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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

El trono de diamante (27 page)

BOOK: El trono de diamante
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—Es un truco —replicó Talen con inusitada modestia—. Algunas veces llevo mensajes de Platime y por eso he tenido que ejercitarme en recordar.

—¿Quién es Platime?

—El mejor ladrón de Cimmura, al menos antes de ponerse tan gordo.

—¿Tratas con ladrones?

—Yo también soy un ladrón, Berit. Constituye un antiguo y honorable oficio.

—Tiene bien poco de honorable.

—Depende del punto de vista desde el que se considere. Bueno, ¿qué ocurrió después de la muerte del rey Abrech?

—La guerra con los eshandistas se estancó en un punto muerto —respondió Berit, retomando el hilo de la historia—. Las incursiones se producían a ambos lados del Mar Interior y del estrecho de Arcium, pero a los nobles de ambos bandos les preocupaban otras cuestiones. Eshand había fallecido y sus sucesores no hacían gala del mismo celo. La jerarquía de la Iglesia de Chyrellos continuaba su presión hacia los aristócratas para que renovaran sus esfuerzos en la guerra; sin embargo, a éstos les interesaba más la política que la teología.

—¿Cuánto tiempo duró esa situación?

—Casi tres siglos.

—En aquellos tiempos se tomaban las guerras en serio, ¿no? Esperad un minuto. ¿A qué se dedicaban los caballeros de la Iglesia por entonces?

—Eso es lo que iba a contarte ahora. Al ser evidente que la nobleza había perdido su entusiasmo en la guerra, la jerarquía de la Iglesia se reunió en Chyrellos para considerar las alternativas. Finalmente optaron por la conveniencia de fundar órdenes militares para proseguir la contienda. Los caballeros de las cuatro órdenes recibieron un entrenamiento superior al de los guerreros ordinarios. Al mismo tiempo, se los instruía en los secretos de Estiria.

—¿Qué es eso?

—Magia.

—Oh. ¿Por qué no lo habéis explicado antes?

—Lo hice. Debes prestar atención, Talen.

—¿Los caballeros de la Iglesia ganaron entonces la guerra?

—Conquistaron la totalidad de Rendor y finalmente los eshandistas capitularon. En aquellos primeros años, a las órdenes militares las tentó la ambición y comenzaron a dividir Rendor en cuatro grandes ducados, pero apareció una nueva amenaza mucho más peligrosa por el este.

—¿Zemoch? —apuntó Talen.

—Exactamente. La invasión de Lamorkand se produjo casi sin…

—¡Sparhawk! —gritó de repente Kalten—. ¡Allá arriba! —indicó, a la vez que señalaba un altozano cercano.

Una docena de hombres armados había surgido de improviso en la cresta y descendía al galope entre la espesura con intención de atacarlos.

Sparhawk y Kalten desenvainaron las espadas y se apresuraron a ir a su encuentro. Kurik, que se instaló en uno de los flancos del grupo, preparó su maza erizada de clavos. Berit, en el otro costado, blandía su pesada hacha de guerra.

Los dos caballeros arremetieron contra el grueso de la carga. Sparhawk derribó en un instante a dos atacantes mientras Kalten, con una rápida sucesión de salvajes mandobles, hacía saltar a otro de la silla. Un hombre trató de rodearlos, pero cayó presa de contorsiones al golpearle Kurik la cabeza con su maza. Sparhawk y Kalten se hallaban ahora en el propio centro del grupo agresor y descargaban contundentes golpes con sus macizas espadas de hoja ancha. Entonces Berit embistió por uno de los lados; a su paso trituraba los cuerpos de los jinetes que encontraba en su camino. Tras unos momentos de violenta lucha, los adversarios supervivientes rompieron filas y emprendieron la huida.

—¿A qué demonios se debe esta sorpresa? —preguntó Kalten, con el rostro ensangrentado, jadeante a causa del esfuerzo.

—Perseguiré a uno de ellos para interrogarlo, mi señor —se ofreció Berit, ansioso.

—No —lo atajó Sparhawk.

El rostro de Berit reflejó desilusión.

—Un novicio no debe presentarse como voluntario —advirtió intransigentemente Kurik al joven—, al menos hasta que sea un experto en el manejo de las armas.

—He peleado bien —protestó Berit.

—No os ha ocurrido nada porque los asaltantes no eran buenos guerreros —argumentó Kurik—. Os desprotegéis demasiado al golpear y dejáis así un buen blanco para los contraataques. Cuando lleguemos a mi granja de Demos, os instruiré.

—¡Sparhawk! —gritó Sephrenia desde la falda de la colina.

