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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

El trono de diamante (58 page)

BOOK: El trono de diamante
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—Aslade se encargará de que lo hagan —le aseguró Sparhawk.

—Probablemente tenéis razón. —Kurik torció el gesto—. Si soy sincero, ella resulta una granjera mucho más eficiente que yo.

—Las mujeres siempre efectúan mejor la labor del campo —opinó Sephrenia—. Ellas sintonizan más fácilmente con el ritmo de las lunas y las estaciones. Entre los estirios, existe la costumbre de que las mujeres se ocupen de las faenas propias del cultivo.

—¿Y los hombres?

—El ocio consume la mayor parte de su tiempo.

Tardaron casi cinco días en llegar a Cimmura. Una tarde de primavera Sparhawk refrenó el caballo en la cima de una colina, aproximadamente a media milla al oeste de la ciudad.

—¿Puede conseguir de nuevo aquel efecto?

—¿Quién?

—Flauta. ¿Puede lograr nuevamente que la gente nos ignore?

—No lo sé. ¿Por qué no se lo preguntáis?

—¿Por qué no se lo consultáis vos? Me parece que no le inspiro simpatía.

—¿Quién os ha metido esa idea en la cabeza? La niña os adora. —Sephrenia se inclinó ligeramente y dijo algo en estirio a la pequeña, que reposaba en sus brazos.

Flauta asintió con la cabeza y luego trazó un misterioso gesto circular con una mano.

—¿Qué significa?

—Aproximadamente, que el castillo de los pandion se encuentra al otro lado de la ciudad. Sugiere que la rodeemos en lugar de atravesar las calles.

—¿Aproximadamente?

—Se pierden muchos matices al traducirlo.

—De acuerdo. Seguiremos su consejo. Francamente, no me resultaría placentero que Annias se enterase de que hemos regresado.

Cabalgaron alrededor de la ciudad entre campos y bosques dispersos, a fin de mantenerse alejados de las murallas. Sparhawk meditó sobre el escaso atractivo de la ciudad. La singular combinación de su ubicación y el clima reinante parecía capturar los humos de sus cientos de chimeneas y retenerlo en un perpetuo dosel que se cernía sobre los tejados. Aquella cortina gris confería al lugar un eterno aspecto de suciedad.

Finalmente llegaron a un bosquecillo situado a un cuarto de milla del castillo. El terreno se hallaba jalonado por multitud de campesinos laboriosos, y el camino que partía de la Puerta del Este se alegraba con los floridos atuendos de los viajeros.

—Comunicadle que ha llegado el momento —indicó Sparhawk a Sephrenia—. Me imagino que un buen número de esas gentes prestan servicios a Annias.

—Ya lo sabe, Sparhawk. No es estúpida.

—No. Sólo un poco caprichosa.

Después de dirigirle una mueca, Flauta comenzó a tocar la misma melodía letárgica, casi soñolienta, que había interpretado en Vardenais.

Comenzaron a cruzar el campo y se encaminaron hacia las escasas casas edificadas en las inmediaciones de la fortaleza. Pese a tener la seguridad de que la gente no repararía en ellos, Sparhawk tensaba instintivamente la musculatura a cada encuentro.

—Relajaos, Sparhawk —ordenó secamente Sephrenia—. Dificultáis su tarea.

—Lo siento —murmuró—. Supongo que se debe a la fuerza de la costumbre.

No sin cierto esfuerzo, logró serenar su actitud.

Algunos hombres arreglaban el pavimento del camino que conducía a las puertas del castillo.

—Espías —gruñó Kurik.

—¿Cómo lo sabéis? —preguntó Sparhawk.

—Observad de qué manera colocan los adoquines, Sparhawk. No tienen ni la más leve idea de cómo debe realizarse este trabajo.

—Parece que el resultado delata bastante negligencia —acordó Sparhawk tras mirar apreciativamente el trecho de piedras recién alineadas mientras cabalgaban inadvertidos entre los operarios.

