El tesoro del templo (21 page)

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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

BOOK: El tesoro del templo
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Mi rabí, cuando yo era hasid, me había enseñado la magia de las letras y su energía creadora, capaz de cambiar situaciones nefastas y de anular los malos presagios. Para ello era preciso concentrarse hasta el punto de colocarse como entre paréntesis y olvidar todo lo que sucedía alrededor de uno, hacer el vacío alrededor para unirse a la palabra divina a través de la luz de las letras. De ese modo intenté remontarme hasta el inicio de todas las cosas por el aliento primero que se escondía dentro del cobre brillante, e intenté, más allá del velo del mundo sensible, llegar a lo Innombrable. Y entonces comprendí lo que sólo un enamorado —un hasid— puede comprender: el mundo sólo está ahí para mostrar el camino de lo invisible. Y ese camino era el de las letras que lo formaban.

Porque eran hermosas, ¡y fervientes!, y contemplarlas resultaba gratificante. Vi el resplandor del cobre iluminado por la letra. Vi la profundidad insondable que permite predecir el pasado y recordar el futuro. Y vi la creación con todos los seres, la tierra, el aire, el agua y el fuego, la sabiduría y la inteligencia, y todo ello existía gracias a las letras que realizaban el milagro del principio. Una de ellas se destacó:
,
taw
, marca, sello divino, plenitud de la creación y totalidad de las cosas creadas.
Taw
es el conocimiento de lo absoluto y de su misterio que se revela al alma simple. La perfección de
taw
permite que el aliento dinámico de
sin
produzca sus fuerzas.
Taw
, dije.
Taw
. Cerrando los ojos.
Taw. Taw
. Estaba allí. Lo sentía.

—¡Ary!

Me volví. Detrás de mí estaba Jane.

—Es la tercera vez que te llamo —dijo—. Parecía que no me oías.

—Tenemos que irnos —dije.

—Sí —dijo Jane—. Además, el museo está cerrando.

Bajamos al primer piso y, al salir del Instituto, paseamos a lo largo del Sena siguiendo el
quai
Saint-Bernard.

—Oye —dijo Jane, mirando a derecha e izquierda para asegurarse de que no nos seguían—. He visto a Koskka, que aparentemente estaba allí para terminar una copia del Pergamino de Cobre… Ha entrado en un despacho con dos hombres que no conozco. Me he acercado a la puerta fingiendo que admiraba una cerámica, y he escuchado.

—¿Qué decían?

—No lo he oído muy bien, pero hablaban del profesor Ericson… y del Pergamino de Plata.

—¿Y? —dije.

—No fue escrito ni por los esenios ni por los zelotes. Data de la Edad Media ¡y habla de un fabuloso tesoro!

—Entonces mi padre tenía razón al decir que faltaba un elemento en esta historia y que debía haber un eslabón perdido.

El crepúsculo caía sobre los muelles del Sena, majestuoso, bajo una suave brisa que hacía oscilar los cabellos de Jane, haciéndola aún más etérea.

—¿Y tú —dijo suavemente—, qué has descubierto del Pergamino de Cobre?

—He visto —dije— lo que puede ver un hasid.

—Entonces, ¿la has alcanzado?

—¿Qué?

—La
devequt
.

Al llegar al Pont des Arts, nos sentamos en un banco ante los muelles por los que pasaban motoras en un zumbido de luces verdes, rojas y naranjas. «Estoy demasiado enamorado», me dije en ese instante, porque mi corazón desborda de amor, me preocupo demasiado por ella, y si bien ya no soy el Mesías, soy un hombre que sólo vive por ella, mi religión es ella, mi ley es ella, mi esperanza, mi trance, mi
devequt
. Y he aquí que por amor he arruinado mi vida y no retengo mis lágrimas, porque pienso que no podría exultar en presencia de Dios, que no ha llegado para mí la hora propicia, y que no podría abrazarla con un beso como Moisés abrazó a Dios.

El amor… Había oído hablar de él, en los libros y en los bancos de la universidad. Me habían enseñado que si falta la experiencia del amor, los hombres y las mujeres no pueden realizar la plenitud de su ser y son incapaces de sentir hacia el resto de la humanidad esa benevolencia sin la cual la humanidad sólo se inclina al mal. Siempre había creído que el amor era un peligro, una fuerza anárquica, que no era un bien, y desconfiaba del hombre que ama a la mujer.
Porque sus caminos son las vías de las tinieblas y los senderos de la falta
.

—Es verdad —dijo Jane—, tú eras escriba antes de ser ungido. Y antes de ser escriba eras hasid, y antes…

—Antes era soldado. Pero todo eso queda muy lejos.

—¿Ya estás echando de menos la escritura?

