—Si se les paga estarán dispuestos a viajar. Contrataremos a unas cuantas personas para que formen una procesión y a un clérigo para que entone himnos por el camino.
—Puede dar buen resultado, Sparhawk —opinó Kalten—. Martel no sabe a dónde nos dirigiremos cuando abandonemos Borrata y, en consecuencia, deberá apostar espías en todas las salidas.
—¿Cómo reconoceremos a ese sujeto llamado Martel? —preguntó Bevier—. Me refiero a la posibilidad de que topemos con él mientras estáis en Cippria.
—Kalten lo conoce —respondió Sparhawk— y Talen lo ha visto en una ocasión. —Entonces recordó algo y miró al muchacho, que se dedicaba a fabricar una cunita para entretener a Flauta—. Talen —lo llamó—, ¿podrías dibujar los rostros de Martel y Krager?
—Desde luego.
—Mientras tanto, nosotros podemos conjurar la imagen de Adus —agregó Sephrenia.
—No representa ninguna dificultad figurarse el aspecto de Adus —intervino Kalten—: basta con imaginar un gorila vestido con armadura.
—De acuerdo, lo haremos de este modo —decidió Sparhawk—. Berit.
—¿Sí, mi señor Sparhawk?
—Buscad una iglesia, preferiblemente pobre, y hablad con el vicario. Decidle que financiaremos una peregrinación a los santuarios de Madel. Pedidle que seleccione a una docena de personas entre sus parroquianos más necesitados y que los traiga aquí mañana por la mañana. Comunicadle asimismo que deseamos que él también nos acompañe para que alguien cuide de nuestras almas. No olvidéis añadir que ofreceremos un considerable donativo a su iglesia si accede a nuestra petición.
—¿No hará preguntas acerca de los motivos que nos impulsan, mi señor?
—Respondedle que hemos cometido un horrible pecado y que queremos expiarlo —resolvió tranquilamente Kalten—. Por supuesto, debéis evitar ser demasiado específico respecto a la naturaleza de nuestra falta.
—¡Sir Kalten! —exclamó indignado Bevier—. ¿Seríais capaz de mentir a un clérigo?
—No se trata exactamente de una mentira, Bevier. Todos hemos pecado en alguna ocasión. Yo mismo me he dejado vencer por las tentaciones al menos seis veces en esta semana. Además, el vicario de una modesta parroquia no indagará demasiado si puede perder una posible ofrenda.
Sparhawk extrajo una bolsa de cuero de su túnica y la agitó varias veces, lo que produjo un inconfundible tintineo metálico.
—Bien, caballeros —dijo al abrirla—, hemos llegado a la parte del servicio que a todos nos resulta más placentera: el ofertorio. Dios aprecia a los fieles generosos, no seáis tímidos. El vicario necesitará una atractiva suma para reclutar a los peregrinos —observó, y comenzó a hacer correr el recipiente.
—¿Crees que Dios aceptaría la promesa de un billete? —inquirió Kalten.
—Dios, tal vez, pero yo no. Pon algo más consistente en el interior, Kalten.
La gente que se reunió al día siguiente en el patio constituía un grupo homogéneo de desharrapados: viudas vestidas con luctuosos andrajos, artesanos sin trabajo y varios famélicos mendigos. Todos montaban fatigados rocines o mulas de ojos adormilados. Sparhawk los contempló desde la ventana.
—Pide al posadero que les dé de comer —indicó a Kalten.
—Son bastantes, Sparhawk.
—No quiero que desfallezcan de hambre a tan sólo una milla de la ciudad. Ocúpate de ellos mientras voy a hablar con el vicario.
—Lo que tú digas —aceptó Kalten con un encogimiento de hombros—. ¿Deseas que los bañe también? Algunos parecen bastante desaseados.
—No es necesario. Alimenta bien a los caballos y a las mulas.
—¿No estaremos comportándonos con excesiva generosidad?
