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Authors: Donato Carrisi

Tags: #Intriga

El Tribunal de las Almas (42 page)

BOOK: El Tribunal de las Almas
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—Podría ser la acción de un agente tóxico, tal vez un veneno.

Camusso tuvo que darle la razón.

—Están analizando la sangre para localizar la sustancia.

—Pero, si es así, entonces hay alguien más implicado. Alguien que intentó matarlo.

—O pretendía que lo matara la hermana de una de sus víctimas…

Sandra asoció esa información con el caso Figaro. Había una correspondencia entre el modo en que habían asesinado Federico Noni y lo que hicieron con Jeremiah Smith. Parecían ejecuciones. A ambos los habían castigado por sus crímenes. «O por sus pecados», se dijo a sí misma.

—Espere un momento, quiero mostrarle algo.

Sandra estaba ensimismada y no sabía a qué se refería el comisario.

Camusso se alejó para coger un ordenador portátil de una bolsa. Lo encendió y lo colocó frente a ella.

—Una semana antes de la desaparición, se celebró una fiesta de fin de carrera en la Facultad de Arquitectura. El padre de un arquitecto recién licenciado lo filmó todo con una videocámara —puso en marcha un vídeo—. Éstas son las últimas imágenes de Lara antes de que se esfumara en el aire.

Sandra se inclinó hacia la pantalla. El encuadre estaba movido. Se oían voces y alguien se reía. El plano de la cámara se abrió en un aula. Había una treintena de invitados y algunos llevaban ridículos artículos de fiesta. Hablaban entre ellos, separados en pequeños grupos. Las bebidas estaban dispuestas en la tarima, y muchos sostenían vasos en la mano. Había un pastel, pero sólo quedaba la mitad. El operador se movía entre los asistentes invitándolos a decir algo mirando al objetivo. Alguno saludaba, otro se hacía el gracioso. La videocámara se detuvo en un chico que se explayó en un monólogo sarcástico sobre la pesada carga universitaria. A su alrededor, los amigos reían. A su espalda, al fondo, había una chica que parecía ajena a la fiesta. Estaba apoyada en una mesa, con los brazos cruzados y la mirada perdida. La alegría no se le había contagiado.

—Es ella —dijo el comisario, como si hiciera falta.

Sandra la observó atentamente. Oscilaba sobre los talones, mordiéndose el labio; era una criatura preocupada.

—¿No es extraño? Me recuerda a cuando los medios de comunicación publican la foto de la víctima de un crimen. Siempre está tomada en alguna circunstancia que no tiene nada que ver con lo que le ha ocurrido. Una boda, una excursión, un cumpleaños. Quizá a ellos aquella fotografía nunca les había gustado. Seguramente mientras posaban no pensaron que un día aquella imagen sería la que los identificaría en los periódicos o en la televisión.

Los muertos que sonríen desde las fotos del pasado. Sandra conocía bien la sensación de encontrarse en presencia de una alegría inoportuna.

—Quizá en el curso de su existencia nunca se les pasó por la cabeza la idea de convertirse en famosos. De repente mueren y la gente lo sabe todo de ellos. Insólito, ¿verdad?

Mientras Camusso se perdía en aquellas reflexiones, Sandra notó una pequeña variación en el rostro de Lara. Su instinto de fotógrafa había desvelado un detalle.

—Vuelva atrás, por favor.

El comisario la observó y obedeció sin pedir explicaciones.

—Ahora ralentice la imagen —Sandra se acercó, esperando que el milagro se cumpliera de nuevo.

En los labios de Lara apareció una palabra.

—Ha dicho algo —dijo Camusso, sorprendido.

—Sí, ha dicho algo —confirmó Sandra.

—¿Y qué ha dicho?

—Déjeme verlo otra vez.

El comisario volvió a rebobinar la filmación mientras Sandra se esforzaba en comprender cada letra.

—Dice: «Cabrón.»

Camusso la observaba, perplejo.

—¿Está segura?

Sandra se volvió hacia él.

—Diría que sí.

—¿Y a quién se lo dice?

—Seguro que a un hombre. Sigamos adelante e intentemos ver quién es.

El comisario accionó de nuevo la película. El operador era bastante indisciplinado, no les daba tiempo a enfocar a ninguno de los invitados. Hasta que el encuadre se desvió a la derecha. Sandra tuvo la impresión de que seguía la mirada de Lara. No se perdía en el vacío, como había creído antes: estaba mirando a alguien.

—¿Puede dejarlo en pausa un momento? —pidió al comisario señalando la pantalla.

Camusso lo hizo.

—¿Qué ocurre?

Sandra había distinguido a un hombre que rondaba la cuarentena y que sonreía rodeado de un grupo de chicas. Llevaba una camisa azul y la corbata floja. De aspecto descarado, cabello castaño, ojos claros: un tipo fascinante. Tenía una mano apoyada en el hombro de una de las estudiantes.

—¿Sería éste el cabrón? —preguntó el comisario.

—Tiene toda la pinta.

—Y, entonces, ¿cree que se trata del padre del niño?

