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Authors: Joe Hill

Tags: #Terror

El traje del muerto (7 page)

BOOK: El traje del muerto
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En otro libro se detuvo en un capítulo referido a la posesión, tanto por parte de un demonio como de un espíritu maligno. Una grotesca ilustración mostraba a un anciano tendido en la cama, entre unas sábanas desordenadas, con los ojos desorbitados por el horror y la boca muy abierta, mientras un lascivo homúnculo desnudo trepaba por sus labios, saliendo o, tal vez peor, entrando.

Jude leyó que cualquiera que abriese la puerta dorada de la muerte para echar una mirada al otro lado corría el riesgo de dejar entrar algo infernal, y que los enfermos, los viejos y los adoradores de la muerte estaban particularmente en peligro. El tono era enérgico y experto, por lo que Jude se sintió alentado a continuar, hasta que leyó que el mejor método de protección contra aquellos horrores era bañarse en orina. Jude tenía una mente abierta en lo que se refería a la depravación, pero trazaba una línea roja en lo referente a las actividades acuáticas de aquella clase, y cuando el libro se le escapó de sus manos frías no se molestó en recogerlo. En lugar de ello, lo alejó con una patada.

Leyó un texto sobre la embrujada mansión Borley, otro sobre la forma de ponerse en contacto con los espíritus afines por medio del tablero de ouija y uno más acerca de los usos esotéricos de la sangre menstrual. Leía hasta que sus ojos se le nublaban, y entonces arrojaba los libros lejos de sí, por todo el despacho. Aquellas palabras eran porquerías. Demonios, poseídos, círculos mágicos, beneficios sobrenaturales de la orina. Uno de los libros arrastró con estrépito, al ser lanzado, una lámpara del escritorio. Otro golpeó un disco de platino enmarcado, que se resquebrajó. El marco cayó de la pared, chocó con el suelo y quedó boca abajo. La mano de Jude encontró la caja de bombones llena de balas y casquillos. La lanzó contra la pared, y la munición se desparramó por el suelo ruidosamente.

Cogió otro libro, y respiró con fuerza, con la sangre hirviendo. Ahora sólo quería romper algo de inmediato, sin importarle lo que fuera. Pero se contuvo, porque el tacto de lo que tenía en la mano le resultó extraño. Miró y lo que vio fue una cinta de vídeo, negra y sin etiqueta. No se dio cuenta de inmediato de qué se trataba y tuvo que pensar un rato antes de que le viniera a la mente. Era la película pornográfica en la que alguien muere durante el acto sexual. Había estado allí guardada en el estante, con los libros, separada de los otros vídeos, durante... ¿cuánto tiempo? ¿Cuatro años? Llevaba en aquel lugar tanto tiempo que había dejado de verla entre los libros de tapas duras. Había llegado a convertirse en una parte más del montón de objetos colocados sobre los estantes.

Jude había entrado en el estudio una mañana y había encontrado a su esposa, Shannon, mirándola. Él estaba haciendo las maletas para un viaje a Nueva York y había ido a buscar una guitarra que quería llevar consigo. Se detuvo en la entrada al verla. Shannon estaba de pie frente al televisor, observando a un hombre que asfixiaba con una bolsa de plástico transparente a una adolescente desnuda, mientras otros hombres miraban.

La mujer tenía el ceño fruncido y la frente arrugada por la concentración mientras contemplaba cómo moría la niña en la película. A él no le afectaban los enojos de su esposa, porque la cólera no le impresionaba; pero había aprendido a preocuparse cuando ella estaba así, en calma, en silencio, recogida en sí misma.

—¿Esto es real? —preguntó finalmente.

—Sí.

—¿La está matando de verdad?

El miró el televisor. La muchacha desnuda había caído, floja, como sin huesos, sobre el suelo.

—Está realmente muerta. Mataron a su novio también, ¿no?

—Él lo pidió.

—Me la dio un policía. Me dijo que los dos jóvenes eran drogadictos de Texas que habían asaltado una tienda de licores y habían matado a alguien. Luego huyeron a Tijuana. Los policías dejan muchas porquerías en cualquier parte.

—El chico imploró por ella.

—Es horripilante —dijo Jude—. No sé por qué la tengo todavía.

—Yo tampoco lo sé —comentó ella. Se puso de pie y sacó la película. Permaneció observándola como si nunca antes hubiera visto una cinta de vídeo y estuviera tratando de imaginar para qué podría servir aquello.

—¿Estás bien? —preguntó Jude.

—No sé —respondió la mujer. Le dirigió una mirada vidriosa y confundida—. Y tú, ¿estás bien?

Jude no respondió. Entonces ella cruzó la habitación y pasó junto a él. Al llegar a la puerta, Shannon se detuvo y se dio cuenta de que todavía tenía en sus manos la película. La puso suavemente sobre el estante antes de marcharse. Más tarde, la criada colocó el vídeo con los libros. Fue un error que Jude nunca se molestó en corregir. No tardó mucho en olvidar que estaba allí.