—Annias debe de estar haciéndose viejo —observó Kurik—. Antes solía actuar con más disimulo.

—Quizá su pensamiento esté ocupado con demasiados asuntos.

Atravesaron ruidosamente el puente levadizo y prosiguieron hasta el patio, donde pasaron ante los indiferentes caballeros que hacían guardia a la entrada.

Un joven novicio que intentaba sacar agua del pozo situado en el centro del patio, hacía girar trabajosamente el herrumbroso torno. Flauta coronó su interpretación con una floritura final.

El novicio exhaló estupefacto un juramento y se llevó la mano a la espada. El torno dejó escapar un chirrido al tiempo que el cubo se desplomaba nuevamente en el agua.

—Calma, hermano —le dijo Sparhawk antes de desmontar.

—¿Cómo habéis cruzado la puerta? —preguntó el novicio.

—Si os lo cuento, no me creeríais —le respondió Kurik, a la vez que descendía del mulo.

—Excusadme, sir Sparhawk —tartamudeó el novicio—. Me habéis sorprendido.

—No tiene importancia —replicó el caballero—. ¿Ha regresado Kalten?

—Sí, mi señor. Llegó hace unos días, acompañado de los caballeros de las otras órdenes.

—Estupendo. ¿Sabéis dónde puedo encontrarlos?

—Creo que se hallan en el estudio de lord Vanion.

—Gracias. ¿Querréis ocuparos de nuestros caballos?

—Por supuesto, sir Sparhawk.

Tras penetrar en el edificio, recorrieron el pasadizo central en dirección al ala sur. A continuación, ascendieron el angosto tramo de escaleras que conducía a la torre.

—Sir Sparhawk —saludó respetuosamente uno de los jóvenes guardias—, informaré de vuestra llegada a lord Vanion.

—Gracias, hermano —repuso éste.

El centinela llamó a la puerta con los nudillos antes de abrirla.

—Sir Sparhawk está aquí, mi señor —anunció a Vanion.

—Por fin. —Sparhawk escuchó la voz de Kalten desde el interior de la habitación.

—Dignaos entrar, sir Sparhawk —pidió el joven caballero, al tiempo que le cedía el paso con una reverencia.

Vanion se encontraba sentado junto a la mesa. Kalten, Bevier, Ulath y Tynian se habían levantado de las sillas para salir a recibirlos. Berit y Talen se hallaban instalados en un banco de una esquina.

—¿Cuándo habéis llegado? —preguntó Sparhawk a Kalten mientras éste le estrechaba rudamente la mano.

—A principios de la semana pasada —respondió su amigo—. ¿Qué os demoró tanto?

—Debimos recorrer un largo camino, Kalten —protestó Sparhawk. Estrechó mudamente las manos de Tynian, Ulath y Bevier. Luego se inclinó ante Vanion—. Mi señor —dijo.

—Sparhawk —respondió éste con un asentimiento.

—¿Habéis recibido mis mensajes?

—Concretamente, dos.

—Perfecto. En ese caso, estáis bastante bien informado de lo que nos ha acontecido.

Vanion había centrado su atención en Sephrenia.

—Tenéis mala cara, pequeña madre —apuntó.

—Ya repondré mis fuerzas —replicó la mujer, pasándose con gesto fatigado la mano sobre los ojos.

—Sentaos —la invitó Kalten, que le acercó una silla.

—Gracias.

—¿Qué ocurrió en Dabour, Sparhawk? —inquirió Vanion, con la mirada atenta.

—Encontramos a aquel médico —explicó éste—. Comprobamos que, efectivamente, curó a algunas personas que habían sido envenenadas con la misma sustancia que hizo ingerir Annias a la reina.

—¡Dios sea loado! —exclamó Vanion, aliviado.

—No os precipitéis, Vanion —advirtió Sephrenia—. Sabemos en qué consiste el remedio, pero tenemos que encontrarlo para poder aplicárselo.

