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Authors: Donato Carrisi

Tags: #Intriga

El Tribunal de las Almas (37 page)

BOOK: El Tribunal de las Almas
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Pero si alguien estaba vigilando la consulta en la época del suicidio de Canestrari, ¿por qué seguía todavía allí aquel aparato tres años después?

Marcus se dio cuenta de que estaba en inminente peligro. En ese momento su presencia en la consulta ya tenía que haber sido detectada.

«Me han dejado hacer para ver quién era. Pero ahora están viniendo hacia aquí.»

Tenía que irse en seguida. Se apresuraba a ganar la salida cuando de repente oyó un ruido procedente del pasillo. Con gran atención, se apartó un poco de la puerta y vio acercarse a un gorila en americana y corbata que hacía esfuerzos para medir el peso de su propia corpulencia tratando de caminar sin hacer ruido. Marcus retrocedió antes de que lo viera. No tenía escapatoria. Era la única salida, y por el momento se encontraba bloqueada por aquella montaña humana.

Miró a su alrededor y vio la puerta corredera que llevaba al gabinete de las visitas. Podía esconderse allí. Si el hombre entraba en la habitación, él tendría más espacio para escabullirse: en el fondo, era más ágil, sólo tendría que correr.

El hombre llegó a la puerta y se detuvo, buscando al intruso. La cabeza se volvía lentamente sobre su cuello rotundo. Dos pequeñísimos ojos escudriñaban la penumbra sin distinguir nada. Entonces reparó en la puerta corredera que conducía a la habitación adyacente. Se acercó y metió los gruesos dedos en la hendidura de la jamba. Con un gesto brusco la abrió e irrumpió en el gabinete. No tuvo tiempo de comprobar si estaba vacío: la puerta se cerró rápidamente tras él.

Marcus se felicitó a sí mismo por haber cambiado el plan en el último momento. Se había ocultado debajo del escritorio de Canestrari y, en cuanto el hombre se metió en la trampa, salió corriendo para encerrarlo dentro. Pero justo cuando se complacía de su astucia, se dio cuenta de que la llave de la puerta no giraba en la cerradura. La puerta corredera empezó a vibrar por los golpes que recibía. Marcus dejó a su presa y empezó a correr. Estaba en el pasillo y podía oír los pasos del gorila, que se había liberado y ganaba terreno. Consiguió llegar al rellano, después de cerrar de un golpe la puerta detrás de él para demorar a su perseguidor. Pero sirvió de poco. Iba a continuar la huida por la escalera principal cuando supuso que el hombre que tenía a su espalda podía haber ido allí con un compinche que tal vez se encontraría vigilando la entrada. Divisó una salida de emergencia y decidió usarla. La escalera era muy estrecha, y los tramos, muy cortos, así que tuvo que saltarlos para mantener la ventaja. Sin embargo, el gorila era mucho más ágil de lo que había calculado y ya estaba a punto de darle alcance. Las tres plantas que lo separaban de la calle le parecieron muchísimas. Detrás de la última puerta estaba la salvación. Cuando la abrió, en lugar de en la calle se encontró en un aparcamiento subterráneo. Estaba desierto. Al final de la amplia explanada, vio un ascensor cuyas puertas estaban abriéndose. Cuando lo hicieron, en vez de descubrirle una nueva vía de fuga, revelaron la existencia de un segundo hombre con americana y corbata que lo reconoció y se puso a correr hacia él. Con dos perseguidores pisándole los talones no podría escapar. Empezó a faltarle el aliento y temía desplomarse de un momento a otro. Se metió por la rampa de los coches, empezó a subir mientras algunos automóviles se dirigían hacia él en sentido contrario. Un par de ellos lo esquivaron por poco e hicieron sonar el claxon para protestar. Cuando salió a la superficie, los dos hombres casi lo habían alcanzado. Pero se detuvieron de golpe.

Ante ellos había una barrera humana formada por una comitiva de turistas chinos.

Marcus se había servido de ellos para borrar su rastro. Y ahora observaba el desconcierto de sus perseguidores desde una esquina, doblado por el cansancio, intentando recobrar el aliento.

¿Quiénes eran esos dos? ¿Quién los enviaba? ¿Había alguien más implicado en la muerte de Alberto Canestrari?

11.00 h

Se presentó a la patrulla de guardia que estaba delante de la verja de la casa de Jeremiah Smith con el distintivo colgando del cuello y mostrando la orden de servicio que le había enviado De Michelis. Los agentes comprobaron sus credenciales intercambiándose divertidas miradas de complicidad. Sandra tenía la impresión de que, de repente, el género masculino había empezado a interesarse de nuevo por ella. Y también sabía por qué. Era la noche que había pasado con Shalber lo que le había quitado de encima el mal olor a tristeza. Soportó el trámite con recelosa resignación y seguidamente los agentes la dejaron pasar, disculpándose por haberla entretenido.

