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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

El trono de diamante (46 page)

BOOK: El trono de diamante
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—No parece muy competente.

—Así es.

—En ese caso, alguien debe de darle las instrucciones, ¿no?

—Exactamente. —Sparhawk se volvió nuevamente hacia el superior—. Mi señor —dijo—, ¿tenéis algún sistema para enviar mensajes al preceptor Abriel, sin riesgo de ser interceptados, a vuestro castillo principal de Larium?

El abad le dirigió una gélida mirada.

—Acordamos hablar con franqueza, mi señor —le recordó Sparhawk—. No intento poneros en un aprieto, pero se trata de una cuestión urgente.

—De acuerdo, Sparhawk —replicó el religioso, un tanto envarado—. Sí, puedo ponerme en contacto con lord Abriel.

—Bien. Sephrenia conoce todos los detalles y os pondrá al corriente de ellos. Kurik y yo debemos ocuparnos de un asunto.

—¿Qué os proponéis? —preguntó el abad.

—Voy a visitar a Elius. Él sabe realmente lo que sucede aquí, y seguramente lograré convencerlo para que comparta sus conocimientos conmigo. Necesitamos confirmar nuestras conjeturas antes de enviar el mensaje a Larium.

—Resulta demasiado peligroso.

—Menos que la perspectiva de que Annias pueda alcanzar la archiprelatura, ¿no es cierto? —Sparhawk reflexionó un instante—. ¿Por azar disponéis de una celda segura en algún lugar? —inquirió.

—Tenemos una celda de penitente en el sótano. Supongo que la puerta puede cerrarse con llave.

—Estupendo. Creo que traeremos a Elius aquí para interrogarlo. Después podréis dejarlo encerrado allí. No puedo dejarlo en libertad una vez que sepa que me encuentro en Cippria, y Sephrenia aborrece los asesinatos útiles. Si desaparece, simplemente no quedará constancia de lo que en verdad le ha ocurrido.

—¿No armará un escándalo cuando lo hagáis prisionero?

—Es harto improbable, mi señor —aseveró Kurik, al tiempo que desenvainaba su pesada daga. Golpeó con fuerza su hoja contra la palma de la mano—. Puedo garantizaros prácticamente que estará dormido.

Las calles se hallaban en calma. Los nubarrones que habían oscurecido el cielo durante la tarde se habían retirado y las estrellas relucían intensamente sobre sus cabezas.

—No hay luna —anunció quedamente Kurik mientras él y Sparhawk caminaban precavidamente por las solitarias callejas—. Así, nuestro asunto será más fácil.

—Las tres últimas noches se ha levantado tarde —le informó Sparhawk.

—¿Cuánto nos queda?

—Disponemos de un par de horas.

—¿Podremos haber regresado ya al monasterio?

—No nos queda alternativa.

Sparhawk se detuvo justo antes de llegar a un cruce y atisbó al otro lado de la esquina. Un hombre con capa corta, que llevaba una lanza y una pequeña linterna, recorría la calle. Sus pies se arrastraban soñolientos.

—Un centinela —susurró Sparhawk.

Se refugiaron en la sombra de un profundo portal.

El centinela pasó delante agitando su linterna, cuya luz se proyectaba rodeada de sombras en las paredes de los edificios.

—Debería mostrarse más alerta —gruñó Kurik con desaprobación.

—En estas circunstancias, tu sentido de lo idóneo parece mal enfocado.

—Lo que es correcto no depende de la situación, Sparhawk —repuso con obstinación el escudero.

Al perder de vista al vigilante, se deslizaron hacia la calle.

—¿Vamos a caminar hasta la puerta del consulado? —inquirió Kurik.

—No. Cuando nos acerquemos, saltaremos a los tejados.

—No soy un gato, Sparhawk. No me resulta nada divertido deslizarme por las alturas.

—En esta parte de la ciudad las casas se hallan pegadas entre sí. El avance resultará casi tan cómodo como si recorriéramos una calzada.

—Oh —gruñó Kurik—, de acuerdo.

El consulado del reino de Elenia era una construcción de considerables dimensiones circundada por un alto muro de argamasa blanca. Había antorchas prendidas sobre largas vigas en cada una de las esquinas y un estrecho callejón lateral.

—¿Rodea ese callejón todo el tramo de pared? —preguntó Kurik.

—Si no lo han modificado desde la última vez que estuve aquí, sí.

—En ese caso, vuestro plan tiene un fallo evidente, Sparhawk. Yo no puedo saltar desde uno de estos tejados hasta el muro.

—Creo que yo tampoco podría. —Sparhawk frunció el entrecejo—. Comprobemos la disposición del otro lado.

Caminaron sigilosamente por una serie de callejuelas a las que daban las partes traseras de las casas cuya fachada se encaraba a la pared del consulado. Apareció un perro y comenzó a ladrarles hasta que Kurik le arrojó una piedra. El animal soltó un gemido y se alejó cojeando.

—Ahora comprendo lo que debe experimentar un ladrón —musitó Kurik.

—Allí —señaló Sparhawk.

—¿Dónde?

