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Authors: Donato Carrisi

Tags: #Intriga

El Tribunal de las Almas (38 page)

BOOK: El Tribunal de las Almas
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Vanessa, a sus diecisiete años, estaba obsesionada con el gimnasio. Iba todos los días a hacer
spinning.
No faltaba a ninguna clase, incluso si no se encontraba demasiado bien. Cuando desapareció, estaba resfriada. Su madre le echó un sermón para convencerla de que se saltara la clase ese día. Al ver que no lograba hacerla cambiar de opinión, le dio una bufanda de lana para que, por lo menos, fuera un poco más abrigada. Para contentarla, Vanessa se la puso. La madre no podía saber que la bufanda rosa no sería suficiente para protegerla del peligro que la acechaba. Esta vez, el narcótico estaba escondido en la botellita de suplemento de sales minerales.

Cristina detestaba su pulsera de coral. Pero sólo se lo había contado a su hermana. Fue ella quien la echó en falta en su muñeca al reconocer el cadáver en el depósito. Se la había regalado su novio, y Cristina se la ponía de todos modos. Ambos tenían veintiocho años y estaban planeando casarse. Tal vez fuera por eso por lo que estaba algo tensa. Tenía que pensar en los preparativos y disponía de poco tiempo, así que últimamente había empezado a buscar sistemas rápidos para relajar los nervios. Beber alcohol la ayudaba. Comenzaba por la mañana y continuaba hasta la noche, un poco cada vez, sin emborracharse nunca del todo. Nadie se dio cuenta de que estaba convirtiéndose en un problema para ella. Pero Jeremiah Smith sí lo advirtió. Fue suficiente con que la siguiera a algún bar para comprender que con ella iba a resultarle más fácil que con las otras.

Cristina fue la última víctima del asesino en serie.

Aquellos retratos eran el resultado de los testimonios de familiares, amigos y novios. Cada uno había añadido un detalle íntimo, que daba color a la fría crónica de los hechos para que aquellas chicas se mostraran como realmente eran.

«Personas, no objetos», se dijo Sandra. Y objetos como personas. Porque una cinta para el pelo, una pulsera de coral, una bufanda y un patín habían sustituido a las chicas desaparecidas en el imaginario de quienes las habían querido.

Pero de la lectura de aquellos perfiles también surgía un dato contradictorio. Las cuatro chicas no eran ingenuas. Tenían una familia, amigos, normas de conducta, ejemplos a seguir. Y, a pesar de ello, se dejaron embaucar por un hombre insignificante como Jeremiah Smith. Un cincuentón nada atractivo que consiguió invitarlas a tomar algo y subyugarlas. ¿Por qué aceptaron sus atenciones? Actuaba a la luz del día y se ganaba su confianza. ¿Cómo lo hacía?

Sandra estaba convencida de que la respuesta no se encontraba entre aquellos fetiches. Cerró el expediente, levantó la cabeza y se dejó acariciar por la brisa. Durante mucho tiempo, ella también había identificado a David con un objeto.

Una horrible corbata verde rana.

Sonrió al recordarla. Era todavía más fea que la amarilla que llevaba el comisario que la había recibido un rato antes. David nunca se ponía trajes elegantes, le molestaba ir ataviado como un figurín.

—Deberías hacerte un frac —le pinchaba ella—. Todos los bailarines de claqué tienen uno.

Por eso tenía sólo aquella corbata. Cuando los empleados de las pompas fúnebres le pidieron ropa para ponerle en el ataúd, se quedó de piedra. Nunca se habría imaginado que a los veintinueve años tendría que tomar una decisión así. Tenía que elegir algo que se correspondiera con David. Empezó a rebuscar desesperadamente entre su ropa. Seleccionó una sahariana, una camisa azul, unos pantalones de color caqui y unas zapatillas de deporte. Así era como lo recordaban todos. Pero fue justo en tales circunstancias cuando se dio cuenta de que la corbata verde rana había desaparecido. No conseguía encontrarla en ninguna parte y no se daba por vencida. Puso la casa patas arriba, se convirtió en una especie de obsesión. Podía parecer una locura, pero ya había perdido a David y no podía soportar la idea de renunciar a nada más. Ni siquiera a una horrible corbata verde rana.

Después, un día, recordó exactamente adónde había ido a parar. Acudió a su cabeza de repente, sin que tuviera que pararse a pensarlo. ¿Cómo había podido olvidarlo?

La corbata era la única prueba existente de la vez que mintió a su marido.

A pocos pasos de la casa de Jeremiah Smith, Sandra pensó que no se merecía el calor del sol y la caricia del viento. Abrió los ojos, que había entrecerrado, e intuyó sobre ella la mirada de un ángel de piedra. Con su inmóvil silencio, la estatua le recordaba que tenía algo que hacerse perdonar. Y que el tiempo no siempre nos ofrece la oportunidad de remediar los errores.