Avanzó por el camino de acceso a la vivienda de los Smith. El jardín se encontraba en estado de abandono. La hierba había crecido hasta recubrir las grandes jardineras de piedra. Estatuas de ninfas y venus destacaban aquí y allá, algunas sin extremidades. La saludaban con gestos incompletos, pero todavía llenos de gracia. La hiedra había asaltado una fuente, el agua se estancaba en la pila con un color verdoso. El paso del tiempo había convertido la casa en un monolito grisáceo. Se accedía a ella por una escalera de base ancha, que luego se estrechaba a medida que se ascendía. En vez de alzarse hacia la fachada, parecía que la sostuviera como un pedestal.

Sandra subió, algunos escalones estaban rotos. Cuando llegó a la entrada, la luz del día desapareció de repente, absorbida por las paredes oscuras de un largo pasillo. Fue una sensación extraña, como si un agujero negro lo succionara todo, como si todo lo que allí entraba ya no pudiera volver a salir.

La Científica seguía recabando muestras, pero la mayor parte del trabajo ya estaba hecho. Los colegas estaban concentrados en examinar los muebles. Sacaban los cajones y los volcaban en el suelo, a continuación revisaban el contenido. Quitaban las fundas de los sofás, vaciaban los almohadones y alguno auscultaba las paredes con un fonendoscopio en busca de espacios huecos que pudieran servir de escondrijo.

Un hombre alto y delgado, con un traje llamativo, daba instrucciones a los agentes de la unidad canina y los dirigía al jardín. Advirtió su presencia y le indicó que lo esperara. Sandra asintió y se quedó en la entrada. Los policías salieron de la casa con los perros, que tiraban hacia el jardín. En ese momento el hombre fue a su encuentro.

—Soy el comisario Camusso —le tendió la mano. Llevaba un traje encarnado y una camisa a rayas del mismo color, además de una corbata amarilla como toque final. Un perfecto dandi.

Sandra no dejó que la excéntrica indumentaria de su colega la distrajera, si bien era un alivio para los ojos, y para el humor, en medio del negro que los rodeaba.

—Vega.

—Ya sé quién es, me han avisado. Bienvenida.

—No quiero ser un estorbo para ustedes.

—No se preocupe. Ya casi hemos terminado. El circo desmonta la carpa esta tarde: me parece que ha llegado un poco tarde para el espectáculo.

—Tienen a Jeremiah Smith y las pruebas que lo implican en los cuatro homicidios, ¿qué están buscando?

—No sabemos cuál era su «sala de juegos». No mató a ninguna de las chicas aquí. Las tenía prisioneras durante un mes. Ni rastro de violencia sexual. Las ataba, pero no había señales de tortura en los cadáveres: treinta días después, las degollaba y punto. Pero aun así necesitaba algún lugar tranquilo para poder actuar en paz. Esperábamos encontrar algo que nos llevara al lugar en cuestión, pero no hemos tenido suerte. Y usted, ¿qué busca?

—Mi jefe, el inspector De Michelis, quiere que elabore un informe detallado sobre el asesino en serie. ¿Sabe?, no suelen llegarnos casos como éste. Para los de la Científica representa una buena oportunidad para adquirir experiencia.

—Entiendo —dijo el otro, sin ningún interés en comprobar si le decía la verdad.

—¿Qué hace aquí todavía la unidad canina?

—Los perros especializados en recuperación de cadáveres darán otra vuelta por el jardín: podrían localizar algún cuerpo, no es la primera vez que sucede. Con toda la lluvia que ha caído en los últimos días no ha sido posible hacerlo. De todos modos, dudo que consigan olfatear nada: la tierra está húmeda y emana demasiados olores. Los animales quedan embriagados y pierden la capacidad de orientarse —el comisario hizo una señal a uno de sus subordinados, que se acercó con una carpeta en las manos—. Tenga, esto es para usted. Contiene los resultados del caso de Jeremiah Smith. Encontrará informes, los perfiles del asesino y de las cuatro víctimas y, obviamente, toda la documentación fotográfica. Si quiere una copia, tendrá que solicitársela al juez que lleva el caso, así que ésta tendrá que devolvérmela cuando haya terminado.

—De acuerdo, se la devolveré en seguida —respondió Sandra, haciéndose cargo de la documentación.

—Me parece que esto es todo, ¿no? Puede moverse por donde quiera, no creo que necesite un guía.

—No hace falta, gracias.

El comisario le tendió unos cubrezapatos y guantes de látex.

—Bien, pues que se divierta.

—De hecho, estar en este sitio hace que te pongas de buen humor.

—Sí, es alegre como unos niños jugando al escondite en un cementerio.

Sandra esperó a que Camusso se alejara y a continuación cogió el móvil con la intención de hacer unas fotos en la casa. Abrió el expediente y leyó rápidamente el último informe. Se refería a los procedimientos que habían permitido identificar al asesino en serie. Mientras lo leía, le costaba creer que las cosas hubieran ido tal como estaban descritas.

Se dirigió a la habitación donde el equipo de la ambulancia había encontrado a Jeremiah Smith agonizante.