—Allá arriba. Algún providencial individuo realiza reparaciones en el tejado. ¿Ves ese montón de vigas apoyadas contra el costado de la pared? Observemos su longitud.

Cruzaron el callejón hasta donde se encontraba el material de construcción. Kurik midió meticulosamente las vigas con los pies.

—Son muy justas —determinó.

—No podemos estar seguros hasta que no las hayamos probado.

—De acuerdo. ¿Cómo las subimos?

—Apoyaremos las vigas contra la pared. Si las inclinamos de manera adecuada, podremos trepar por ellas y luego izarlas con un tirón.

—Me alegro de que no tengáis que construir los mecanismos de asedio, Sparhawk —indicó agriamente Kurik—. Bien. Intentémoslo.

Entre sudores y blasfemias, Kurik ganó el tejado.

—Todo en orden —susurró desde el alero—. Subid.

Al trepar Sparhawk detrás de él, se clavó, sin mayores consecuencias, una enorme astilla de uno de los troncos. Después, ambos izaron trabajosamente las vigas y las transportaron una a una hacia el extremo del tejado más próximo al consulado. Las parpadeantes antorchas que sobresalían del muro proyectaban un mortecino resplandor sobre las techumbres. Cuando trasladaban el último puntal, Kurik se detuvo súbitamente.

—Sparhawk —llamó en voz alta.

—¿Qué?

—Dos tejados más allá hay una mujer acostada.

—¿Cómo sabéis que se trata de una mujer?

—Porque está completamente desnuda.

—Oh —exclamó Sparhawk—, es una costumbre rendoriana. Espera a que salga la luna. Aquí poseen la superstición de que los primeros rayos de la luna sobre el vientre de una mujer aumentan su fertilidad.

—¿No nos verá?

—No dará la alarma. Está demasiado ocupada con su quehacer. Apresúrate, Kurik. No te quedes pasmado mirándola.

Forcejearon con denuedo mientras empujaban las vigas a través del estrecho callejón en una tarea que se tornaba más dificultosa a medida que disminuía su punto de apoyo. Finalmente el pesado tronco chocó sobre la parte superior de la pared del consulado. Por encima de él, deslizaron varios más y luego los hicieron rodar para formar un estrecho puente. Mientras empujaban el último, Kurik se detuvo de pronto y contuvo un juramento.

—¿Qué ocurre? —inquirió Sparhawk.

—¿Cómo hemos llegado a este tejado, Sparhawk? —preguntó cáusticamente el escudero.

—Trepando sobre una viga inclinada.

—¿Qué nos proponíamos?

—Alcanzar la pared del consulado.

—Entonces, ¿por qué precisamente construir un puente?

—Porque… —Sparhawk titubeó, al tiempo que se sentía repentinamente estúpido—. Podríamos haber apoyado simplemente un tablón contra el muro del consulado, ¿no?

—Mis felicitaciones, mi señor —exclamó sarcásticamente Kurik.

—El puente parecía una solución tan perfecta al problema… —se excusó Sparhawk.

—Pero resultaba completamente innecesaria.

—De todas formas, no queda realmente invalidado este dispositivo, ¿no es cierto?

—Desde luego que no.

—¿Por qué no lo atravesamos?

—Id delante. Creo que iré a charlar un rato con la dama desnuda.

—Perderás el tiempo, Kurik. Está pendiente de otros asuntos.

—Si el tema que le preocupa es la fertilidad, ha encontrado a un experto.

—Será mejor seguir con nuestro objetivo, Kurik.

Cruzaron la rudimentaria pasarela hasta el remate del muro del consulado y luego se arrastraron sobre él hasta un punto donde las ramas de una esplendorosa higuera sobresalían de la oscuridad del suelo. Después de bajar por el árbol, permanecieron inmóviles un momento mientras Sparhawk se orientaba.

—¿Sabéis, por casualidad, dónde se halla el dormitorio del cónsul? —susurró Kurik.

—No —repuso quedamente Sparhawk—, pero puedo imaginármelo. Todos los edificios oficiales de construcción elenia reproducen una disposición similar. Los aposentos privados deben de hallarse arriba, en la parte trasera.

—Muy bien, Sparhawk —dijo secamente Kurik—. Eso reduce considerablemente las posibilidades. Sólo debemos revisar aproximadamente una cuarta parte de la casa.

Se deslizaron a través de un oscuro jardín y entraron por una puerta trasera. Después cruzaron una cocina sumida en sombras antes de pasar a la penumbra de la entrada principal. De pronto, Kurik hizo retroceder de un empellón a Sparhawk en dirección a la cocina.

—¿Qué…? —comenzó a objetar Sparhawk en un ronco susurro.

—¡Shhh!

Afuera, en la entrada, brillaba la vacilante luz de una vela. Una mujer de edad, un ama de llaves o tal vez la cocinera, avanzaba directa hacia donde se encontraban. Sparhawk se agazapó, al tiempo que la matrona se plantaba en el umbral. Luego empuñó la manilla y cerró con firmeza la puerta.

—¿Cómo sabías que venía? —musitó Sparhawk.

—No lo sé —respondió Kurik—. Lo presentí. —Pegó la oreja a la puerta—. Se aleja —informó en voz baja.