Sparhawk volvió rápidamente grupas y descubrió a cinco hombres vestidos con los toscos sayales de los estirios que salían a toda prisa de los matorrales en dirección a Sephrenia, Dolmant y Talen. Entre juramentos, hincó las espuelas en los flancos de
Faran
.

Resultaba evidente que el objetivo de los estirios se encontraba en Sephrenia y Flauta. No obstante, Sephrenia no estaba del todo indefensa, puesto que uno de los estirios cayó chillando al suelo y otro se desplomó de rodillas al tiempo que se llevaba las manos a los ojos. Los otros tres, para su desgracia, vacilaron, y Sparhawk aprovechó su indecisión para embestir contra ellos. Con un solo movimiento de la espada, envió la cabeza de uno por los aires y después hundió la hoja en el pecho del siguiente. El estirio que quedaba con vida intentó escapar, pero
Faran
lo agarró con los dientes y lo hizo caer con tres vertiginosas sacudidas, para patearlo a continuación con el acero de sus cascos.

—¡Allí! —exclamó de pronto Sephrenia mientras apuntaba en dirección a la cima de la colina.

Sobre el promontorio, un encapuchado observaba la escena a lomos de un caballo blanco. En el preciso momento en que la menuda mujer estiria comenzó a invocar su encantamiento, la figura giró sobre sí misma, y su imagen se perdió tras el cerro.

—¿Quiénes eran? —preguntó Kalten cuando se reunió con ellos en el camino.

—Mercenarios —repuso Sparhawk—. Su armadura los delataba.

—¿El que estaba encima de la colina era el cabecilla? —inquirió Dolmant.

Sephrenia asintió con un gesto.

—Era estirio, ¿verdad?

—Es posible, pero tal vez se tratara de un ser especial. Percibí un halo en él que no me es desconocido. En otra ocasión, algo intentó atacar a la niña, pero tuvo que retroceder. Esta vez ha utilizado métodos más directos. —Su semblante denotaba un profundo desasosiego—. Sparhawk —dijo—, creo que deberíamos cabalgar hacia Demos con la mayor velocidad posible. Entraña un gran peligro permanecer al descubierto.

—Podríamos interrogar a los heridos —sugirió Sparhawk—. Quizá puedan informarnos acerca de ese misterioso estirio que parece tan interesado en vos y en Flauta.

—No podrán responderos, Sparhawk —disintió ella—. Si lo que había en la cima del altozano era lo que yo imagino, no conservarán ningún recuerdo al respecto.

—De acuerdo —decidió—. En ese caso, pongámonos en marcha.

A media tarde llegaron a la próspera granja que poseía Kurik a las afueras de Demos. Las instalaciones daban muestras de la meticulosa atención que el escudero dedicaba a todos los detalles. Los troncos que componían las paredes de su amplia casa habían sido desbastados con azuelas y encajaban perfectamente entre sí sin ningún resquicio; además, el techo se había construido con losas imbricadas. Había varias edificaciones y cobertizos suplementarios adosados a la pendiente del montículo que se alzaba detrás de la vivienda, y los dos establos poseían unas dimensiones considerables. El huerto, primorosamente atendido, estaba rodeado de un resistente cercado, el cual mantenía alejado a un ternero que contemplaba melancólico los brotes de las zanahorias y las coles ennegrecidas por las heladas.

Dos jóvenes, aproximadamente de la misma edad que Berit, partían leña en el patio, y dos más, escasamente mayores, reparaban el tejado del establo. Todos llevaban delantales de lona. Kurik descendió del caballo y se acercó a los que trabajaban en el patio.

—¿Cuánto tiempo hace que no habéis afilado esas hachas? —preguntó bruscamente.

—¡Padre! —exclamó uno de los muchachos que, tras depositar el hacha en el suelo, abrazó desmañadamente a Kurik.

Según apreció Sparhawk, era un palmo más alto que su padre.

El otro chico llamó a los otros hermanos y la pareja saltó del tejado, indiferente, al parecer, a los peligros que ello conllevaba.

Aslade salió de estampida de la casa. Era una mujer regordeta con un vestido tejido a mano y un delantal blanco. Tenía las sienes plateadas, pero los hoyuelos de sus mejillas le conferían un aire juvenil. Rodeó a Kurik en un cálido abrazo, y, durante unos instantes, el escudero permaneció circundado por su familia. Sparhawk lo observaba casi con envidia.

—¿Arrepentido, Sparhawk? —le preguntó suavemente Sephrenia a su lado.

—Supongo que un poco —admitió.

—Deberíais haber seguido mi consejo cuando erais más joven, querido. Ahora podríais disfrutar de una bienvenida como ésta.