—Es como si mi gesto se hubiera visto bruscamente interrumpido por los acontecimientos, que me han precipitado fuera de mí, a mi pesar, y me han frenado en seco cuando no debo detenerme en ningún sitio, en ningún momento, a riesgo de perder mi concentración… Pero lo que más echo de menos es la comunidad.

—Volverás con ellos —dijo Jane—. Muy pronto.

—No.

—¿Por qué no?

—Los he dejado, Jane. He huido de los esenios.

Jane me miró un momento, sin comprender.

—Me fui porque se negaban a dejarme venir aquí. Y esta vez quise seguirte.

—Ary —dijo Jane—. No tenías que hacer eso. Es…

—Te quiero.

Se produjo un silencio.

—Te quiero —proseguí—, desde la primera vez que te vi. Hace dos años fue una sorpresa, demasiado grande sin duda para que pudiera comprenderla. Después la sorpresa se fue, pero el amor permaneció.

—Es imposible —dijo Jane levantándose—, es imposible y lo sabes muy bien. Si eres quien eres… Todo esto no tiene sentido.

—¿No tiene sentido? —dije—. Quizá sí. Recuerda, en los Evangelios se habla del discípulo a quien Jesús amaba, pero nunca se menciona su nombre.

—Se cree que se trataba de Juan el Evangelista, ¿no?

—Juan, exactamente…

Jane me miró sorprendida.

—¿Crees que soy tu discípulo, Ary? ¿Porque tengo el mismo nombre que Juan?

—Podría ser.

—Entonces no has entendido… No has entendido nada. Yo no tengo papel ni misión. No soy de los vuestros. Ary, no quiero representar el papel que me propones y que para mí no tiene el sentido que tú le estás dando.

Se levantó y me miró con desolación:

—No creo en tu amor.

Al caer la noche, volvimos a apostarnos en el portal vecino a la casa de Koskka, y esperamos de nuevo, en un silencio incómodo que ni ella ni yo podíamos romper.

Una hora más tarde llegó la camioneta, la misma de la víspera. Koskka subió al vehículo, que se dirigió directamente a la puerta Brancion. Volvimos a encontrarnos ante el edificio de la noche anterior.

Apenas eran las diez. Sin saber qué hacer, nos dirigimos al bar que había en la esquina. Era un viejo café de paredes desconchadas y atmósfera turbia de humo, punto de encuentro de los habitantes del barrio, que bebían y charlaban en el bar después de su jornada de trabajo: el lugar ideal para obtener algunas informaciones.

En cuanto nos sentamos a una mesa cerca de la ventana, el patrón, un orondo hombretón jovial de mejillas rubicundas y rasgos marcados, nos ofreció el menú.

—Vaya, qué curioso —dijo Jane—. ¡Esto no se parece en nada a un menú corriente!

—¿Cómo? —dijo el hombre—. ¿No le gusta mi menú?

—No, no es que no me guste. Es que la cocina de la casa me parece muy original.

—Eso es porque… —dijo el hostelero con énfasis—, porque mi cocina viene de tiempos antiguos, ¿saben? Me ha sido transmitida por mis padres, mis abuelos…

Se acercó a nosotros y, casi en un susurro nos dijo:

—¡Es la antigua cocina de los templarios, los caballeros de los mantos blancos y la cruz potenzada roja! Trajeron de Oriente el libro de recetas de un sobrino de Saladino, Wusla Ila al-Habib.

—¿De quién?

—De Wusla Ila al-Habib —repitió el hostelero con un acento particularmente convincente—. ¡El más grande de los cocineros! Fue durante una de sus comidas cuando el Gran Maestre de la Orden del Temple decidió confiar a los templarios la función de guerreros internacionales, un papel parecido al que hoy atribuimos a las tropas humanitarias: fueron los antepasados de… ¡de los cascos azules de la ONU!

Jane y yo intercambiamos una mirada a medias interrogativa y a medias irónica.

—Pero ¿por qué los templarios? —preguntó Jane.

—Los templarios —prosiguió el hombre— eran excelentes farmacéuticos. Ellos descubrieron las virtudes de la
Spirea ulmaria
—la reina de los prados— contra los dolores de las articulaciones, lo que permitió, mucho más tarde, descubrir los derivados salicílicos contenidos en la planta. Así nació, señorita, el medicamento más utilizado en el mundo, es decir…

El hostelero entornó los ojos en blanco, preparando su golpe de efecto.

