia humana. Ese hombre era caballero y monje. Tenía la paciencia por escudo, la humildad por armadura y la caridad por lanza, y con ellas acudía en socorro de todos y combatía por el Señor.

Nunca olvidaré ese día del 21 de octubre de 1319, el día en que fui llamado a una cámara sombría de un calabozo del Louvre, infestada de ratas vivas y ratas muertas, bajo el humo negro de las antorchas. Ante una pesada mesa se encontraban unos hombres de rasgos endurecidos por el odio: los juristas de la corte. Un hombre se encontraba ante ellos, un joven y valiente caballero, de aspecto soberbio, de alta estatura, de cuerpo aguerrido y rasgos sorprendentemente delicados, de cabellos negros como el azabache y de ojos oscuros que brillaban con una luz poco ordinaria: así era Adhemar de Aquitania. En la época en que tenía lugar esta escena, yo formaba parte de la Inquisición, y por ello pude ver a ese hombre responder a las preguntas de sus verdugos y sufrir el aceite hirviendo que chamuscaba sus miembros. Vi a uno de los prelados, Regis de Montsegur, hombre de vientre redondo, de ojos azules como el acero y boca desdentada, acercar su antorcha al rostro de rasgos desfigurados:

—Así pues, Adhemar de Aquitania —dijo—, decís que formáis parte de la Orden del Temple.

—En efecto —dijo Adhemar.

—Decidnos, Adhemar de Aquitania, si los templarios son gnósticos y docetas.

—No somos ni gnósticos ni docetas.

—Decidnos si sois maniqueos, que distinguen entre un Cristo superior y un Cristo inferior o terrenal.

—No somos maniqueos.

—¿Sois caprocráticos?

—No.

—¿Nicolaístas?

—Somos templarios.

—Decidnos si formáis una secta libertina.

—Somos cristianos.

—¿Sois cristianos? —preguntó el hombre, fingiéndose sorprendido—. ¿No habéis abrazado la religión de Mahoma, como se rumorea?

—No hemos hecho ningún pacto con el islam.

—¿No afirmáis que Jesús fue un falso profeta, o un criminal?

—Jesús es nuestro profeta y nuestro Señor.

—¿No habéis negado la divinidad de Jesús?

—No la negamos.

—Sin embargo, en el seno mismo de la Orden oficial, habéis constituido una sociedad con sus maestros, sus doctrinas y sus designios secretos.

—En efecto.

—¿No habéis dispuesto que se pisotee la Cruz para entrar en vuestra Orden?

—Eso es una calumnia —dijo Adhemar, que sufría de una manera atroz.

—En vuestras ceremonias capitulares, ¿no os declaráis decididos a conquistar el mundo?

—No tenemos ese objetivo.

—Sabemos que la recepción de vuestros novicios se hace a puerta cerrada, en las capillas y las iglesias de las encomiendas, y de noche…

—Es exacto —murmuró Adhemar.

—Hablad más alto —dijo el hombre—. No os oímos.

—Es exacto —repitió Adhemar—, la iniciación de los adeptos se hace a puerta cerrada.

—Decidnos si el postulante no está obligado a negar a Dios, al Hijo de Dios y a la Santa Virgen, así como a todos los santos.

—Es falso.

—Decidnos si no enseñáis que Jesús no es el verdadero Dios, sino un falso profeta, y que, si sufrió en la cruz, fue en castigo a sus crímenes y no para la redención del género humano.

—No lo profesamos.

—Decidnos —prosiguió el hombre, alzando la voz— si no obligáis al neófito a escupir tres veces sobre una cruz que le presenta un caballero.

—Eso es una calumnia —jadeó Adhemar.

—… ¡Si no os despojáis de vuestras ropas para daros besos impúdicos, primero en la boca, luego entre los hombros y en tercer lugar en el ombligo!

—No nos damos besos impúdicos.

—Con vuestra inmensa riqueza, ¿no estáis negando a Cristo, que era pobre? —preguntó el prelado, que hacía esa pregunta por tercera vez.

Entonces Adhemar, con un esfuerzo sobrehumano, levantó la cabeza y se irguió:

—Alimentamos a un pobre durante cuatro días cuando muere un hermano, y recitamos cien Padrenuestros en la semana que sigue a su fallecimiento. A pesar de los gastos de la guerra, cada casa del Temple ofrece hospitalidad tres veces a la semana a todos los pobres que quieran venir.

—Os lo pregunto una vez más: ¿no negáis nuestra fe?