Sandra miró fijamente a Camusso.

—Hay cosas que no se pueden constatar con un vídeo.

El comisario se dio cuenta de que había metido la pata y quiso arreglarlo con una broma.

—Creía que el sexto sentido femenino le había dicho algo.

—Me parece que no —fingió lamentarse ella—, pero podría resultarnos útil charlar un rato con él.

—Espere, le diré quién es —Camusso rodeó el escritorio y fue hasta una carpeta para comprobar algo—. Hemos elaborado un registro de los asistentes a la fiesta, nunca se sabe.

A Sandra le admiró la eficiencia de sus compañeros romanos.

Después de consultar una lista, el comisario anunció:

—Christian Lorieri, es profesor adjunto de Historia del Arte.

—¿Le tomaron declaración?

—No tenía contacto con Lara, no había ninguna razón legal ni la investigación exigía que se le interrogara —Camusso intuyó lo que estaba pasándosele por la cabeza—. Aunque fuera el padre del niño que la chica lleva en su seno y supiera que lo es, dudo que esté dispuesto a hablar con nosotros: está casado.

Sandra reflexionó sobre ello.

—A veces es necesario provocar las reacciones —dijo maliciosamente.

Camusso parecía curioso.

—¿Cómo pretende hacerlo?

—Primero tengo que imprimir unas fotos.

Los pasillos de la Facultad de Arquitectura eran un ir y venir de alumnos. A Sandra siempre le había parecido curioso que los universitarios desarrollaran parecidos según la materia que estudiaban. Como si respondieran a una especie de código genético que identificara su grupo de pertenencia e hiciera aflorar en todos ellos características afines. Por ejemplo, los matriculados en Derecho eran indisciplinados y competitivos; los de Medicina, rigurosos y con un escaso sentido del humor; los de Filosofía eran melancólicos y vestían con ropas de tallas más grandes; los arquitectos, en cambio, iban despeinados y tenían la cabeza en las nubes.

Se hizo acompañar por un bedel al despacho de Christian Lorieri y procedió a buscar su nombre en las placas que se exponían junto a la puerta. En comisaría había impreso las fotos que guardaba en la memoria de su móvil. Estaban las instantáneas de la villa de Jeremiah Smith, y también copias de las de la Leica de David que, por suerte, había duplicado en el baño de la vivienda temporal. También las imágenes del apartamento de Lara y, en especial, las de la capilla de San Raimundo de Peñafort. Y pensar que había querido borrarlas creyendo que no las necesitaría. En cambio, ahora podían volver a resultarle útiles.

La puerta del despacho del profesor adjunto de Historia del Arte estaba abierta. Lorieri estaba sentado con los pies encima del escritorio, leyendo una revista. Era un hombre atractivo, tal como aparecía en el vídeo. El clásico cuarentón desgreñado que volvía locas a sus alumnas. La esencia de su personalidad se dibujaba en las All Star que llevaba. Comunicaban un pacífico mensaje revolucionario.

Sandra llamó a la puerta con una sonrisa.

El profesor adjunto levantó los ojos de la lectura.

—El examen se ha pospuesto hasta la semana próxima.

Ella se sentó sin esperar a que la invitara a entrar, cómplice del clima relajado que se respiraba en la sala.

—No estoy aquí para responder preguntas.

—Si quiere una reunión, tiene que venir los días impares.

—No soy estudiante —siguió precisando. Después sacó su distintivo—: Sandra Vega, policía del Estado.

Lorieri no pareció sorprenderse y no se inclinó para estrecharle la mano. Como gesto de cortesía, se limitó a quitar los pies de la mesa.

—En ese caso debería decirle: «¿Qué puedo hacer por usted, agente?» —Sonrió intentando granjearse su simpatía.

Sandra odiaba su atractivo. Le recordaba a Shalber, y el pobre profesor adjunto no podía imaginarse lo mucho que eso jugaba en su contra.

—Estoy investigando un caso y necesito la ayuda de un entendido en Historia del Arte. Me han remitido a usted.

Christian Lorieri apoyó los codos en la mesa, asombrado.

—¡Caramba! ¿De qué se trata? ¿Puede que haya leído algo en los periódicos?

—Es un asunto reservado —dijo Sandra con complicidad.

—Sí, entiendo —respondió—. Estoy a su disposición —le sonrió de nuevo.

«Si vuelve a hacerlo, le planto la pistola en la cara», pensó Sandra.

—Debería echar un vistazo a estas fotos para ver si reconoce el lugar —le tendió las fotos de la capilla de San Raimundo de Peñafort—. Las hemos encontrado en el bolsillo de un sospechoso. No conseguimos averiguar adónde pertenecen.

Lorieri se puso unas gafas graduadas y comenzó a examinar las imágenes. Iba tomándolas de una en una del montón, levantándolas ante sí.

—Hay monumentos fúnebres, así que diría que seguramente se trata de una capilla. Es muy probable que se encuentre en una iglesia.

Sandra lo observaba, esperando el momento y su reacción.

