Elías había elegido el cobre para que perdurara, para que resistiera hasta el Día del Juicio. Y ése será el día, el último y el primero en que todas las naciones se unirán, en que las ciudades reunidas oirán el anuncio de ese hecho, y sabrán que es digno de fe, y los árboles derribados se erguirán, y las casas en ruinas se reconstruirán, y los hombres caídos se levantarán del polvo, tomarán el molino, molerán la harina, y entonces surgirá el Eterno, revestido del poder y de la gloria, y, como un esposo a su esposa, irá a Sión resucitada, adornada con ropas de esplendor, y Jerusalén la Cautiva será liberada, porque el Señor enviará a su mensajero para que lleve la nueva a los humillados, para aliviar los corazones heridos y para anunciar a los cautivos la evasión, a los prisioneros la liberación, y para proclamar el año del Favor, para reconstruir las devastaciones del pasado, las desolaciones de nuestros antepasados, y para volver a levantar a los que visten ropas de duelo, reerigir las ciudades devastadas, de generación en generación, y para proclamar por fin el Día, el día cierto, el día supremo, el último día.
Entonces reemprendí la lectura del texto, de esas letras aprendidas en mi infancia, y las pronuncié, desgranándolas una a una, sin preocuparme de saber qué eran y qué indicaban sus formas, sus números, sus nombres y sus disposiciones. Las leía, casi sin darme cuenta, en mi fuero interno para que actuaran en mí.
Reconocí las líneas. Para que el texto no fuera demasiado denso, se habían previsto espacios al inicio y al final del rollo, y del mismo modo entre las columnas. Entre las letras, el espacio era del grosor de un cabello; entre las palabras, de una letra pequeña; entre las líneas, de una línea entera; y de cuatro líneas entre los epígrafes, como entre los cinco Libros de la Torá. Si aún sobraba espacio, el escriba se las arreglaba para rellenarlo alargando ciertas letras que brillaban en el cobre. Sin embargo, algunas letras diferían de las demás. Según una tradición oral que se transmite de escriba a escriba, desde el Sinaí, en el Rollo de la Torá y en ciertos manuscritos se encuentran algunas letras cuya dimensión difiere de la de las demás. Se supone que esas letras determinadas se resaltan para transmitir un sentido escondido a lectores iniciados.
Bajo mis ojos, las letras despertaban de un largo sueño, como mensajeros celestes, ángeles creados con el fin de dar a conocer la voluntad divina a todo lo que existirá un día. Mientras intentaba leerlas, se organizaron ante mí, colocándose en el orden correcto con cantos de alegría, orgullosas y felices de su victoria sobre el tiempo. De repente, se pusieron a bailar una danza demente, asumiendo todas ellas la forma de
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yod
, el punto fundamental, el punto inicial, por la que lo desconocido y la nada se convierten en el Ser. Entonces contemplé ese punto y vi el origen, el primerísimo acto de la creación. Luego
primera del Tetragrama, se alargó en
, que se convirtió en
. Así eran las letras, se unían y se reproducían, bajo el rayo luminoso del cobre, terminando por formar un mundo, fuego negro sobre fuego de cobre, trazos de luz infinitos sobre las tinieblas que reinan en esta permanente confusión.
De súbito, la gran sala de exposiciones se llenó de luz, y el día se aclaró con las letras recuperadas para recordar la existencia celestial a la vida terrenal.
Formaban palabras de otro tiempo, palabras de devoción y de orgullo, aportaban noticias del lugar original cuya huella constituían. En el camino secreto que formaban, buscaban para existir el aliento de aquel que las pronunciaría y que, al deletrearlas, entraría en su mundo mediante el aliento de su boca, en el mundo de las letras pronunciadas. Y vi claramente que si esas letras llegaban a desaparecer, si eran borradas, el mundo desaparecería. Entonces las pronuncié, leí el Pergamino de Cobre despacio, en voz baja, meditando cada letra, intercambiando con cada una de ellas una vocal contra una consonante, orando largamente, y cada sonido me reconfortaba, cada sonido era imagen, cada uno era intención y voluntad. A través de las letras yo ascendía un grado, a través de cada etapa me elevaba del mundo sensible al mundo celeste, a través de la asociación de las letras, a través de la pronunciación y del pensamiento que las exalta —
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,
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— cobraban vida y se elevaban ante mí. ¡Cómo aparecían en su esplendor gráfico, hermético, en su forma perfecta, y cómo viajaban desde el Pergamino de Cobre hasta mi lengua, mi boca y mis labios, y cómo vivían en mí hasta tal punto que yo sólo era su receptáculo, y cómo me inspiraban, y cómo me purificaban hasta el nivel del pensamiento puro, perfectamente abstracto, perfectamente concreto! Revelaban cosas, objetos, maravillosos tesoros, lugares insospechados que modelaban con sus formas, y se alargaban a través del aliento que salía de mi boca parlante. Eran individuos, concebidos por hombres y trazados por un escriba, aún por la materia, pero ya por el espíritu. Negras de aspecto, pero contenedoras de pensamientos misteriosos, de alusiones e indicaciones a un tesoro, y ese tesoro era el secreto de la creación del mundo, el porqué del porqué, el recuerdo de Dios esculpiendo con su buril de fuego las criaturas cuando hizo existir el mundo diciendo que el mundo existía.