—No fue Martel quien lo invocó —replicó Sephrenia—. Alguien lo envió para que actuara bajo sus órdenes.
—Viene a ser lo mismo, ¿no?
—No exactamente. El damork sólo se mantiene marginalmente bajo el control de Martel.
—Pero todo esto ocurrió hace diez años —restó importancia Kurik—. ¿En qué modifica la presente situación?
—Olvidáis un detalle, Kurik —respondió gravemente la mujer—. Nosotros pensábamos que el damork había aparecido recientemente, y ahora poseemos la certeza de que ya estuvo en Cippria diez años atrás, antes de que emprendiéramos esta aventura.
—No acabo de comprender —admitió Kurik.
—Os busca a vos, querido —declaró Sephrenia con una siniestra y tranquila voz mientras miraba a Sparhawk—. No nos persiguen a mí, ni a Kurik ni a Ehlana, ni siquiera a Flauta. Los ataques del damork han sido dirigidos especialmente contra vos. Debéis tener mucho cuidado, Sparhawk. Azash intenta daros muerte.
El doctor Voldi era un nervioso hombrecillo de unos sesenta años. Tenía una incipiente calvicie en la coronilla, que trataba de ocultar peinándose los cabellos hacia adelante. También resultaba evidente que se los había teñido para disimular sus profusas canas. Al quitarse su oscura capa, Sparhawk advirtió que vestía un sayo de lino blanco. Olía a productos químicos y hacía gala de una encumbrada autoestima.
Era ya bastante tarde cuando el médico fue introducido en el desordenado estudio del abad. En vano intentaba contener la irritación que le había producido que requirieran sus servicios a una hora tan intempestiva.
—Mi señor abad —saludó rígidamente al eclesiástico de negra barba con una reverencia espasmódica.
—Ah, Voldi —dijo el abad, al tiempo que se ponía en pie—, habéis sido muy amable en venir.
—Vuestro religioso aseguró que se trataba de un asunto urgente, mi señor. ¿Puedo examinar al paciente?
—No, a menos que estéis dispuesto a emprender un largo viaje, doctor Voldi —murmuró Sephrenia.
Voldi la observó larga y apreciativamente.
—No parecéis rendoriana, señora —apuntó—. A juzgar por vuestros rasgos, yo me inclinaría a pensar que sois estiria.
—Vuestras apreciaciones son atinadas, doctor.
—Seguramente recordaréis a este hombre —indicó el abad en dirección a Sparhawk.
El médico miró inexpresivamente al caballero pandion.
—No —respondió—, me parece que… —Entonces arrugó el entrecejo—. Dejadme pensar —añadió mientras se pasaba con aire ausente la palma de la mano por el cabello—. Habrán transcurrido unos diez años, ¿no es cierto? ¿No erais vos a quien habían apuñalado?
—No os falla la memoria, doctor Voldi —lo felicitó Sparhawk—. No deseamos reteneros mucho tiempo, así que lo mejor será que vayamos al grano. Un médico de Borrata nos dio vuestras señas. Tiene en gran estima vuestra opinión respecto a ciertas áreas. —Sparhawk escrutó con rapidez el semblante del hombrecillo y decidió utilizar juiciosamente ciertas dosis de adulación—. Por supuesto, probablemente hubiéramos acabado por acudir a vos de todos modos —agregó—, ya que vuestra reputación ha rebasado ampliamente las fronteras de Rendor.
—Estupendo —exclamó Voldi, a la vez que se pavoneaba levemente. Entonces asumió una expresión modesta—. Resulta gratificante comprobar que mis esfuerzos en favor de los enfermos han recibido un pequeño reconocimiento.
—Lo que necesitamos, buen doctor —intervino Sephrenia—, es vuestro consejo acerca del tratamiento idóneo para una amiga nuestra que ha sido envenenada recientemente.
—¿Envenenada? —inquirió vivamente Voldi—. ¿Estáis segura?