Tenía otras cosas en qué pensar. Después, cuando regresó de Nueva York, encontró la casa y la parte del armario ropero dé Shannon vacías. No se había molestado siquiera en escribir una nota. Nada de explicar que su amor había sido un error o que ella amaba una versión de él que en realidad no existía, que se habían ido apartando el uno del otro cada vez más, o algo por el estilo. Ella tenía cuarenta y seis años y había estado casada antes. No hizo escenas propias de amoríos de una escuela secundaria. Cuando tuvo algo que decirle, le llamó. Cuando necesitaba algo material de él, telefoneaba su abogado.

Al mirar la cinta en ese momento no supo realmente por qué se había apegado a ella, o por qué la cinta se había apegado a él. Le pareció que debía haberla buscado y haberse deshecho de ella cuando volvió a casa y descubrió que su mujer se había ido. Ni siquiera sabía las razones por las que la había aceptado cuando se la ofrecieron. Jude coqueteó luego con la incómoda idea de que con el tiempo se había mostrado demasiado dispuesto a aceptar lo que le dieran, sin pensar en las posibles consecuencias. Eso mismo le había llevado a meterse en el problema en que se hallaba. Anna se le ofreció, y él la había recibido, y pasado el tiempo estaba muerta. Jessica McDermott Price le había ofrecido el traje del muerto, y ya era suyo. Ya era suyo.

Nunca había tenido interés alguno por poseer el traje de un muerto, ni una cinta de vídeo de mortal pornografía mexicana, ni ninguno de los otros objetos de su colección. Le pareció que todas aquellas cosas habían sido atraídas hacia él como objetos de hierro hacia un imán, y él no podía evitar atraerlos y conservarlos, como tampoco el imán podía evitar sus efectos. Pero eso sugería indefensión, y nunca había sido un hombre indefenso. Si algo debía ser estrellado contra la pared, era aquella cinta.

Pero se había quedado allí pensando demasiado tiempo. El frío reinante en el estudio se apoderó de él, de modo que se sintió cansado, sufrió el peso de la edad. Se sorprendió de que no fuera visible su propio aliento, tal era el frío que sentía. No podía imaginar nada más tonto, o más débil, que un hombre de cincuenta y cuatro años tirando sus libros en un ataque de rabia, y si había algo que despreciaba era la debilidad. Estuvo tentado de tirar al suelo la cinta y aplastarla con los pies, pero en lugar de ello se volvió y la puso en el estante. Sintió que lo más importante era recuperar la compostura, actuar, al menos por un momento, como un adulto.

—Deshazte de eso —dijo Georgia desde la puerta.

Capítulo 10

La sorpresa le hizo estremecerse, al punto de encoger los hombros involuntariamente. Se volvió y la miró. Para empezar, estaba pálida. Siempre lo estaba, pero en ese momento su cara parecía no tener sangre, era como un hueso pulido, de modo que, más que nunca, parecía un vampiro. Jude se preguntó si no sería un truco de maquillaje; pero enseguida vio que sus mejillas estaban húmedas y los finos pelos negros de las sienes pegados por el sudor. Iba en pijama, abrazándose a sí misma, temblando de frío.

—¿Estás enferma? —preguntó él.

—Estoy bien —respondió la chica—. Soy la viva imagen de la salud. Deshazte de eso.

Él puso delicadamente la película pornográfica y mortal otra vez en el estante.

—¿Que me deshaga de qué?

—Del traje del muerto. Huele mal. ¿No te has dado cuenta del mal olor que se ha extendido cuando lo has sacado del ropero?

—¿No está en el ropero?

—No, no está en el ropero. Estaba sobre la cama cuando me he despertado, extendido justo a mi lado. ¿Has olvidado guardarlo otra vez? Juro por Dios que a veces me sorprende que seas capaz de recordar que debes meterte la polla dentro de los pantalones después de mear. Espero que toda la hierba que fumaste en los años setenta valiera la pena. De todas maneras, ¿qué diablos estabas haciendo con él?

Si el traje estaba fuera del ropero, había salido por su cuenta. Pero no tenía sentido contárselo a Georgia, de modo que no dijo nada y fingió estar ordenando el despacho.

Jude dio la vuelta al escritorio, se inclinó y recogió el disco enmarcado que había caído al suelo. El trofeo estaba tan destrozado como el panel de vidrio que lo cubría. Terminó de romper el marco y lo inclinó hacia un lado. Los cristales rotos se deslizaron con ruidos musicales hacia la papelera, junto al escritorio. Arrancó los trozos del disco de platino hecho pedazos,
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, y los echó a la basura. Eran como seis brillantes hojas de sable de acero atravesadas por surcos. ¿Qué hacer en ese momento? Supuso que un hombre razonable iría a echar un vistazo al traje. Se puso de pie y se volvió hacia ella.

—Vamos. Deberías acostarte. Tienes un aspecto terrible. Llevaré el traje a otro sitio y luego te ayudaré a meterte en la cama.

Le puso la mano en el brazo, pero ella se soltó.

—No. La cama también huele como el traje. Las sábanas tienen el mismo olor.

—Bien, entonces pondremos sábanas limpias —dijo, cogiéndola por el brazo otra vez.