—¿Te encargarás tú de arrastrar a las monturas que se desmoronen a medio camino?
—Haré lo posible por evitarlo.
El sacerdote de la modesta parroquia era un hombre delgado de mirada ansiosa que debía de aproximarse a los sesenta años. Tenía los cabellos plateados y rizados y su ajada cara mostraba los surcos de pronunciadas arrugas de preocupación.
—Mi señor —saludó a Sparhawk con una profunda reverencia.
—Por favor, buen vicario —corrigió Sparhawk—, sólo aceptaré el tratamiento de peregrino. Todos somos iguales a los ojos de Dios. Mis compañeros y yo únicamente deseamos unirnos a vuestros humildes y piadosos feligreses y viajar hasta Madel para poder rendir culto a los lugares sagrados que hay allí. Deseamos hallar solaz para nuestras almas y el convencido conocimiento de la misericordia de Dios.
—Hermosas palabras…, eh…, peregrino.
—¿Querréis acompañarnos a la mesa, respetado vicario? —ofreció Sparhawk—. Debemos recorrer muchas millas antes de la caída de la noche.
—Lo haré encantado, mi señor…, eh, peregrino —respondió el sacerdote, con el rostro súbitamente iluminado.
La alimentación de los indigentes cammorianos y sus monturas se alargó considerablemente, incluso amenazó con acabar con las existencias de la cocina y del almacén de grano de la posada.
—Jamás había visto comer tanto a alguien —comentó Kalten mientras montaba a las puertas del establecimiento, vestido con una tosca capa.
—Estaban hambrientos —los disculpó Sparhawk—. Al menos podremos saciar su apetito adecuadamente durante el trayecto.
—¿Intentáis alardear de caridad, sir Sparhawk? —inquirió Bevier—. ¿Esa acción no queda fuera de lugar? Los hoscos pandion no destacan precisamente por su tierna sensibilidad.
—Bien poco los conocéis —murmuró Sephrenia.
Después subió a lomos de su blanco palafrén y alargó los brazos en dirección a Flauta, pero la pequeña realizó un gesto negativo, se aproximó a
Faran
y tendió hacia arriba sus diminutas manos. El poderoso ruano bajó la cabeza y dejó que la niña acariciase su aterciopelado hocico. Sparhawk sintió cómo su montura se estremecía de una forma peculiar. Entonces, gravemente, Sparhawk se inclinó hacia Flauta, que dirigía insistentemente sus manitas hacia el fornido pandion, la izó hasta su habitual acomodo en la parte delantera de la silla y la tapó con la falda de su capa. La pequeña se arrellanó contra su cuerpo, sacó su flauta y comenzó a interpretar la misma ligera melodía que interpretaba el día en que la vieron por primera vez.
A la cabeza de la columna, el vicario entonó una breve plegaria para invocar la protección del Dios de los elenios durante el transcurso del viaje. Aquel acto de fe se vio punteado por los inquisitivos, e incluso escépticos, gorjeos del caramillo de Flauta.
—Compórtate —le susurró Sparhawk—. Se trata de un buen hombre que se conduce según sus creencias.
La pequeña hizo girar los ojos con aire picaruelo y, con un bostezo, se arrebujó más cerca de él. Al poco rato, cayó dormida.
Salieron de Borrata en dirección sur bajo el claro palio del cielo matinal, acompañados por el traqueteo producido por los carros que transportaban las armaduras en la retaguardia. La brisa, racheada, agitaba la andrajosa vestimenta de los peregrinos, quienes avanzaban pacientemente y con paso lento detrás de su vicario. Del lado oeste se alzaba una hilera de montañas cuyos picos, cubiertos de nieve, relumbraban a la luz del sol. A Sparhawk se le antojaba pausado el ritmo de la marcha, incluso lánguido; no obstante, la respiración jadeante de las escuálidas monturas de los feligreses demostraba con nitidez que las bestias caminaban casi al límite de sus posibilidades.