—El médico de Borrata se mostró convencido al respecto —respondió—. Le describimos los síntomas con lujo de detalles y diagnosticó su mal como fruto de los efectos de un raro veneno rendoriano llamado…
—Por favor, señora —la interrumpió el galeno tras levantar una mano—. Prefiero dilucidar yo mismo sobre los casos que me presentan. Describidme los síntomas.
—Desde luego.
Sephrenia repitió pacientemente la información que había proporcionado a los médicos de Borrata.
Mientras la escuchaba, el pequeño doctor paseaba de un lado a otro de la habitación con las manos entrecruzadas en la espalda y la vista fija en el suelo.
—Creo que podemos descartar de entrada la epilepsia —musitó cuando ésta hubo concluido—. Sin embargo, existen otras enfermedades que producen convulsiones. —Afectó una expresión de experto—. La clave crucial radica en la combinación de la fiebre con el sudor —informó con cierta pedantería—. La enfermedad de vuestra amiga no es una dolencia natural. Mi colega de Borrata no se equivocó en su diagnóstico. Vuestra amiga ha sido envenenada, y yo conjeturaría que el veneno utilizado fue el darestim. Los nómadas del desierto de Rendor lo llaman la «hierba de la muerte», por sus efectos letales tanto en los animales como en las personas. Resulta un veneno bastante raro, dado que los pastores arrancan de cuajo cualquier ejemplar que encuentran a su paso. ¿Concuerda mi diagnóstico con el de mi colega cammoriano?
—Exactamente, doctor Voldi —exclamó admirativamente Sephrenia.
—Entonces, ya está resuelto el caso. —Recogió su capa—. Me alegra haberos servido de ayuda.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Sparhawk.
—Iniciar los preparativos para un funeral —repuso Voldi con un encogimiento de hombros.
—¿No existe ningún antídoto?
—No. Me temo que vuestra amiga está condenada a muerte. —Se percibía una ligera e irritante presunción en su tono—. Al contrario de la mayoría de los venenos, el darestim ataca al cerebro en lugar de la sangre. Una vez ingerido… —chasqueó los dedos—. Vuestra amiga debe contar con ricos y poderosos enemigos, pues ese veneno es muy caro.
—El acto contra su persona responde a una motivación política —repuso con tristeza Sparhawk.
—Ah, la política —dijo riendo Voldi—. Esos sujetos disponen de abundante dinero, ¿no es así? —Frunció el entrecejo—. Me parece que no… —Hizo una pausa y volvió a mesarse el cabello—. ¿Dónde lo escuché? —Se rascó la cabeza, con lo que enmarañó sus hebras de pelo cuidadosamente distribuidas. Después chasqueó los dedos de nuevo—. Ah, sí —exclamó triunfalmente—. Ya lo tengo. Me han llegado noticias de que un médico de Dabour ha efectuado algunas curas en miembros de la familia real de Zand. Entended bien que sólo se trata de rumores. Normalmente, dicha información hubiera sido divulgada inmediatamente entre los médicos, pero abrigo ciertas sospechas sobre la cuestión. Conozco a ese individuo, y hace años que circulan algunas oscuras historias respecto a él entre mis colegas de profesión. Algunos sostienen que sus aparentemente milagrosas curas son el resultado de determinadas prácticas prohibidas.
—¿Qué tipo de prácticas? —inquirió directamente Sephrenia.
—Magia, señora. ¿Qué otra cosa podría ser? Mi amigo de Dabour sería decapitado de inmediato si se hiciera público que utiliza la brujería.
—Comprendo —dijo Sephrenia—. ¿Esos informes os han llegado por una sola fuente?
