El tesoro del templo (22 page)

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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

BOOK: El tesoro del templo
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—San Bernardo, Regla del Temple —dijo una voz cavernosa.

Con un mismo movimiento, Jane y yo nos dimos la vuelta.

—Durante el concilio de Troves, en 1128, san Bernardo dictó los primeros estatutos de la regla del Temple. Y yo soy el Gran Maestre del Temple en la actualidad.

El hombre que se hallaba delante de nosotros no era otro que Josef Koskka.

—Pero ¿qué orden es ésa? —pregunté.

—Nosotros somos los que acusan a la Iglesia de asustar las almas con vanas supersticiones y de imponer creencias sin fundamento. Nuestra doctrina se ha extendido de siglo en siglo, de país en país, al principio abiertamente, después en secreto, porque la Iglesia había decidido combatirnos y decretó que nuestra orden era la negación de Cristo. ¡Nosotros nos dirigimos a quienes desprecian sus propias voluntades y desean servir como caballeros y, con esmero diligente, están dispuestos a vestir para siempre la nobilísima armadura de la obediencia!

Josef Koskka calló y se acercó a nosotros. Una lamparita iluminó su rostro, dándole un relieve aterrador.

—Fue el 14 de enero de 1128, día de San Hilario… En la iglesia donde se celebraba la ceremonia, cirios y velas habían sido encendidos para la inauguración del concilio. Mientras el secretario de la asamblea transcribía en un pergamino las declaraciones de los oradores, los teólogos, los obispos y los arzobispos eran presentados a los caballeros que asistían al gran día. El concilio estaba presidido por el legado del papa, el cardenal Mathieu d'Albano. Ante esa asamblea, el caballero Hugues de Payns solicitó una regla para la nueva orden que acababa de fundar. Una organización destinada a defender a los peregrinos de Tierra Santa y a proteger los caminos que llevan a Jerusalén. Así nació el Temple, que había de vivir una epopeya extraordinaria hasta… hasta que sobrevino la Traición y el Gran Maestre murió en la hoguera, ¡acusado injustamente de los crímenes más odiosos!

Dio unos pasos y señaló un cuadro que había colgado en la pared.

—Es una copia de las
Meninas
, de Velázquez —murmuró Jane.

—Cuando fue admitido en la Orden de Santiago, el pintor retocó el cuadro para representarse en hábito de templario, con la cruz de la orden. Pero mire mi espada —prosiguió Koskka dirigiéndose a mí—. Esta hoja es nuestra espada, la de los templarios, la «Nuestra Señora»… La que los soldados del negro manto reciben después de su iniciación, durante la cual se revisten con el manto blanco…

—En el Génesis está escrito: «Y habiendo expulsado al hombre, Dios puso querubines al este del jardín del Edén, y la llama de la espada vibrante; para guardar el camino del árbol de la vida…» —murmuré.

—En efecto, es la espada de los Bravos, ¡la espada de los Ángeles del fuego bíblico! Una espada terriblemente eficaz contra los enemigos… Pero vosotros estáis de nuestro lado, si he comprendido bien. Buscáis al asesino de nuestro hermano. Por ello me contentaré con poneros en guardia. Dejad de espiarnos y de seguirnos, o sufriréis una desgracia.

—¿Cuál era el papel de Ericson en vuestra orden? ¿Y qué relación os une a los masones?

—La masonería —dijo Koskka— tiene orígenes antiguos: la cofradía del faraón Tutmosis, los magos samaritanos y la comunidad ascética de Qumrán… Uno de sus emblemas es la pala del obrero, un emblema utilizado por los esenios.

Había dicho las últimas palabras mirándome con atención.

—Los masones descienden de los templarios…

—¿Cómo se entiende eso? —pregunté, mientras mi mirada se detenía en la vitrina de un gran mueble, en cuyo interior reconocí la caja de madera que Koskka había abierto durante la ceremonia templaría y que contenía el Pergamino de Plata.

Koskka sorprendió mi mirada, se levantó, dio unos pasos y se colocó delante del mueble, como para esconder el rollo.

—Hemos recreado la orden de los templarios en el seno de la masonería. La Orden del Temple es la parte militar de la organización. ¿Habéis comprendido? Todo esto es demasiado peligroso para vosotros. Por última vez, os aviso: si queréis salvar la vida, alejaos de aquí, olvidad este asunto y todo lo que habéis visto.

—Es cosa de locos —dije a Jane una vez de vuelta en el hotel—. El Gran Maestre del Temple…

—Creo que él fue quien arrastró al profesor Ericson a esta aventura… Y quizás incluso se sirvió de él para llevar su misión a buen fin.

—¿Por qué la Iglesia ha perseguido tanto a los templarios?