En el comedor, los técnicos de la Policía Científica habían terminado su trabajo hacía tiempo. Sandra estaba allí completamente sola. Mirando a su alrededor, intentó imaginarse la escena. Los del servicio de urgencias llegan y encuentran al hombre tendido en el suelo. Intentan reanimarlo, pero está muy grave. Empiezan a estabilizarlo para llevárselo, sin embargo uno de ellos —la doctora de la dotación de la ambulancia— se fija en un objeto presente en la habitación.

Un patín de cuatro ruedas rojo con las hebillas doradas.

Se llama Mónica y es la hermana de una de las víctimas de un asesino en serie que rapta y asesina a chicas desde hace seis años. Los patines pertenecían a su hermana gemela. El otro estaba en el pie de su cadáver. Mónica comprende que se halla ante su asesino. El enfermero que tiene a su lado está al corriente de la historia, como todo el mundo en el hospital. Sandra sabía cómo funcionaban ese tipo de cosas, en la policía sucedía lo mismo: tus compañeros de trabajo se convierten en una especie de segunda familia, porque es la única manera de enfrentarte al dolor y a la injusticia a los que te ves sometido todos los días. De ese vínculo nacen nuevas reglas y una especie de pacto solemne.

Por tanto, en ese momento, Mónica y el enfermero podían haber dejado morir a Jeremiah Smith como seguro que se merecía. Se encuentra prácticamente desahuciado, nadie podría acusarlos de negligencia. Sin embargo, deciden mantenerlo con vida. Es más, ella decide salvarlo.

Sandra estaba segura de que las cosas sucedieron de esa manera, al igual que lo sabían los policías que se encontraban en la casa en ese momento, a pesar de que nadie hablara de ello.

El destino había jugado un extraño papel en aquella casa. La casualidad era tan perfecta que le resultaba imposible imaginar una dinámica distinta. «Una cosa así no se organiza», se dijo. Pero había aspectos del caso que no le cuadraban.

El tatuaje de Jeremiah Smith.

Llevaba grabada en el pecho la palabra «Mátame». En el expediente, junto a la foto del texto, había una prueba caligráfica que confirmaba que se lo había hecho él. Aunque fuera el emblema de una perversión sadomasoquista, llamaba la atención que esa invitación correspondiera a la elección ante la cual Mónica se había encontrado.

Sandra sacó unas cuantas fotos de la habitación. A la butaca de Jeremiah Smith, a una taza de leche hecha añicos en el suelo, a un modelo anticuado de televisor. Cuando hubo terminado, notó una sensación de repentina claustrofobia. Por muy acostumbrada que estuviera a la visión de escenas violentas, la muerte le parecía más palpable e indecente entre aquellos objetos familiares.

Era tan insoportable que sintió la necesidad de salir de la casa.

Hay objetos que mantienen a los muertos ligados al mundo de los vivos. Hay que encontrarlos y liberarlos.

Una cinta para el pelo, una pulsera de coral, una bufanda… Y un patín de cuatro ruedas.

Sandra hizo un repaso de la breve lista de fetiches que la policía había hallado en casa de Jeremiah Smith y que lo relacionaban con las víctimas. Es más, se podía afirmar que las cuatro chicas asesinadas, de algún modo, se identificaban con esos objetos.

Se había sentado en un banco de piedra del jardín de la casa para recobrar el aliento. Un momento antes, pasó corriendo por delante de sus compañeros y se refugió en el exterior para evitar sus miradas. Era agradable estar allí, acariciada por el sol de la mañana, con los árboles dejándose hacer cosquillas por las rápidas ráfagas de viento y el crujido de las hojas que recordaba una risa.

«Cuatro víctimas en seis años», se repitió Sandra. En común, un corte limpio en la yugular. Una especie de sonrisa forzada con el cuchillo en la garganta.

La hermana de Mónica se llamaba Teresa. Tenía veintiún años y le encantaba patinar. Un domingo por la tarde, como tantos otros, desapareció. En realidad, el patinaje era una excusa: le gustaba un chico y quería encontrarse con él. Era imposible saber el tiempo que Teresa estuvo esperándolo en la pista, porque aquel día él no se presentó. Tal vez Jeremiah se había fijado en ella en esas circunstancias, mientras estaba sola en la mesa de un quiosco de bebidas. Se acercó a ella con una excusa, le ofreció algo de beber. La Científica había encontrado restos de GHB, el tristemente célebre
Rufis,
en un vaso de zumo de naranja. Un mes más tarde, Jeremiah devolvió el cuerpo depositándolo en la orilla del río, con la misma ropa que llevaba el día en que desapareció.

En el restaurante de comida rápida, todos recordaban la cinta de raso azul con la que Melania, de veintitrés años, recogía su cabellera rubia. El uniforme de las camareras no era nada del otro mundo; sin embargo, a ella le gustaba destacar. Lo animaba con ese toque años cincuenta, declaradamente
vintage.
La tarde en que fue secuestrada se dirigía al trabajo. La última vez que alguien la vio estaba esperando el autobús. Su cuerpo reapareció treinta días después en un aparcamiento. Asesinada y vestida. Pero la cinta había desaparecido de su pelo.

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