—Oh, no —repuso Voldi—. Un considerable número de personas me lo ha comentado. El hermano del rey y varios sobrinos suyos cayeron enfermos. Ese médico de Dabour, cuyo nombre es Tanjin, fue llamado a comparecer en palacio. Confirmó que habían sido todos envenenados con darestim y consiguió curarlos. Movido por la gratitud, el rey omitió la descripción de los métodos exactos de que se sirvió y, además, emitió un edicto de perdón en favor de Tanjin para asegurarse. —Esbozó una afectada sonrisa—. No obstante, su gesto no resulta un salvoconducto válido, puesto que la autoridad del rey apenas supera los muros de su propio palacio de Zand. De todas maneras, cualquiera que disponga de un conocimiento mínimo de medicina, sabe qué técnica utilizó. —Adoptó una expresión arrogante—. Personalmente, no me rebajaría a emplear tales métodos —declaró—, pero todo el mundo conoce la fama de codicioso del doctor Tanjin. Imagino que el rey debió recompensarlo generosamente.
—Gracias por vuestra colaboración, doctor Voldi —intervino entonces Sparhawk.
—Siento lo de vuestra amiga —respondió Voldi—. Me temo que en el tiempo que tardéis en ir y regresar de Dabour, ya habrá muerto. El darestim actúa lentamente, pero siempre con un efecto fatal.
—Al igual que el de una espada clavada en el vientre —contestó ferozmente Sparhawk—. Al menos, nos queda la esperanza de vengarla.
—¡Qué horribles propósitos! —exclamó Voldi, con un estremecimiento—. Parecéis familiarizado con el tipo de perjuicio que produce una espada en una persona.
—Íntimamente —replicó Sparhawk.
—Por supuesto, no podía ser de otro modo. ¿Queréis que examine esas viejas heridas?
—Gracias, doctor, pero ahora ya están curadas.
—Espléndido. Me siento bastante orgulloso de la manera en que las traté, ¿sabéis? Un médico menos avezado no os hubiera salvado la vida. Bien, ahora debo partir. Mañana me espera un largo día. —Se envolvió con la capa.
—Gracias, doctor Voldi —dijo el abad—. El hermano que escolta la puerta os acompañará hasta vuestra casa.
—Ha sido un placer, mi señor abad. Hemos disfrutado de una estimulante conversación. —Con una reverencia, Voldi abandonó la habitación.
—Un pomposo y ridículo hombrecillo, ¿no os parece? —opinó Kurik.
—En efecto —acordó el superior—; sin embargo, es un buen profesional.
—Nos hallamos en una difícil situación, Sparhawk —declaró con un suspiro Sephrenia—. Únicamente disponemos de rumores, y no tenemos tiempo para perseguir quimeras.
—Tal vez no sea tan complicado como estimáis, lady Sephrenia —la reconfortó el abad—. Conozco muy bien a Voldi, y no confirmaría algo que no hubiera comprobado por sí mismo. Por otra parte, también han llegado a mí noticias relativas a la enfermedad y posterior curación de algunos miembros de la familia del rey de Rendor.
—Tal eventualidad configura nuestra última esperanza —concluyó Sparhawk—. Debemos intentarlo.
—La vía más rápida para llegar a Dabour es bordear la costa por mar y remontar el río Guie —sugirió el abad.
—No —replicó con firmeza Sephrenia—. La criatura que ha tratado de matar a Sparhawk probablemente se habrá dado cuenta de que erró su propósito. No creo que deseemos viajar con la amenaza de una tromba marina.
—De todas formas, para ir a Dabour debéis pasar por Jiroch —explicó el clérigo—. Es imposible alcanzar ese objetivo por tierra. Nadie osa cruzar el desierto que separa Cippria de Dabour, ni siquiera en esta época del año. Resulta totalmente infranqueable.
—Si no tenemos otra posibilidad, lo atravesaremos —sentenció Sparhawk.
—Extremad la cautela allí —le previno seriamente el abad—. Los rendorianos están muy agitados en estos tiempos.
—Constituye lo habitual en ellos, mi señor —contestó Sparhawk.