—Se basaron en algunos de sus ritos, como los besos, para acusarlos de herejía.

Jane abrió la puerta de su habitación y me invitó a seguirla.

—¿Los besos? —dije—. ¿Qué besos?

—Se dice que los templarios, cuando procedían a su rito iniciático de ingreso en la Comunidad, se besaban en algunos lugares muy precisos: un beso entre los hombros, otro en la base de los ríñones, el tercero en la boca.

—El beso —dije adelantándome con prudencia— es un procedimiento que los cabalistas judíos llaman el misterio de la balanza, que activa la sabiduría y la inteligencia, representadas por los dos hombros, en el mundo del Fundamento, representado por la base de los riñones.

—Ah —dijo Jane—. ¿Crees que los templarios conocían la práctica de la cábala? ¿Y dónde la aprenderían?

—La cábala tuvo una gran influencia en las sociedades secretas. Es un saber misterioso que va al encuentro de todos los saberes… Por ejemplo, la interpretación de las letras. Se dice que aquel que conozca la explicación de las letras hebreas conocerá todo lo que existe, de principio a fin. También se dice que todo lo que está escrito en la Torá, en las palabras o en su valor numérico, en las formas de las letras trazadas, o incluso en los puntos de las letras y sus coronas, representa una entidad espiritual, es decir, una idea o un pensamiento. Para nosotros, las letras no son producto del azar, tienen un origen celestial. Una tradición cuenta que en el momento en que Moisés bajó del Sinaí y vio el culto idólatra que su pueblo rendía al Becerro de Oro, entró en cólera hasta el punto de que, para castigar al pueblo, rompió las Tablas sagradas. Entonces, por voluntad divina, se vio que las letras se elevaban una tras otra, en volutas, al cielo. Las tablas se volvieron tan pesadas que Moisés no pudo cargar con ellas y se partieron en el suelo: eran las letras lo que hacía que las pesadas tablas fueran tan ligeras.

—La escritura —murmuró Jane—. Efectivamente, en la escritura se encuentra la clave del misterio…

Se sentó en la cama. Como cada vez que tenía una duda, empezó a teclear en su ordenador. Me senté a su lado y la miré mientras efectuaba su búsqueda. Al cabo de unos minutos, inclinó la pantalla hacia mí para que pudiera leer.

Los templarios son una cofradía fundada en la Edad Media, hacia el año 1100, con la finalidad de proteger a los peregrinos que se dirigían a Tierra Santa y evitar que los bandidos los mataran y robaran en su camino hacia Jerusalén. Durante cerca de dos siglos, los templarios fueron los consejeros, diplomáticos y banqueros de los papas, emperadores, reyes y señores. ¿Por qué fueron tan duramente castigados por las leyes de la Inquisición? Sigue siendo un misterio. De todos modos, sus relaciones diplomáticas con el islam les valieron la acusación de connivencia con el enemigo.

Las acusaciones dirigidas contra la Orden del Temple precipitaron su caída. La Orden del Temple recibió el golpe de gracia en 1317, cuando el papa Juan XXII confirmó la sentencia provisional de su predecesor Clemente V. El Temple fue definitivamente abolido.

Jane volvió a teclear. Era tarde. Me adormecí en el sofá, cerca de la ventana, donde me había tumbado.

—¿Ary?

Sentí una respiración muy cerca de mi cara.

Estaba junto a Jane, en su habitación, en medio de la noche. El aliento de la sabiduría y la inteligencia, el aliento del Consejo y del poder, y el aliento del conocimiento, soplaban en torno a ella. Pero ningún hombre recibe los cuatro alientos, salvo el Mesías. De los cuatro alientos viene el Aliento.

Cuánto temblé en ese instante, cuánto temblé de deseo y cuánto soñé con depositar un beso de amor en su boca y unir mi aliento a su aliento, para siempre. Cuánto soñé con estar cerca de ella, y cuan deslumbrante me pareció aquel momento improbable.

Ah, me dije, cuánto suspiraba mi corazón y cuánto la quería mi alma. A pesar de lo que me había dicho, a pesar de su rechazo, me encontraba cerca de ella, a dos pasos de ella, y bastaba un gesto para que mi corazón, enredado en los lazos del amor, abriera su corazón y sus labios sellados. ¡Oh, Dios! ¡Que pueda atarla a mí, para siempre, en justicia y en derecho!

En vez de eso, mi deseo, como una herida, me desgarraba por dentro y me consumía, y mi amor se abría como una llaga que no tenía cura posible. Yo estaba enfermo, enfermo de amor hasta la eternidad. ¿Acaso no había conservado mi corazón intacto para compartirlo con ella? Cuanto más la veía, cuanto más la contemplaba desde lo más profundo de mi ser, más sentía esa fuerza descabellada, irracional, que me empujaba hacia ella por una poderosa ley de atracción llamada deseo.