¿Qué habría ocurrido si el francotirador que le había disparado en la capilla de San Raimundo de Peñafort hubiera logrado matarla? Se habría ido con ese peso en la conciencia. ¿Qué objeto les quedaría a su familia y a sus amigos para recordarla? Fuera lo que fuese, les ocultaría la verdad. Es decir, que no merecía el amor de David porque le había sido infiel.

«Las chicas que Jeremiah Smith raptó se sentían seguras —se dijo—. Al igual que yo antes de entrar en aquella iglesia. Por eso murieron. Pudo matarlas gracias a las ganas de vivir que tenían, que les impedían entender lo que iba a sucederles.»

A la espalda del ángel de piedra, Sandra distinguió a los policías de la unidad canina enfrascados en registrar con los perros una porción del jardín. Era como había dicho Camusso: los animales parecían desorientados por los olores que desprendía la tierra. Poco antes, el comisario lo había presentado como una exploración rutinaria, un último escrúpulo para no dejar nada sin intentar. «Podrían localizar algún cuerpo, no es la primera vez que sucede», había dicho. Pero a estas alturas era capaz de intuir cuándo un compañero intentaba despistarla. Era una actitud cautelosa que los policías adoptaban cuando temían ser cazados en una distracción, antes de que ésta les estallara encima.

En ese momento se acercó por su espalda precisamente el comisario Camusso.

—¿Todo bien? —le preguntó—. He visto que antes ha salido corriendo de la casa y…

—Necesitaba un poco de aire —lo interrumpió Sandra.

—¿Ha descubierto algo interesante? No me gustaría que se presentara ante su superior con las manos vacías.

Era evidente que el policía sólo intentaba ser amable. Pero Sandra quiso aprovechar la ocasión.

—Puede que haya una cosa. Y es un poco extraña. Tal vez usted pueda ayudarme a entender…

El comisario se la quedó mirando, estupefacto.

—Dígame.

Sandra adivinó una sombra de preocupación en sus ojos. Abrió el expediente y le mostró los perfiles de las cuatro víctimas de Jeremiah Smith.

—He notado que el asesino actuaba de media cada dieciocho meses. Dado que cuando lo encontraron ya casi habían transcurrido y que tienen la seguridad de que llevaba a las chicas a otro lugar, me preguntaba si por casualidad no estaba preparándose para volver a atacar —se puso seria—. Como seguramente sabrá, en los casos de asesinos en serie los intervalos de tiempo son cruciales. Si cada período se divide en tres fases: incubación, programación y acción, entonces diría que cuando se sintió mal, Jeremiah debía de encontrarse de lleno en la tercera.

El comisario no abrió la boca.

Sandra lo acosó.

—De modo que me pregunto si en alguna parte hay una chica prisionera que espera nuestra ayuda.

Dejó que Camusso interpretara aquella frase como propia. Y así fue, su rostro se puso serio.

—Puede ser —dijo el comisario haciendo bastante esfuerzo.

Sandra intuyó que no era la única que había formulado una conjetura parecida.

—¿Ha desaparecido otra chica?

Camusso se puso tenso.

—Ya sabe cómo son estas cosas, agente Vega: se corre el riesgo de que circulen informaciones reservadas que pueden comprometer el resultado de la investigación.

—¿Qué es lo que teme? ¿La presión de los periódicos? ¿La opinión pública? ¿A sus superiores?

El comisario se tomó su tiempo. Al darse cuenta de que su compañera no iba a abandonar fácilmente la presa, acabó por admitirlo:

—Una estudiante de arquitectura desapareció hace casi un mes. Al principio las pistas hacían pensar que se trataba de un alejamiento voluntario.

—Dios mío —Sandra no podía creer que lo hubiera acertado.

—Es como usted decía: los períodos coinciden. Pero no hay pruebas, sólo sospechas. E imagínese el alboroto si se supiera que no lo hemos considerado hasta que no se ha descubierto lo de Jeremiah Smith.

Sandra no se veía con ánimos de criticar a sus compañeros. A veces, los policías actuaban bajo presión y cometían equivocaciones. Pero a ellos no se les perdonaban. Y era lo justo, porque era lo que la gente esperaba: respuestas seguras, una base sólida para hacer justicia.

—La estamos buscando —dijo Camusso en seguida.

«Y no estáis solos», pensó Sandra, que por fin había comprendido cuál era el papel de los penitenciarios en toda aquella historia.

La estatua del ángel de piedra proyectaba su sombra sobre el comisario.

—¿Cómo se llama la estudiante?

—Lara.

11.26 h

El lago de Nemi tenía una superficie que no llegaba a los mil quinientos metros cuadrados y estaba en los montes Albanos, al sur de Roma.