—No os entiendo.

—Ese veneno resulta extremadamente virulento. Sólo la magia puede contrarrestar sus efectos.

—¿Os confió el médico el hechizo que él había utilizado?

—Al parecer, no se precisan conjuros. En el mundo existen algunos objetos imbuidos de un enorme poder curativo; debemos dar con alguno.

—Vuestra propuesta podría representar una larga búsqueda —declaró Vanion, frunciendo el entrecejo—. La gente suele ocultar ese tipo de cosas en previsión de posibles robos.

—En efecto.

—¿Tienes absoluta certeza de haber identificado correctamente el veneno? —preguntó Kalten a Sparhawk.

Éste asintió con la cabeza.

—El propio Martel me lo confirmó —puntualizó.

—¿Martel? ¿De veras le permitiste tiempo para hablar antes de darle muerte?

—No lo maté. No resultaba el momento adecuado.

—Cualquier ocasión es propicia para la justicia, Sparhawk.

—Yo tuve el mismo pensamiento al verlo, pero Sephrenia nos convenció para que guardáramos las espadas.

—Me siento terriblemente decepcionado con vos, Sephrenia —afirmó Kalten.

—Tendríais que haber estado presente para comprenderlo —replicó la mujer.

—¿Por qué no habéis traído el remedio que utilizó aquel médico para tratar a sus pacientes? —inquirió Tynian.

—Porque lo molió hasta convertirlo en polvo, lo mezcló con vino y se lo dio a beber a los enfermos.

—¿Debía proceder de esa manera?

—Realmente no. Sephrenia lo reprendió con bastante dureza por ese detalle.

—Creo que conviene que nos lo expliquéis todo desde el principio —propuso Vanion.

—De acuerdo —aprobó Sparhawk, al tiempo que tomaba asiento. Refirió brevemente lo relativo al «sagrado talismán» de Arasham y la estratagema que les permitió acceder al interior de la tienda del anciano.

—Utilizasteis con gran ligereza el nombre de nuestro monarca, Sparhawk —objetó Tynian.

—No tenemos por qué informarle de esa pequeña libertad, ¿no os parece? —repuso Sparhawk—. Necesitaba mencionar un reino alejado de Rendor. Probablemente Arasham ni siquiera tiene una noción aproximada de dónde está Deira.

—En ese caso, ¿por qué no dijisteis que proveníais de Thalesia?

—Dudo mucho de que Arasham haya oído hablar de esa región alguna vez. De todas formas, lo cierto es que el «sagrado talismán» resultó ser falso. Martel, que se hallaba presente, trataba de convencer al viejo lunático de que pospusiera el levantamiento hasta el momento de la elección del nuevo archiprelado. —Prosiguió su relato y describió los medios de que se había valido para desbaratar los planes del antiguo pandion.

—Amigo mío —exclamó Kalten con admiración—, me siento orgulloso de ti.

—Gracias, Kalten —replicó modestamente Sparhawk—. Realmente, los acontecimientos resultaron muy favorables.

—No ha cesado de celebrar su ingenio desde que salimos de la tienda de Arasham —apuntó Sephrenia. Entonces dirigió la mirada a Vanion—. Kerris ha muerto —anunció tristemente.

Vanion realizó un gesto afirmativo con semblante apesadumbrado.

—Lo sé —dijo—. ¿Cómo os enterasteis?

—Se nos apareció su espectro y entregó la espada del caballero a Sephrenia —explicó Sparhawk—. Vanion, debemos intentar ayudarla. No puede continuar soportando la carga de esas espadas y lo que éstas simbolizan. Cada vez que recibe otra se debilita aún más.

—Me encuentro perfectamente, Sparhawk —insistió la mujer.

—Siento tener que llevaros la contraria, pequeña madre, pero no me cabe duda de que os resentís del enorme peso que habéis asumido. En estos momentos, tan sólo podéis conseguir mantener la cabeza erguida. Dos nuevas espadas os postrarían de rodillas.