Jude la obligó a dar la vuelta y la guió hacia el pasillo. El muerto estaba sentado más allá de la mitad del pasillo, en la silla colonial de la izquierda, con la cabeza inclinada, sumido en sus pensamientos. Un rayo del sol matinal caía justo donde deberían estar las piernas, que desaparecían al paso de la luz. Esto le daba el aspecto de un veterano mutilado de guerra, con sus pantalones terminados en muñones a la altura de los muslos. Debajo del rayo de sol estaban los zapatos negros, bien lustrados, con calcetines también negros. Entre los muslos y los zapatos, las únicas piernas que se veían eran las patas de la silla, de madera clara, brillante por efecto de la luz.

Apenas lo vio, Jude apartó la mirada. No quería mirarlo, se negaba a pensar que estaba allí. Miró a Georgia, para ver si ella había descubierto al fantasma. La chica observaba fijamente sus propios pies, con el pelo sobre la cara, mientras se dejaba conducir por la mano de Jude. Hubiera deseado decirle que mirase, quería saber si ella también podía verlo, pero estaba demasiado atemorizado por el muerto como para hablar, temía que el fantasma le escuchara y le mirara.

Era estúpido pensar que el muerto no iba a darse cuenta, de una u otra forma, de que pasaban junto a él. Sin embargo, por alguna razón que no podía explicar, Jude presintió que si guardaban silencio podían escabullirse sin ser vistos. Los ojos del muerto estaban cerrados; la barbilla casi le tocaba el pecho. Era un viejo que dormitaba bajo el último sol de la mañana. Sobre todo, lo que Jude quería era que permaneciera tal como estaba. Que no se moviera. Que no se despertara. Que no abriese los ojos; por favor, que no los abriese.

Se iban acercando, pero Georgia seguía sin mirar por dónde iba. En vez de mirar al fantasma, apoyó su cabeza somnolienta en el hombro de Jude y cerró los ojos.

—Ahora dime por qué tenías que destrozar el estudio. ¿Estabas gritando allí dentro? Me ha parecido oírte gritar.

Él no quería volver a mirar, pero no pudo evitarlo. El fantasma seguía como estaba, con la cabeza un poco inclinada a un lado, dibujando una especie de sonrisa incipiente, como si estuviera concentrado en una idea o un sueño agradable. El muerto no parecía escucharla a ella. Jude tuvo en ese momento una idea difusa, difícil de articular. Con los ojos cerrados y la cabeza inclinada de esa manera, el fantasma, más que dormitando, parecía hallarse a la escucha de algo. Jude pensó que quizá estuviera oyéndole a él. A la espera, tal vez, de ser reconocido, antes de que a su vez él reconociera o pudiera reconocer a Jude. Ya casi estaban encima del espectro, a punto de pasar junto a él. Se encogió y se apretó contra Georgia para evitar tocarlo.

—Eso fue lo que me despertó, el ruido, y luego el olor... —La chica soltó una tos leve y levantó la cabeza para mirar hacia la puerta del dormitorio, con los ojos entrecerrados y húmedos.

Sin embargo no vio al fantasma, aunque estaban pasando precisamente frente a él en ese instante. Se detuvo de golpe.

—No voy a entrar ahí hasta que hagas algo con ese traje.

Jude deslizó la mano por el brazo de la joven hasta la muñeca y la apretó, empujándola hacia delante. Ella dejó escapar un leve gemido, de dolor y protesta, y trató de apartarse de él.

—¿Qué mierda haces?

—Sigue caminando —ordenó el cantante, y un momento después se dio cuenta, con un lastimoso latido en el corazón, de que había hablado.

Miró al fantasma y al mismo tiempo el muerto levantó la cabeza y alzó los párpados. Pero donde debían estar los ojos sólo había un garabato negro. Era como si un niño hubiera cogido un rotulador Magic, un rotulador realmente mágico que pudiera escribir en el aire, y hubiese intentado cubrirlos de tinta desesperadamente. Las líneas negras se retorcían y se enredaban entre sí, formando algo parecido a un nudo de gusanos.

Entonces Jude pasó junto a él empujando a Georgia por el pasillo, mientras ella oponía resistencia y lloriqueaba. Cuando estuvieron en la puerta del dormitorio, él miró atrás.

El fantasma se puso de pie, y mientras lo hacía sus piernas salían de la luz del sol. Volvían a verse, como si alguien las hubiera vuelto a pintar, las largas perneras negras del pantalón. El muerto extendió su brazo derecho hacia un lado con la palma vuelta hacia el suelo, y algo cayó de ella. Era un objeto de plata brillante, pulida como un espejo, colgado de una delicada cadena de oro. Pero no, no era un colgante normal, sino una hoja curvada. Jude no distinguía de qué se trataba exactamente. La escena recordaba el péndulo de aquel cuento de Edgar Allan Poe. La cadena de oro estaba unida a un anillo en uno de los dedos del fantasma, una alianza de matrimonio. La navaja, pues eso era lo que colgaba, estaba en el otro extremo. El aparecido permitió que Jude lo mirara por un momento y luego dio una sacudida a la muñeca, como un niño que hace un truco con un yoyó, y la navaja curvada saltó a su mano.

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