Hacia el mediodía, Kalten cabalgó hacia él desde su posición, al final de la columna.
—Nos sigue un grupo a caballo —informó en voz baja, para no alarmar a los parroquianos cercanos—. Se acercan con un trote rápido.
—¿Tienes idea de quiénes pueden ser?
—Van vestidos de rojo.
—Entonces son soldados eclesiásticos.
—¿Habéis reparado en su agilidad mental? —preguntó Kalten a sus compañeros.
—¿Cuántos son? —inquirió Tynian.
—Parece un pelotón bien guarnecido.
Bevier desató su hacha de la silla.
—Guardad eso —le advirtió Sparhawk—. Todos debéis ocultar también vuestras armas. —Levantó la voz—. Buen vicario —llamó—, ¿qué os parece si entonamos algún himno? El camino se haría más llevadero si lo amenizásemos con música sacra.
El sacerdote se aclaró la garganta y comenzó a cantar con voz ronca y desafinada. Aunque fatigados, maquinalmente los peregrinos respondieron a su pastor y se unieron a él.
—¡Cantad! —ordenó Sparhawk a sus compañeros, y éstos elevaron sus voces para seguir el conocido cántico.
Mientras tanto, Flauta se llevó el caramillo a los labios e interpretó un ligero y burlón contrapunto.
—Interrumpe esa melodía —le murmuró Sparhawk—. Si hay problemas, baja y corre hacia ese campo.
La niña giró nuevamente los ojos.
—Haz lo que te indico, jovencita. No quiero que te pisen si se produce una pelea.
Sin embargo, los soldados de la Iglesia adelantaron a la comitiva de peregrinos sin dedicarles apenas una mirada, y pronto su imagen se disolvió en el horizonte.
—El peligro ha pasado —exclamó Ulath.
—En efecto —acordó Tynian—. Aunque hubiera resultado interesante intentar luchar en medio de una turba aterrorizada.
—¿Creéis que iban en nuestra busca? —inquirió Berit.
—Es difícil adivinarlo —replicó Sparhawk—. Además, no estaba dispuesto a pararlos y preguntárselo.
Prosiguieron la ruta hacia Madel sin forzar la marcha, a fin de no maltratar a las penosas monturas de los parroquianos. Llegaron a las afueras de la ciudad portuaria al mediodía de la cuarta jornada de viaje. Al avistar la población, Sparhawk cabalgó hacia adelante para reunirse con el vicario, a la cabeza de la comitiva, y entregar al buen hombre una bolsa llena de monedas.
—Nos separaremos aquí —anunció—. Hemos tenido noticia de un asunto que reclama nuestra atención.
—Toda esta situación no ha sido más que un disfraz, ¿no es cierto, mi señor? —preguntó gravemente el sacerdote, al tiempo que le dirigía una mirada inquisitiva—. Aun cuando únicamente sea el pastor de un templo invadido por la pobreza, reconozco los modales y el porte de los caballeros de la Iglesia sólo con verlos.
—Perdonadnos, buen vicario —repuso Sparhawk—. Llevad a vuestra gente a los santuarios de Madel. Haced que recen y proveedlos de alimentos. Luego regresad a Borrata y disponed según os parezca del dinero sobrante.
—¿Puedo servirme de él con la conciencia limpia, hijo mío?
—Por supuesto, honorable pastor. Mis amigos y yo trabajamos al servicio de la Iglesia en una cuestión de máxima prioridad, y vuestra colaboración será apreciada por los miembros de la jerarquía, al menos por buena parte de ellos. —Entonces Sparhawk volvió grupas y retrocedió junto a sus compañeros—. Listos, Bevier —exclamó—. Conducidnos al castillo de vuestra orden.
—He reflexionado sobre esa decisión, sir Sparhawk —replicó Bevier—. Nuestro castillo se halla estrechamente vigilado por las autoridades locales e, incluso con estas vestiduras, espías de todos los bandos nos reconocerían.