—¿Dónde se hallan esas armas? —inquirió Vanion.

—Las hemos traído a lomos de una mula —contestó Kurik—. Están en una caja con el resto de los bultos.

—¿Me haréis el favor de ir a buscarlas?

—Enseguida —repuso Kurik y se encaminó hacia la puerta.

—¿Qué os proponéis? —preguntó Sephrenia con suspicacia.

—Voy a desviar hacia mi persona la imposición de ese lastre. —Dijo Vanion, encogiéndose de hombros.

—No podéis hacerlo.

—Yo también estuve en la sala del trono y sé qué hechizo se ha de utilizar, Sephrenia. No es imprescindible que seáis vos la única que lo sostenga. Cualquiera de los reunidos puede sustituiros.

—No sois lo bastante fuerte, Vanion.

—Podría sustentaros a vos y toda vuestra sobrecarga. Además, actualmente, vuestro bienestar es más importante que el mío.

—Pero… —comenzó a protestar ella.

—La discusión ha terminado, Sephrenia —zanjó Vanion, con la mano en alto—. Yo soy el preceptor. Con vuestro permiso, o sin él, voy a libraros de esas espadas.

—No sabéis lo que conlleva, querido. No os lo permitiré. —Su rostro se había bañado súbitamente de lágrimas mientras se retorcía las manos agitada por una inusitada emoción—. No os lo permitiré.

—No podéis impedírmelo —arguyó Vanion con dulzura—. Si es necesario, puedo invocar el hechizo sin vuestra ayuda. Si queréis mantener el secreto de vuestros encantamientos, pequeña madre, no tendríais que pronunciarlos en voz alta. Después de tanto tiempo, ya deberíais conocer mi excelente retentiva.

—Me desconcertáis, Vanion —declaró Sephrenia, al tiempo que lo miraba de hito en hito—. No resultabais tan rudo en vuestra juventud.

—La vida está repleta de pequeñas decepciones, ¿no es cierto? —contestó educadamente el preceptor.

—¡No puedo deteneros! —gritó—. ¡Sin embargo, olvidáis que soy muchísimo más resistente que vos! —Su voz aguda contenía una nota de triunfo.

—Por supuesto que lo sois. Por ese motivo, tal vez me vea obligado a solicitar ayuda. ¿Aceptaríais recitar el conjuro con diez caballeros al unísono? ¿O con cincuenta? ¿O con un centenar?

—¡Hacéis trampa! —exclamó ella—. No sospechaba que osaríais llegar tan lejos, Vanion. Os había otorgado mi confianza.

—Habéis obrado perfectamente, querida —replicó, a la vez que asumía de pronto el papel de superior—, porque no voy a consentir que os autoinmoléis. Os obligaré a obedecer mi decisión, ya que la razón se halla de mi lado. Vais a transferirme vuestra carga porque sois completamente consciente de que la tarea que debéis emprender representa algo fundamental en estos momentos. Por otra parte, seguramente estaríais dispuesta a cualquier sacrificio con tal de intentar conseguir el éxito de la única posibilidad que nos queda.

—Querido —empezó a objetar Sephrenia, con voz preñada de angustia—. Mi más querido amigo…

—Ya he tomado una determinación —la atajó—, la discusión ha finalizado.

Siguió un largo y embarazoso silencio durante el cual Sephrenia y Vanion se observaron atentamente.

—¿Os dio alguna pista el médico de Dabour sobre los objetos que podrían curar a la reina? —preguntó Bevier, un tanto incómodo.

—Mencionó una lanza ubicada en Daresia, varios anillos en Zemoch, un brazalete en algún punto de Kelosia y una joya de la corona real de Thalesia.

—El Bhelliom —gruñó Ulath.

—Eso resuelve el problema —intervino Kalten—. Vamos a Thalesia, le pedimos prestada la corona a Wargun y regresamos con ella.

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