—Esta vez es distinto. Arasham se encuentra en Dabour y predica una nueva guerra santa.
—La vaticina desde hace veinte años, ¿no es cierto? Enciende los ánimos de las gentes del desierto en invierno y en verano todos regresan a sus rebaños.
—Ahí estriba la diferencia actual, Sparhawk. Nadie presta gran atención a los nómadas, pero, de algún modo, ese viejo lunático ha comenzado a ejercer su influencia en los habitantes de las ciudades, lo que aumenta las preocupaciones. Por supuesto, Arasham está loco de alegría y retiene con firmeza a los nómadas del desierto en Dabour. Dispone de todo un ejército.
—Los habitantes de las ciudades no son tan estúpidos. ¿Qué les ha impresionado tanto?
—Me han comentado que ciertas personas se dedican a propagar rumores: informan a las gentes de que existe un amplio sentimiento de simpatía hacia el resurgimiento del movimiento eshandista en los reinos del norte.
—Eso es absurdo —se burló Sparhawk.
—Sin duda, pero han logrado convencer a un numeroso grupo de personas aquí, en Cippria, de que por primera vez, después de tantos siglos, la rebelión contra la Iglesia tiene alguna posibilidad de éxito. Además, se han filtrado en el país copiosos cargamentos de armas.
Una sospecha comenzó a fraguarse en la mente de Sparhawk.
—¿Tenéis idea de quién ha hecho circular esas noticias? —preguntó.
—Mercaderes, viajeros procedentes del norte y personajes similares, todos extranjeros. Suelen hospedarse en el barrio próximo al consulado elenio.
—¿No es curioso? —musitó Sparhawk—. La noche en que me atacaron me habían mandado llamar del consulado. ¿Todavía Elius es el cónsul?
—Ah, sí. ¿Qué insinuáis, Sparhawk?
—Una última pregunta, mi señor. ¿Vuestros hombres, por casualidad, han descubierto a un hombre de pelo blanco que entre y salga con frecuencia del consulado?
—No podría responderos con certeza. No les di instrucciones para que repararan en ningún individuo en especial. Os referís a alguien en concreto, ¿no es cierto?
—Oh, efectivamente, mi señor abad. —Sparhawk se levantó y comenzó a caminar de un lado a otro—. ¿Qué os parece si pongo nuevamente a prueba la lógica elenia, Sephrenia? —indicó mientras se disponía a enumerar con los dedos las distintas premisas—. Primero: el primado Annias aspira al trono del archiprelado. Segundo: las cuatro órdenes militares se oponen a él, lo que podría representar una traba para sus ambiciones. Tercero: para acceder a dicho cargo debe desprestigiar o distraer la atención de los caballeros de la Iglesia. Cuarto: el cónsul elenio en Cippria es su primo. Quinto: el cónsul y Martel han mantenido tratos con anterioridad; tuve personalmente alguna prueba hace diez años.
—No sabía que Elius fuera pariente del primado —comentó el abad, algo sorprendido.
—Ellos no lo consideran incompatible con el desempeño de su función —replicó Sparhawk—. Ahora bien —prosiguió—, Annias desea que los caballeros de la Iglesia se hallen ausentes de Chyrellos cuando llegue el momento de elegir un nuevo archiprelado. ¿Qué harían las órdenes militares en caso de producirse un levantamiento en Rendor?
—Descenderíamos sobre el reino en orden de batalla —declaró el abad, olvidando que la elección de sus palabras confirmaba claramente las sospechas de Sparhawk acerca de la naturaleza de su orden.
—Con esa circunstancia, los caballeros de la Iglesia no podrían participar en el debate previo a la elección en Chyrellos, ¿me equivoco?
—¿Qué clase de persona es el tal Elius? —inquirió Sephrenia en dirección a Sparhawk.
—Un ser ruin y rastrero, corto de inteligencia y carente de imaginación.