—… ¡la aspirina! La cocina, señorita, siempre ha estado relacionada con la brujería. Pero parece usted triste… El néctar es rojo y alivia los dolores. E igualmente el vinagre, o sea el vino… agrio: remedio milagroso para una vida más sana. Vinagre, cebolletas, estragón, pimienta en grano, clavo, tomillo, laurel y ajo, deje macerar todos esos ingredientes en una botella durante un mes más o menos, consúmalos como acompañamiento de distintos platos, a su gusto, y ya me dirá…

Se inclinó sobre Jane, muy cerca de su oído, con un aspecto casi amenazador:

—Debe saber, señorita, que la col acompaña al arroz, los pepinillos a la carne o la caza, que los tomates son exquisitos con el pescado, y sobre todo, sobre todo, ¡no olvide el vino y el pan! Agua y harina, agua de lluvia, elemento natural llegado de lo alto, del cielo. Así es como la cocina sigue la misma migración de las tribus sacerdotales, de oeste a este.

—¿Podría usted decirnos —preguntó Jane, decidida a detener ese torrente de palabras— qué hay en… la crema de berenjenas, por ejemplo?

—La crema de berenjenas es el plato más delicioso que hayan probado en su vida —dijo—. La base son dos berenjenas asadas, dos escalonias, cuatro dientes de ajo, un pimiento rojo, treinta aceitunas negras deshuesadas, tres hojas de menta, una cucharada grande de vinagre, cuatro cucharadas grandes de aceite de oliva, sal y pimienta.

—¿Cómo la prepara?

—Se asan las berenjenas y el pimiento a la brasa después de perforar la piel varias veces, luego se retira la piel de las berenjenas y de los pimientos mientras aún están calientes. En un mortero se machacan las escalonias, el ajo, la menta y las aceitunas. Luego se añaden las berenjenas y el pimiento, y se sigue machacando todo, con movimientos giratorios. Se vierte el aceite en un hilo, girando con delicadeza. Se añade la sal, la pimienta y el vinagre.

—¿Y ese plato? —dijo Jane, por fin interesada, señalando los platos de nuestros vecinos.

—Eso es un
cassoulet
. Se prepara en un gran caldero en el que se echan cinco litros de agua salada aromatizada con especias, cuatro codillos de cordero y de cerdo, dos chuletas, cuatro huesos de buey, un rabo de toro, una paletilla de cordero, cuatro zanahorias, una rama de apio, una col verde pequeña, dos puerros, una calabaza pequeña, medio kilo de alubias blancas, alubias negras, alubias rojas, garbanzos, cuatro cebollas, cuatro dientes de ajo, mostaza, sal, pimienta, un vaso de vinagre, cuatro vasos de aceite de oliva y una cucharadita de pasta de mostaza.

—Tomaremos la crema de berenjenas —decidí—. Dígame —añadí, para cortar su verborrea—, ¿conoce a sus vecinos, los de la casita roja, allí, hacia la mitad de la calle?

—¡Huy, ése es más raaaro! Es un polaco, heredero de una familia noble, creo. O, dicho de otro modo, nadie sabe con qué medios se gana la vida. ¡Dicen que trabaja en una gran obra filosófica… y poética!

Cenamos rápidamente y salimos del café para volver a la casa. En la fachada a oscuras, sólo estaba iluminada la ventana del piso.

De común acuerdo, Jane y yo empujamos la pesada puerta de madera. Volvimos a encontrarnos en el vestíbulo, como la víspera… cuando, de repente, un caballero blandió su espada contra nosotros. Paralizados en la penumbra, sin saber qué hacer, vimos cómo dirigía su hoja amenazadora contra nosotros. Estaba tocado con un yelmo que protegía su rostro con una doble hoja de metal. Su espada de doble filo y punta afilada permitía golpear al adversario de tajo y de estocada. Llevaba un escudo triangular, ligeramente curvo, de madera recubierta de cuero. Su armadura tenía un espaldarón para proteger los hombros. Me acerqué a él. Bruscamente, con el filo de mi mano derecha, le asesté un golpe sobre el hombro. Con la izquierda, le quité la espada. Se desplomó pesadamente a mis pies.

Me incliné: era un maniquí vestido con una cota de malla y calzones sobre una estructura de tiras de cuero trenzadas. Jane y yo intercambiamos una sonrisa de alivio. Paso a paso, con discreción, avanzamos por el pasillo, igual que habíamos hecho la víspera, pero esta vez recorrimos la planta baja. En todas las habitaciones se amontonaba un batiburrillo de armaduras y muebles de época, periódicos y objetos heteróclitos, hasta la gran sala en la que se había celebrado la reunión.

Estaba muy oscuro. Jane sacó una linterna de su bolsa y la dirigió hacia una mesa abarrotada de documentos diversos. Iluminó un pergamino escrito en francés:

Y el santo anciano me dijo: para que conduzcas perfectamente a su término el viaje, al que me envían a ayudarte, recorre este jardín, porque verlo te ayudará a ascender mejor por el rayo Divino. Y la Reina del Cielo, por quien me consumo enteramente de amor, nos concederá toda gracia, porque yo soy tu fiel Bernardo
.

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