—¿Por qué seguirá levantada a estas horas?

—¿Quién sabe? Quizá se dedique a cerciorarse de que todas las puertas estén cerradas. Aslade lo hace cada noche. —Volvió a aplicar el oído—. Ahá —exclamó—, acaba de cerrar otra puerta y no oigo sus pasos. Me parece que se ha ido a la cama.

—Las escaleras tendrían que estar justo enfrente de la entrada principal —murmuró Sparhawk—. Subamos al segundo piso antes de que aparezca alguien más.

Salieron disparados hacia la sala de entrada y ascendieron al piso superior por unas amplias escalinatas.

—Busca una puerta ornamentada —susurró Sparhawk—. El cónsul es el amo de la casa, y probablemente ocupará la habitación más lujosa. Ve por ese lado y yo investigaré por el otro.

Tras separarse, caminaron de puntillas en sentido opuesto. Al final del corredor, Sparhawk descubrió una puerta finamente labrada, decorada con pintura dorada. La abrió cuidadosamente y atisbó el interior. A la luz difusa de una lámpara de aceite, percibió a un fornido hombre de rostro colorado, de unos cincuenta años, acostado de espaldas en el lecho. Sparhawk lo reconoció de inmediato. Cerró silenciosamente la puerta y partió en busca de Kurik, al cual halló al final de las escaleras.

—¿Qué edad tiene el cónsul? —inquirió Kurik.

—Unos cincuenta años.

—Entonces, no era él el hombre que vi. Al fondo hay una puerta labrada. Compartían la cama un joven de unos veinte años con una mujer mayor que él.

—¿Han percibido tu presencia?

—No. Estaban muy ocupados.

—Oh. El cónsul duerme solo. Se encuentra al final del corredor.

—¿Creéis que la mujer que había en el otro extremo es su esposa?

—Ese asunto no nos concierne, ¿no te parece?

Se dirigieron sigilosamente hacia la puerta de dibujos dorados. Sparhawk la abrió cautelosamente y, tras penetrar, ambos cruzaron la estancia hasta el lecho. Sparhawk tomó al cónsul por la espalda.

—Excelencia —murmuró quedamente mientras sacudía al hombre.

El cónsul abrió súbitamente los ojos; su mirada se tornó vidriosa y luego quedó en blanco al propinarle Kurik un golpe seco detrás de las orejas con la hoja de su daga. Envolvieron al inconsciente diplomático con una manta oscura, y Kurik, sin ceremonias, cargó el bulto a la espalda.

—¿Necesitamos alguna otra cosa de este lugar? —preguntó.

—Ya tenemos cuanto precisamos —repuso Sparhawk—. Vamos.

Bajaron las escaleras y se encaminaron de nuevo a la cocina. Sparhawk cerró cuidadosamente la puerta que daba a la parte principal de la casa.

—Espera aquí —susurró a Kurik—. Voy a inspeccionar el jardín. Silbaré si no hay peligro.

Se escabulló hacia las sombras y se desplazó sigilosamente de un árbol a otro con los sentidos alerta. De pronto, advirtió que estaba disfrutando enormemente con aquella situación. No se había divertido tanto desde su infancia, cuando Kalten y él se escapaban a hurtadillas de la casa de su padre a media noche para realizar alguna travesura.

Su silbido apenas alcanzó a ser un remedo del canto del ruiseñor.

Después de un momento, oyó el ronco murmullo de Kurik procedente de la cocina.

—¿Sois vos?

Por un instante, estuvo tentado de responder «No», pero consiguió recuperar el control.

Representó una ardua tarea subir el cuerpo inerte del cónsul por el ramaje de la higuera, para lo cual tuvieron que hacer uso de toda su fuerza. Después cruzaron el improvisado puente y volvieron a colocar las vigas en el tejado.

—Todavía está allí —musitó Kurik.

—¿Quién?

—La dama desnuda.

—Está en su azotea.

Después de arrastrar las vigas hasta el otro lado del tejado, las bajaron de nuevo. A continuación, Sparhawk saltó al suelo y recogió el cuerpo del cónsul que le tendía Kurik. El escudero se reunió con él al momento y ambos apoyaron una vez más los tablones contra la pared.

—Hemos realizado un trabajo limpio —afirmó Sparhawk con satisfacción mientras se frotaba las manos.

Kurik volvió a cargarse el hombre a la espalda.

—¿No lo echará de menos su mujer? —inquirió.

—Si era la que estaba en el dormitorio del otro extremo del pasillo, sospecho que no demasiado. ¿Por qué no regresamos al monasterio?

En media hora, alcanzaron las afueras de la ciudad, después de sortear a diversos centinelas. Cuando el cónsul, embozado en la manta sobre los hombros de Sparhawk, gimió y se agitó levemente, Kurik volvió a golpearlo en la cabeza.

Al entrar en el estudio del abad, el escudero depositó con desenfado al inconsciente diplomático en el suelo, y, tras mirar a Sparhawk un momento, ambos rompieron a reír con incontrolables carcajadas.

—¿Qué os divierte tanto? —inquirió el abad.

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