—Comprémoslo —dijo Jude.
—¿En serio? ¿Hacemos una oferta de cien dólares?
Jude entornó los ojos, mirando algo en la pantalla, precisamente debajo de la descripción del artículo subastado. Había allí un botón que decía: «Suyo ahora mismo: 1.000 dólares». Y debajo de eso podía leerse: «Haga clic para comprar y suspenda de inmediato la subasta». Puso un dedo sobre la pantalla y apretó con energía.
—Que sean mil, y cerremos el trato —proclamó.
Danny giró en su silla. Sonrió y alzó las cejas, que eran altas, arqueadas, como las de Jack Nicholson. Las usaba con habilidad, logrando siempre gran efecto. Tal vez esperaba una explicación, pero Jude no estaba seguro de poder explicar, ni siquiera a sí mismo, por qué era razonable pagar mil dólares por un traje viejo que probablemente no valía ni siquiera la quinta parte de esa cantidad.
Luego pensó que podría ser una buena publicidad: «Judas Coyne compra un fantasma travieso». Los admiradores devoraban historias de ese tipo. Pero esa idea se le ocurrió más tarde. En ese mismo momento, sólo supo que quería ser el comprador del fantasma.
Jude hizo ademán de retirarse, pensando ir arriba para ver si Georgia ya estaba preparada. Le había dicho que se vistiera hacía ya media hora, pero estaba seguro de que iba a encontrarla todavía en la cama. Tenía la sensación de que planeaba quedarse allí hasta provocar la pelea que andaba buscando. Se la encontraría sentada, en ropa interior, pintándose cuidadosamente de negro las uñas de los pies. O tendría abierto su portátil y estaría navegando en la Red, en busca de accesorios góticos, del adorno adecuado para atravesarse la lengua, como si necesitara más de esos malditos... Al pensar en la navegación por la Red, una asociación de ideas hizo que Jude se detuviera y se preguntara algo. Se volvió para mirar a Danny.
—A propósito, ¿cómo has encontrado eso? —le preguntó, señalando hacia el ordenador con la cabeza.
—Ha llegado por correo electrónico.
—¿De quién?
—Del sitio de subastas. Nos han mandado un correo electrónico que decía: «Sabemos que usted ha comprado antes artículos como éste y pensamos que podría interesarle».
—¿Hemos comprado artículos iguales antes?
—Se refieren a productos relacionados con el ocultismo, supongo.
—Nunca he comprado nada en ese sitio.
—Tal vez sí que ha comprado algo y no lo recuerda. O quizá haya sido yo quien haya encargado algo para usted.
—Malditos ácidos —exclamó Jude—. Antes tenía buena memoria. Yo pertenecía al club de ajedrez en el instituto. Se me daba bien.
—¿En serio? Eso es fantástico.
—¿El qué? ¿Que estuviera en el club de ajedrez?
—Supongo que sí. Me parece tan... excéntrico.
—Sí. Pero usaba dedos amputados en lugar de piezas normales.
Danny se rió con demasiada intensidad, tembló como si tuviera convulsiones y secó lágrimas imaginarias en el rabillo de sus ojos. Ah, pequeño y servil adulador.
El traje llegó el sábado por la mañana, temprano. Jude estaba levantado y jugaba fuera con los perros.
En cuanto
Angus
vio que se detenía el coche, la correa se soltó de la mano de su amo. El perro se lanzó sobre el lateral del vehículo ya parado. La saliva le colgaba de la boca, mientras arañaba furiosamente con las patas la puerta del conductor. Éste permaneció sentado al volante, mirándolo con la expresión tranquila pero atenta del médico que analiza una nueva variedad de virus ébola en el microscopio. Jude recogió la correa del perro y tiró con más fuerza de la que tenía intención de usar.
Angus
cayó de lado sobre el polvo, luego giró sobre sí y volvió a saltar y a ladrar. Para entonces
Bon
también se hacía notar, tirando de la correa que la sujetaba y que Jude tenía en la otra mano. Aulló con tanta estridencia que provocó dolor de cabeza a su amo.
Como estaba demasiado lejos para arrastrarlos de regreso a su caseta del cobertizo, Jude los llevó por el jardín hasta el porche de entrada, mientras ambos animales luchaban contra él, resistiéndose. Los hizo entrar a empujones y cerró la puerta tras ellos, de golpe. De inmediato comenzaron a lanzarse contra la puerta, ladrando histéricamente. Ésta temblaba cada vez que los animales embestían. Perros de mierda.
Jude regresó por el caminillo de entrada hasta llegar a la camioneta de UPS, precisamente cuando la puerta trasera se abría con un ruido metálico. El repartidor estaba allí, de pie. Saltó al suelo con una caja larga y chata bajo el brazo.
—Ozzy Osborne tiene perros de Pomerania —dijo el tipo de UPS—. Los vi en la televisión. Encantadores perritos que parecen gatos domésticos. ¿Nunca ha considerado tener un par de esos preciosos chuchos?
Jude tomó la caja sin decir una palabra y regresó a la casa.