—Hay varios estilos, es difícil establecer de dónde son —había mirado más de diez cuando se encontró con la primera fotografía del apartamento de Lara—. Hay una que no tiene relación con… —Se detuvo de golpe. Cuando vio la segunda y la tercera, su sonrisa desapareció—. ¿Qué quiere de mí? —Lo dijo sin tener el valor de mirarla a la cara.

—Usted ha estado ya en esta casa, ¿no es cierto?

El hombre dejó el montón de fotos y cruzó los brazos, poniéndose a la defensiva.

—Sólo una vez. Tal vez dos.

—Digamos que tres y lo dejamos así. ¿De acuerdo? —lo provocó Sandra.

Lorieri asintió.

—¿También estuvo allí la noche en que Sandra desapareció?

—No, aquella noche, no —se esforzó en asegurar con firmeza—. Me la había sacado de encima hacía un par de semanas.

—¿Sacado de encima? —remarcó Sandra, horrorizada.

—Quiero decir que… Bueno, ya sabe lo que quiero decir: estoy casado.

—¿Me lo está recordando a mí o a usted mismo?

El profesor adjunto se levantó y se acercó a las cortinas venecianas de la ventana. Se pasaba la mano por la cabeza nerviosamente, manteniendo la otra posada en el costado.

—Cuando supe que había desaparecido, quise ir a la policía. Pero luego pensé en todas las preguntas que me harían y en mi mujer, en el rector, en la universidad, y en que no podría mantener el asunto tapado. Habría sido una tragedia para mi carrera y para mi familia. Creía que sólo era un capricho de Lara, una manera de llamar mi atención, y que al final volvería a casa.

—¿No se le ha pasado por la cabeza que hubiera cometido un acto impulsivo a causa de su rechazo?

Lorieri le dio la espalda.

—Claro —admitió.

—Ha pasado casi un mes y usted no ha dicho nada —recalcando bien cada palabra, Sandra intentó poner de manifiesto su disgusto.

El profesor adjunto se encontraba bajo presión.

—Me ofrecí a ayudarla.

—¿A abortar?

Lorieri comprendió que estaba en apuros.

—¿Qué podía hacer? No era nada más que una aventura, y Lara lo sabía. Nunca salimos juntos, no nos llamábamos por teléfono, ni siquiera tenía su número.

—El hecho de que no haya dicho nada, unido a la desaparición de la chica, lo convierte en sospechoso de asesinato.

—¿Asesinato? ¿Y por qué? —Estaba fuera de sí—. ¿Han encontrado su cadáver?

—No es necesario: hay un móvil. A veces con eso es suficiente para procesar a alguien.

—Joder, yo no he matado a nadie —estaba a punto de echarse a llorar.

Era extraño, pero Sandra sintió pena por él. En el pasado habría aplicado la regla del buen policía: nunca hay que creer a nadie. Pero pensaba que el profesor adjunto decía la verdad: había sido Jeremiah Smith quien había secuestrado a Lara, el plan que había tramado para llevársela de su piso era demasiado complejo. Si Lorieri hubiera querido matarla, con llevarla a un sitio apartado habría tenido suficiente: Lara lo habría seguido. Y aunque la hubiera matado en un ataque de locura, quizá a consecuencia de una pelea en su casa, habría quedado algún rastro del homicidio.

«La muerte está en los detalles», recordó. Y nada hacía pensar que Lara estuviera muerta.

—Ahora cálmese y vuelva a tomar asiento, por favor.

El hombre miró a Sandra con los ojos brillantes y enrojecidos.

—De acuerdo, me calmaré.

Volvió a sentarse y sorbió por la nariz.

Sandra tenía un buen motivo para compadecerse de ese adúltero y su deslealtad. «Yo no soy distinta a él. Yo también traicioné a alguien», se dijo a sí misma. Y le volvió a la memoria la corbata verde rana.

Pero no tenía ganas de compartir aquella historia con Lorieri.

En vez de eso le dijo:

—Lara no quería que se enfrentara a los hechos consumados. Le dijo que estaba embarazada para darle una oportunidad. Si está viva y regresa, escúchela.

El hombre no fue capaz de proferir ni una palabra. Sandra, sin embargo, cogió en seguida las fotos del escritorio porque quería salir de allí. Estaba guardándolas en el bolso junto a las demás cuando, sin querer, las dejó caer. Se esparcieron por el suelo y el profesor adjunto se agachó con ella para recogerlas.

—Deje que le eche una mano.

—Puedo yo sola, no se preocupe.

Sandra intentó agruparlas rápidamente. Se percató de que entre las instantáneas también se había mezclado la del cura de la cicatriz en la sien.

—El penitenciario.

Se volvió hacia Lorieri, intentando comprender si lo había oído bien.

—¿Conoce a ese hombre? —preguntó Sandra señalando la figura que aparecía en la foto.

—La verdad es que no sé quién es… Me refería a ése —recogió una foto y se la mostró—. San Raimundo de Peñafort. ¿Quería información de la capilla o era sólo una excusa?

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