—Seguramente tenéis razón —gruñó Sparhawk—. ¿Se os ocurre alguna alternativa?
—Creo que la opción que he pensado podría funcionar. Tengo un pariente, un marqués de Arcium, que posee una villa en las afueras de la ciudad. Hace años que no lo veo, debido a que nuestra familia desaprueba su dedicación a los negocios, pero tal vez se acuerde de mí. Es un hombre de buenos sentimientos y, si voy a visitarlo, probablemente nos ofrecerá su hospitalidad.
—Merece la pena intentarlo. De acuerdo. Llevadnos allí.
Atravesaron los arrabales occidentales de Madel hasta llegar a una opulenta mansión cercada por una pared baja construida con la arenisca propia de la zona. La casa se hallaba rodeada de plantas de hoja perenne y primoroso césped. Desmontaron junto a la entrada, en un patio cubierto de grava. Con presteza, apareció un sirviente y se acercó a ellos con expresión inquisitiva.
—¿Seríais tan amable de advertir al marqués de que su primo segundo, sir Bevier, y varios amigos suyos desearían hablar con él? —solicitó cortésmente el caballero cirínico.
—Inmediatamente, mi señor.
El sirviente se volvió y penetró en el edificio. El hombre que salió al cabo de un momento era corpulento y de tez sonrosada. En lugar del habitual atuendo arciano, compuesto de jubón y calzas, vestía una abigarrada túnica de seda propia de Cammoria. El marqués les dedicó una franca sonrisa de bienvenida.
—Bevier. —Saludó a su primo con un cálido apretón de manos—. ¿Qué os ha traído a Cammoria?
—Buscamos un refugio, Lycien —respondió Bevier—. Sé que la familia os ha tratado injustamente —añadió, con su joven rostro momentáneamente ensombrecido—; por tanto, comprendería vuestra reacción si ahora me negarais vuestra acogida.
—Tonterías, Bevier. Yo tomé la decisión de dedicarme a los negocios, pese a ser perfectamente consciente de lo que pensaba el resto de la familia al respecto. Estoy encantado de volver a veros. ¿Habéis mencionado la palabra refugio?
Bevier asintió con la cabeza.
—Hemos venido aquí para resolver un asunto eclesiástico bastante delicado —explicó—, y en esta ciudad demasiados ojos se encuentran pendientes del castillo de los cirínicos. Aunque se trate de una petición un tanto osada, ¿podemos contar con vuestra hospitalidad?
—Por supuesto, muchacho, por supuesto. —El marqués Lycien dio unas palmadas y surgieron varios mozos de cuadra de las caballerizas—. Ocupaos de las monturas de estos caballeros y de sus carromatos —ordenó antes de posar su mano en el hombro de Bevier—. Pasad —invitó al grupo de visitantes—. Consideraos en vuestra propia casa. —Después se giró, y traspasó el arqueado umbral y penetró en la casa. Una vez en el interior, lo siguieron hasta una acogedora habitación amueblada con sillones cubiertos de cojines, en la que crepitaba un fuego—. Sentaos, por favor, amigos —rogó. Después los observó especulativamente—. Debe de tener una especial importancia el asunto eclesiástico al que aludíais, Bevier —apuntó—. Por lo que se deduce de sus rasgos, imagino que vuestros amigos representan a las cuatro órdenes militares.
—Vuestra sospecha es atinada, marqués —indicó Sparhawk.
—¿Va a acarrearme problemas vuestra presencia? —inquirió Lycien con una amplia sonrisa—. Podéis estar seguro de que no me preocupa en absoluto; no obstante, prefiero estar preparado ante las eventualidades.
—Es poco probable —le aseguró Sparhawk—. Especialmente si logramos finalizar con éxito nuestra misión. Decidme, mi señor, ¿tenéis contactos con los marinos del puerto?