Entró y fue directamente a la cocina. Puso el paquete en la encimera y se sirvió café. Era un hombre madrugador por instinto y por hábito. Mientras estaba de gira, o grabando, se había acostumbrado a acostarse a las cinco de la mañana y a dormir la mayor parte del día, pero quedarse toda la noche levantado nunca había sido su tendencia natural.
Durante las giras se despertaba a las cuatro de la tarde, de mal humor y con dolor de cabeza, desorientado, confundido en cuanto a lugar, fecha y horario se refería. Todas las personas que conocía le parecían astutos impostores, o insensibles alienígenas que llevaran máscaras de goma con los rasgos de las caras de los amigos. Se necesitaba una buena cantidad de alcohol para que todos volvieran a parecer quienes eran.
Pero habían pasado ya tres años desde que salió de gira por última vez. No le apetecía demasiado beber cuando estaba en su casa. La mayor parte de las noches se iba a la cama a las nueve. A la edad de cincuenta y cuatro años había vuelto a los ritmos vitales que le inculcaron cuando su nombre era Justin Cowzynski y un niño que crecía en la explotación porcina de su padre. Aquel analfabeto bastardo le habría arrancado de la cama, agarrándolo por el pelo, si lo hubiera encontrado en ella cuando salía el sol. La suya fue una infancia de lodo, ladridos, alambre de púas, ruinosos cobertizos de granja, cerdos de piel embarrada y hocico aplastado. Una niñez con poco contacto humano, aparte de una madre que se sentaba la mayor parte del día junto a la mesa de la cocina, con el aspecto flojo y la mirada fija de quien ha sido sometido a una lobotomía, y de su padre, que gobernaba hectáreas cubiertas de estiércol de cerdo y ruinas con su risa furiosa y los puños siempre preparados.
De modo que Jude llevaba varias horas en pie, pero todavía no había tomado el desayuno, y estaba friendo tocino cuando Georgia entró en la cocina. La joven llevaba sólo unas bragas negras y caminaba con los brazos cruzados sobre sus perforados pechos, pequeños y blancos. Su pelo negro flotaba alrededor de la cabeza, y parecía un nido suave y enredado. Su nombre no era realmente Georgia. Tampoco Morphine, aunque se había desnudado usando ese nombre artístico durante dos años. Se llamaba Marybeth Kimball. Era un nombre tan simple que la chica se había reído cuando se lo dijo por primera vez, como si la avergonzara.
Jude se había abierto camino a través de una colección de novias góticas que se desnudaban en público o adivinaban el futuro, o que se desnudaban y además adivinaban el futuro; muchachas bonitas que usaban cruces egipcias y se pintaban las uñas de negro, y a las que siempre llamaba por el nombre del estado donde habían nacido, un hábito que no complacía a todas, pues no querían que se les recordara a la persona a la que trataban de borrar con todo aquel maquillaje de «muertos vivientes». Georgia tenía veintitrés años.
—Malditos perros estúpidos —protestó la joven, apartando a uno de ellos de su camino con el tacón. Daban vueltas alrededor de las piernas de Jude, excitados por el olor del tocino—. Me han despertado a una hora de mierda.
—Tal vez era la hora de mierda de levantarte. ¿No se te ha ocurrido pensarlo?
Ella nunca salía de la cama antes de las diez, si podía evitarlo.
Se inclinó ante la nevera, en busca de zumo de naranja. A él le encantó lo que vio entonces, la manera en que los elásticos de su ropa interior se apretaban contra las nalgas, casi demasiado blancas. La visión del trasero le hipnotizó unos instantes, pero apartó la mirada mientras ella bebía directamente del envase de cartón, que luego dejó en la encimera. Se estropearía ahí si él no se ocupaba de devolverlo a su sitio.
Estaba encantado con la adoración de las muchachas góticas. Y el sexo con ellas le gustaba todavía más, con sus cuerpos flexibles, atléticos y tatuados, y su entusiasmo por lo diferente.
En otro tiempo estuvo casado una vez con una mujer que utilizaba vaso y volvía a guardar las cosas después de usarlas; además leía el periódico por la mañana. Echaba de menos sus conversaciones. Eran charlas maduras. No había sido bailarina de strip-tease. No creía en la adivinación del futuro. Era una compañía adulta.
Georgia usó un cuchillo de cortar carne para abrir la caja de UPS, y luego lo dejó en la encimera, con un trozo de cinta pegado al filo.
—¿Qué es esto? —quiso saber.
Dentro del primer recipiente había otro. Estaban muy apretados y Georgia tuvo que porfiar durante un rato para sacar la caja interior y colocarla en la encimera.
Era grande, brillante y negra, y tenía forma de corazón. A veces los bombones venían en cajas como aquélla, aunque ésta era demasiado grande para ser de golosinas. Además, las cajas con dulces solían ser de color rosa, o a veces amarillas. Se trataba de lencería, entonces... Pero él nunca había pedido nada de eso para ella. Frunció el ceño. No tenía la menor idea de lo que podía contener, pero al mismo tiempo le daba la sensación de que debería adivinarlo.
—¿Esto es para mí? —preguntó.