La cuenca, en realidad, era un cráter volcánico. Durante muchos siglos, una leyenda había narrado que sus profundidades custodiaban los restos de dos gigantescas naves, ricamente decoradas, que hizo construir el emperador Calígula: unos verdaderos palacios flotantes. Los pescadores de la zona, a lo largo de los años, fueron sacando los restos a la superficie. Después de varios intentos, no fue posible recuperar los bajeles extrayendo parcialmente el agua hasta el siglo XX. Sin embargo, se incendiaron en el museo que los albergaba durante la segunda guerra mundial. Se atribuyó la culpa a los soldados alemanes, pero nunca se encontró una prueba definitiva.

Esas noticias se incluían en un folleto turístico que Clemente le había dejado en el buzón que solían utilizar para intercambiarse documentos. Entre sus páginas, había introducido un breve archivo sobre el cirujano Alberto Canestrari. No había nada especialmente relevante, aparte de una noticia que había impulsado a Marcus a realizar una breve excursión a las afueras de la ciudad. Mientras bordeaba el lago sentado en un autobús de línea, reflexionaba sobre la singular relación que había entre aquellos lugares y el fuego.

Como evocando un trágico legado, un incendio provocado destruyó la clínica que Canestrari poseía en Nemi. Nunca se identificó a los responsables.

El autobús ascendía por la estrecha carretera panorámica, tosiendo y dejando tras de sí una breve estela de humo negro. Desde la ventanilla, Marcus reconoció el edificio ennegrecido por las llamas, que todavía gozaba de una vista envidiable del paisaje.

Cuando llegaron a un terraplén, bajó del transporte público para proseguir a pie. Traspasó una verja junto a la que todavía destacaba un letrero con el nombre de la clínica, ilegible a causa de la hiedra que lo cubría. Embocó un camino que atravesaba un pequeño bosque. La vegetación había crecido sin impedimentos y había invadido todos los rincones. La clínica se componía de dos plantas más un sótano: en el pasado, debía de haber sido una casa de veraneo, transformada más tarde en numerosas dependencias.

Ése era el pequeño reino de Alberto Canestrari, pensó Marcus observando el edificio, irreconocible a causa del hollín. Allí, el hombre que se creía bueno regalaba la vida.

Marcus se introdujo en el vestíbulo, atravesando lo que quedaba de una gran puerta de hierro. El interior era tan espectral como el exterior. Las columnas que rodeaban el atrio, devorado por las llamas, eran tan delgadas que resultaba difícil creer que todavía pudieran sostener el peso de la bóveda. El suelo se había levantado en varios puntos y la hierba crecía en los intersticios. En el techo había una oquedad por la que se podía observar la planta superior. Frente a él, una escalera imponente subía, bifurcándose.

Marcus dio una vuelta por las estancias; empezó por la segunda planta. Aquel lugar parecía un hotel: eran habitaciones individuales dotadas de todas las comodidades. Por lo que quedaba de la decoración, se podía deducir un cierto lujo. La clínica de Canestrari debía de ser muy rentable. Pasó a través de tres salas de operaciones. Allí el fuego había dado lo mejor de sí: concentrándose como en un horno avivado por la instalación del oxígeno, lo había fundido todo. Quedaba un conjunto de instrumentos quirúrgicos y otros objetos metálicos que habían opuesto resistencia. La planta baja se encontraba en el mismo estado que la superior. Las llamas habían pasado de una habitación a otra: podía distinguirse su sombra fugaz dibujada en las paredes.

La clínica se encontraba vacía en el momento del incendio. Tras la muerte de Canestrari, los pacientes fueron desapareciendo. En el fondo, lo que los llevaba allí era una esperanza y la fe absoluta en las dotes del cirujano.

Marcus dio cuerpo a una idea que se había abierto paso en él durante la última hora. Si alguien había destruido la clínica después del suicidio del médico, tal vez tenía miedo de que allí se escondiera algo comprometedor. Y podía ser la misma razón por la que habían colocado microcámaras en su consulta y por lo que esa mañana dos gorilas la habían tomado con él. No parecían simples delincuentes: llevaban elegantes trajes oscuros, parecían profesionales. Seguramente, alguien los había reclutado.

Marcus esperaba que el fuego hubiera dejado algo. Un presentimiento le decía que debía de ser así, de otro modo la investigación del penitenciario que lo había precedido también se habría interrumpido.

«Si él ha averiguado la verdad, yo también puedo.»

En la planta del sótano, Marcus se encontró frente a una habitación donde, según el cartel de la puerta, se almacenaban los residuos hospitalarios. Se imaginó que posteriormente se enviaban a las instalaciones externas correspondientes y allí se ocupaban de eliminarlos. Entró en una sala donde todavía podían verse algunos bidones, en parte derretidos por el calor. El suelo estaba formado por pequeñas mayólicas decoradas en azul, muchas de las cuales habían saltado a causa del calor. Las demás estaban ennegrecidas.

Excepto una.

Marcus se agachó para observarla mejor. Parecía que alguien la hubiera sacado, limpiado y vuelto a colocar en su sitio original, en una esquina de la habitación. Se dio cuenta de que no estaba pegada y no le costó mucho levantarla con los dedos.

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