—Con respecto del ardor de nuestra fe —dijo Adhemar—, cito el glorioso nombre de los caballeros de Safed capturados por el sultán tras la caída de la fortaleza: eran ochenta. El sultán les ofreció salvar la vida si renegaban de su fe. Todos se negaron y los ochenta fueron decapitados.

—¿No intentáis reconstruir el Templo para conquistar el mundo?

—En ese punto respetamos la palabra de Jesús. En el patio de los Gentiles, la parte del Templo accesible a todos, ¿acaso Jesús no se levantó contra los mercaderes? ¿No distribuyó golpes, no volcó las mesas de los cambistas de moneda, los puestos de los vendedores de palomas? A todos ellos dijo lo que está escrito en los textos: «Mi casa será llamada casa de oración. Pero vosotros estáis haciendo de ella una cueva de bandidos.» Luego dijo: «Destruiré este Templo hecho por la mano del hombre, y al cabo de tres días construiré otro que no estará hecho por mano humana. Ante mí, los prelados redoblaban sus esfuerzos para coger en falta a su prisionero.»

—¿No decís que Jesús no sufrió? —preguntó uno de ellos— ¿Y que no murió en la cruz?

—Decimos —dijo Adhemar— que sufrió y que murió en la cruz.

—¿No hacéis tocar o envolver ídolos en cordones que os ceñís entre la camisa y el cuerpo?

—No, los hermanos llevan cinturones o cuerdas de hilo de lino sobre la camisa, sin ídolos.

—¿Por qué razón llevan el cinturón?

—Para diferenciar entre el cuerpo y el espíritu, la parte baja y la parte alta.

—¿Negáis la divinidad de Jesús?

—Amo a mi Señor Jesucristo y lo reverencio. ¡Nuestra Orden, la Orden del Temple, ha sido instituida santamente y aprobada por la sede apostólica!

—Sin embargo, cada miembro, desde su iniciación, debe negar a Cristo, y en ocasiones al crucifijo, así como a todos los santos y las santas de Dios, según la orden de quienes la reciben.

—Son crímenes atroces y diabólicos que no cometemos.

—¿No decís que Cristo es un falso profeta?

—Creo en Cristo, que sufrió en su pasión y que es mi Redentor.

—¿No os hacen escupir sobre la cruz? —dijo el Inquisidor, indicando a los verdugos que vertieran más aceite sobre los miembros de Adhemar.

—¡No! —exclamó, con un lamento terrible.

—¡Júralo!

—¡Lo juro! Para honrar a Cristo, que sufrió en su pasión, llevo el manto blanco de nuestra Orden, sobre el que está cosida una cruz roja, en memoria de la sangre vertida por Jesús en la cruz.

—El manto blanco, ¿no lo lleváis en memoria de una secta de judíos que vivía a orillas del mar Muerto y cuyos miembros iban vestidos de lino blanco?

—¡Jesús, nuestro Señor, era judío!

Al oír estas palabras, los prelados intercambiaron una mirada.

—¡Este hombre —dijo uno de ellos— es un hereje!

Los prelados se miraron satisfechos. Habían cumplido su trabajo. Algunos felicitaron a Regis de Montsegurpor haber realizado su interrogatorio de manera tan satisfactoria y haber sacado a la luz la cara escondida del hereje. Entonces, Regis de Montsegur se adelantó y, ante todos, ordenó:

—Adhemar de Aquitania, te condeno, por orden del Tribunal de la Santa Inquisición, a ser quemado vivo. ¿Tienes alguna petición antes de la ejecución de la sentencia?

—Sí —murmuró Adhemar—. Deseo confesarme.

En una noche ventosa y triste, confesé a Adhemar de Aquitania, como me había sido ordenado por Regis de Montsegur. En la sombría cámara de la prisión del Louvre, descubría un hombre orgulloso, abatido por las pruebas que acababa de sufrir, pero en el que ardía una especie de llama venida de otra parte. Ese hombre, en la sombra de su calabozo pútrido e infestado de ratas, ese hombre que sufría a causa de sus heridas, ese hombre condenado a la hoguera, me sonrió con tal bondad y agradecimiento que me sentí consternado.

Yo era un joven monje, entonces, y por primera vez había sido llamado para formar parte de la Inquisición. Habiendo vivido a la sombra del claustro, no sabía qué era lo que me esperaba fuera e ignoraba todo el mal que el hombre es capaz de hacer al hombre.

—Ven —dijo Adhemar de Aquitania—, veo que tienes miedo de acercarte a mí.

Entonces me adelanté y me senté en el suelo, a su lado. Vi la magnitud de sus quemaduras, pues ese hombre estaba en carne viva.