Quitó la tapa y sacó el contenido, levantándolo para que él lo viera. Un traje. Alguien le había enviado un traje. Era negro y pasado de moda; los detalles se desdibujaban a través de la bolsa de plástico de la tintorería con que estaba envuelto. Georgia lo sostuvo por los hombros delante de su cuerpo, como si le pidiera opinión, como si se tratara de un vestido que quisiera probarse. Lo miró con expresión inquisitiva y una encantadora arruga entre las cejas. Inicialmente él no recordó. No sabía quién demonios podía mandarle un traje como aquél.
Abrió la boca para decirle que no tenía la menor idea; pero de pronto cayó en la cuenta y soltó una frase lapidaria:
—El traje del muerto.
—¿Qué?
—El fantasma —explicó, recordando los detalles del asunto mientras hablaba—. He comprado un fantasma. Una mujer estaba convencida de que el espíritu de su padrastro la visitaba, de modo que puso en venta en la Red el espíritu inquieto, y yo lo he comprado por mil dólares. Es el traje de él. La mujer cree que podría ser el origen de las visitas del fantasma.
—Qué bien —dijo Georgia—. Entonces, ¿te lo vas a poner?
Su propia reacción le sorprendió. Se estremeció, se le puso carne de gallina. La idea le pareció obscena, sin necesidad de pensarlo mucho. No había considerado la posibilidad de ponerse aquellas prendas.
—No —respondió, y ella le lanzó una mirada de sorpresa al percibir algo frío e inexpresivo en su voz. La forzada sonrisa de la joven gótica se hizo un poco más profunda, y él se dio cuenta de que había dado la impresión de sentirse..., bueno, no asustado, pero sí momentáneamente débil—. No me quedaría bien —añadió, aunque en verdad parecía que el travieso fantasma había tenido en vida su misma altura y su mismo peso.
—Tal vez lo use yo —sugirió Georgia—. Al fin y al cabo soy una especie de espíritu inquieto. Y me encuentro muy bien cuando uso ropa de hombre. Me pongo muy ardiente.
Otra vez tuvo una sensación de repugnancia, incluso desazón física. Ella no debía ponérselo. Le molestó hasta que bromeara sobre el asunto, aunque no sabía muy bien por qué. No iba a permitir que se lo pusiera. En ese preciso momento no podía imaginar nada más repelente.
Y eso quería decir algo. No eran muchas las cosas que Jude encontraba tan desagradables como para tomarlas en consideración. Estaba poco acostumbrado a sentir disgusto por algo. Lo chocante, lo desagradable, no le molestaba; le había permitido llevar una buena vida durante treinta años.
—Lo dejaré arriba hasta que decida qué voy a hacer con él —dijo, tratando de mantener un tono displicente, pero sin lograrlo del todo.
Ella le miró a los ojos, intrigada por el sorprendente abandono de su acostumbrado autodominio, y luego quitó la bolsa de plástico de la tintorería. Los botones de plata de la chaqueta brillaron con la luz de la estancia. El traje era sombrío, tan oscuro como las plumas de un cuervo, pero los botones, del tamaño de una moneda de veinticinco centavos, le daban algo así como un carácter rústico. Con una corbata de cordón, habría sido el tipo de vestimenta que Johnny Cash usaba en el escenario.
Angus
empezó a emitir ladridos agudos, estridentes, asustados. Se encogió sobre sus patas traseras y escondió el rabo, apartándose de la prenda.
Georgia se rió.
—Está embrujado —dijo.
Sostuvo el traje delante de ella y lo agitó de un lado a otro, moviéndolo en el aire hacia
Angus
, fingiendo que invitaba al perro a que arremetiese contra él, como hace un torero con el capote. La chica, encantada, gimió a medida que se acercaba al perro. Imitaba a un fantasma errante, mientras sus ojos brillaban de placer.
Angus
retrocedió arrastrándose, golpeó un taburete que había junto a la encimera y lo tiró ruidosamente.
Bon
miraba desde debajo de la vieja plataforma de madera para cortar carne, con las orejas aplastadas contra el cráneo. Georgia volvió a reírse.
—Deja de molestarlos —ordenó Jude.
Ella le lanzó una mirada triunfal y perversamente feliz, con la expresión del niño travieso que está quemando hormigas con una lupa... y de repente puso cara de dolor y gritó. Soltó varias palabrotas y se agarró la mano derecha. Arrojó el traje a un lado, sobre la encimera.
Una brillante gota de sangre crecía en la punta de su dedo pulgar, y acabó cayendo, toc, sobre el suelo de mosaico.
—Mierda —dijo—. Alfiler de mierda.
—Ya ves lo que has logrado.
Le dedicó una mirada furiosa, le hizo un gesto obsceno con el dedo corazón de la mano y se fue. Cuando ella estuvo lejos, Jude se levantó y puso el zumo en el frigorífico. Luego dejó caer el cuchillo en el fregadero, buscó un paño de cocina para limpiar la sangre del suelo... y finalmente su mirada se detuvo en el traje. Observándolo, olvidó lo que tenía pensado hacer en ese momento, fuera lo que fuese.