«Ah —me dije—, si al menos… Si al menos fuera judía.» Estaba a dos pasos de ella, y habría alargado mi mano hacia ella, y ella se habría acercado. Y ella habría preparado su boca para recibir un beso. Y entonces yo le habría dado el beso, en el labio superior, arriba hacia el infinito, tal y como está escrito:
que me bese con los besos de su boca
.

Nos habríamos acercado el uno al otro, y nos habríamos besado el uno al otro con un afecto de amor, y nos habríamos unido en el amor, y su piel, como una caricia suprema, procedería de la Primera Luz. Así sea.

Y su piel sería una caricia, y su caricia sería buena como el vino, que es alegría y regocijo. Y su piel sería caricia, ternura preciosa, más que el vino, y el amor de su carne fortificaría mi alma, por fin rendida a su juventud. Y ella me besaría con los besos de su boca, con sus caricias mejores que el vino, con su perfume de olor suave. Nardo y azafrán, caña aromática y canela; y en el fondo de ella habría siete besos que serían los siete grados, porque los besos serían en número de siete, habría un beso procedente de cada grado como los besos de Jacob: en siete palabras están incluidos sus besos, así está escrito.

Y las lámparas de lo alto se encenderían, y todas las llamas del cielo se iluminarían y brillarían con una luz radiante, así sea. «Ah —me dije—, sería arrastrado tras ella, instalaría mi residencia en medio de ella, iría a su encuentro, tendería la mano hacia ella para volver a verla, recibirla y apagarla, con la imagen del
álef
; donde se encuentran los secretos, en el fuego de olor calmante.» Y
álef
era ella, la luz suave, la llama serena, el secreto de todos los secretos. «Ah —me dije—, recogería el olor sagrado de su piel en la mía, y loco de felicidad y de emoción, sabría quién soy porque estaría en ella, y ella en mí, y así nos habríamos unido.»

«Ah —me dije—. Cuánto suspira mi alma.»

Cuando desperté, ya amanecía. Jane me miraba con aire perplejo.

—¿Has estado trabajando todo el tiempo? —pregunté.

Asintió con la cabeza.

—Sí. He buscado información sobre los templarios. Es extraño, Ary, es extraño comprobar hasta qué punto os parecéis.

—¿Os? —dije—. ¿De quiénes estás hablando?

—Los templarios y los esenios. Vivís en el ideal de la doble vocación, aparentemente contradictoria, de monjes y soldados. Habéis adoptado reglas extrañamente parecidas a las que consagráis una obediencia absoluta, con la voluntad de ir siempre adelante, sin tener en cuenta los límites ni las medias tintas. Tenéis el mismo objetivo: reconstruir el Templo. Todo eso no puede ser fruto de un azar.

—Ah, ya veo —dije—. ¿Piensas, como ha dicho Koskka, que los templarios conocieron las reglas de los esenios?

—Sin ninguna duda.

—Entonces, ¿podrían haber conocido el sacrificio del Día del Juicio?

Se levantó de golpe y se puso la chaqueta.

—Sí, eso creo.

Cuando aparqué el coche delante de la casa de la puerta Brancion, eran aproximadamente las cuatro de la madrugada. En la explanada no había nadie. La ciudad dormía en un negro silencio. Empujamos la pesada puerta de madera y volvimos a recorrer el pasillo que llevaba a la sala en la que reposaba el Pergamino de Plata. Allí esperamos unos minutos. No sonó ninguna alarma.

Jane sacó la linterna, que barrió la sala con un delgado haz luminoso.

Nos esperaba la parte más delicada de la operación: sustraer el Pergamino de Plata, para lo que era preciso abrir la vitrina del pesado mueble donde lo habíamos visto la noche anterior. Jane, encargada de la delicada operación, iba vestida con un jubón negro y medias y zapatos también negros. Se puso de puntillas, abrió la vitrina y extrajo la caja de madera mientras yo le pasaba las pinzas que habíamos traído. Tomó las pinzas y, sin temblar, sujetó con ellas el rollo, y me lo pasó inmediatamente. Lo tomé con delicadeza y lo envolví en un paño.

En ese momento, resonaron unos pasos: alguien subía la escalera. Apenas tuvimos tiempo de escondernos: el hombre que apareció ante nosotros era el hostelero que habíamos conocido la víspera. En la mano llevaba la espada de los templarios, la lanza de los querubines. Tenía la forma de
,
zayn
, séptima letra del alfabeto, letra del combate y de la fuerza, del poder que asume la lucha por la vida.

SEXTO PERGAMINO
El pergamino de los Templarios

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