—Habla, hijo mío —dije—. Te escucho.

—Te hablaré —murmuró—, porque veo en tus ojos que eres bueno y que sabrás escuchar.

La habitación estaba a oscuras, y los postigos cerrados. Leíamos a la débil luz de la lamparilla de noche que iluminaba el rollo plateado, estriado por las letras negras sobre un fondo de luna. Sólo interrumpía mi lectura para mirar de vez en cuando a Jane, silenciosa a mi lado.

»En el año de gracia de 1311, hace ocho años —empezó Adhemar de Aquitania—, decidí partir de la tierra de Francia, pues deseaba morir en Jerusalén, en pos de Hugo de Vermandois, hermano del rey de Francia; del conde Esteban de Blois; de Godofredo de Bouillon, y de sus hermanos Balduino y Eustaquio, conde de Boulogne. Todos ellos habían partido hacia Jerusalén, se habían lanzado al asalto de la ciudad con legiones de valerosos guerreros montados sobre caballos blancos y portadores de blancos estandartes; todos ellos fueron enviados por Jesucristo y capitaneados por san Jorge, san Mercurio y san Demetrio. Gracias a ellos, llevado por su gloria, yo pensaba que domaría los vientos de arena, los terremotos y las tempestades, y que haría la guerra santa después de dos siglos de un conflicto gigantesco con personajes inmensos: Ricardo Corazón de León, Saladino y los veintidós maestres del Temple que combatían a su lado, guerreando hasta la muerte, con el fin de arrancar la Tierra Santa de las manos de los enemigos de Jesucristo. Así lo hicieron durante el terrible asedio de Antioquía, que duró más de un año y después del cual cayeron las plazas turcas, una tras otra: Iconum, Heraclea y Cesárea, tras la caída de Marash.

»Así pues, me embarqué con la cabeza descubierta, vistiendo el manto blanco con la cruz roja, noble guerrero adiestrado en las artes de la guerra, del torneo y de la caza, me embarqué, digo, con mis ocho caballos y mis escuderos, armado con una cota de malla que me cubría de la cabeza a las rodillas, con un yelmo provisto de una protección para la nariz, y con la pesada espada que nunca me abandonaba, pues la llevaba incluso en el lecho. También tenía un hacha, una daga y una larga lanza, para el caso en que hubiera que cargar contra el enemigo. Formaba parte de una cofradía de hombres semejantes a mí, que no llevaban otro emblema que la cruz roja sobre el manto blanco y sólo obedecían las órdenes de su mariscal, él mismo sometido a la Regla. Como monjes, estábamos ligados a nuestros hermanos y a nuestros superiores por la obediencia, que, según la muy estricta regla de esta Orden en particular, tenía que ser inmediata, sin dudas y sin demoras, como si la Orden emanara directamente de Dios. Así
ha dicho el Señor: desde el momento en que su oído me percibió, me obedeció. Así, sin tardanza, sin desidia, sin contradicción de espíritu y sin fastidio, consagré mi vida a seguir a mi Orden, pues yo no vine a la Tierra para cumplir mi voluntad, sino la que le ordena el amor de Dios, que es paciente, que es útil, que nunca es celosa, ni se irrita ni desaparece. Esa Orden de la que yo formaba parte, es la Orden del Temple
.

»Había decidido abrazar los votos y vivir para siempre en esa comunidad. Había vivido en Tomar, en Portugal, en la más importante de las cofradías templarlas. Allí, el día de mi recibimiento, acepté la Regla y lo consigné por escrito. De ese modo me comprometía no comentar la Regla, a no interpretarla ni contradecirla, y a no violarla. Por encima de todo, la Regla del Temple comportaba una condición esencial: el secreto.

»A bordo de la nave del Temple, en dirección a Jaffa, remábamos, seguidos de cerca por los navios de vigilancia, para prevenir un ataque de los piratas. Era toda una flota la que viajaba hacia Tierra Santa: naves y bajeles de transporte de dimensiones imponentes, con dos palos y seis velas, ¡algunas medían más de treinta metros de altura! Y además estaban las galeras, que los galeotes llevaban a remo, así como galeazas y otros barcos menos imponentes, todos ellos en ruta, siguiendo un largo y peligroso periplo a través de mares desconocidos y lejanos.

Adhemar hizo una pausa, una ligera sonrisa flotaba en su rostro marcado por el sufrimiento. Recordaba los tiempos felices de la partida y de la esperanza, y el recuerdo le aportó algo de consuelo.

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