—Mi profesión es demasiado peligrosa para compartir mi vida con una mujer e hijos, Sephrenia —declaró Sparhawk con un suspiro.

—Ni siquiera tomaréis en cuenta ese aspecto llegado el momento.

—Me temo que ese momento ya ha pasado.

—Veremos —replicó misteriosamente la mujer.

—Tenemos invitados, Aslade —informó Kurik a su esposa.

Ésta se enjugó las lágrimas de los ojos con el borde del delantal y acudió al lugar donde aguardaban, todavía a caballo, Sparhawk y el resto.

—Bienvenidos a casa —saludó llanamente. Después ofreció una reverencia a Sparhawk y a Kalten, a quienes conocía desde que eran unos chiquillos—. Mis señores —dijo cortésmente antes de soltar una carcajada—. Venid aquí los dos a darme un beso.

Como dos torpes muchachotes, bajaron de la silla y la abrazaron.

—Tenéis buen aspecto, Aslade —reconoció Sparhawk mientras trataba de recuperar parcialmente la dignidad debido a la presencia del patriarca Dolmant.

—Gracias, mi señor —repuso ésta, al tiempo que inclinaba brevemente la cabeza.

Aslade los conocía demasiado como para prestar demasiada atención a las normativas sociales. Después, con una sonrisa, se llevó los dedos a sus carnosos labios.

—Estoy cada vez más robusta, Sparhawk —confesó—. Creo que es por probar tanto los guisos. —Se encogió alegremente de hombros—. Pero una no puede saber si han alcanzado el punto preciso sin catarlos. —Luego se volvió hacia Sephrenia—. Querida Sephrenia —la saludó—, ¡ha pasado tanto tiempo!

—Demasiado, Aslade —respondió ésta, y descendió de su blanco palafrén para tomar a la mujer entre sus brazos. A continuación se dirigió en estirio a Flauta y la pequeña avanzó tímidamente para besar las palmas de las manos de Aslade.

—¡Qué niña más bonita! —exclamó Aslade. Luego miró maliciosamente a Sephrenia—. Deberíais haber avisado, querida —añadió—. Como sabéis, soy una excelente comadrona, y me duele que no hayáis solicitado mi ayuda.

Sephrenia pareció desconcertada al oír esta reprimenda; luego se echó a reír repentinamente.

—No ha sucedido como imaginas, Aslade —aclaró—. Entre la pequeña y yo existe un vínculo, pero no el que habéis sugerido.

—Bajad del caballo, Su Ilustrísima —invitó con una sonrisa Aslade a Dolmant—. ¿Nos permitiría la Iglesia intercambiar un abrazo, un inocente abrazo, por supuesto? Después recibiréis vuestra recompensa. Acabo de sacar cuatro hogazas del horno y su apariencia es tierna y apetitosa.

El rostro del patriarca se iluminó ante la noticia. Desmontó prestamente y Aslade le rodeó el cuello con sus brazos a la vez que le daba un sonoro beso en la mejilla.

—Él fue quien nos casó a Kurik y a mí —indicó a Sephrenia.

—Ya lo sé, querida. Yo también asistí al acto, ¿no lo recordáis?

—He olvidado casi por completo la ceremonia —declaró Aslade, ruborizada—. Aquel día mi cabeza se ocupaba de otros asuntos —agregó, sonriendo pícaramente a Kurik.

Sparhawk reprimió su carcajada al advertir cómo el rostro de su escudero se cubría de rubor.

Aslade miró inquisitivamente en dirección a Berit y Talen.

—Ese fornido joven es Berit —presentó Kurik—. Es un novicio pandion.

—Sed bienvenido, Berit —dijo la mujer.

—Y el chico es mi…, eh…, aprendiz Talen —explicó torpemente Kurik—. Le instruyo para que sea un buen escudero.

Aslade observó apreciativamente al ladronzuelo.

—Sus vestidos resultan casi harapos —criticó—. ¿No podrías haberlo cuidado mejor?

—Hace muy poco que está con nosotros, Aslade —arguyó un tanto precipitadamente Kurik.

Su mujer miró aún más detenidamente a Talen.

—¿Sabes, Kurik? Su aspecto es exactamente el tuyo cuando tenías su edad.

Kurik tosió con nerviosismo.

—Una coincidencia —murmuró.

—¿Me creeréis si os aseguro que me propuse conquistar a Kurik cuando tenía seis años? Me costó diez años, pero al final lo conseguí. Baja del caballo, Talen. Tengo un baúl lleno de ropa que mis hijos ya no utilizan. Buscaremos algo de tu talla.

Al desmontar, el muchacho adoptó una expresión extraña, casi triste, y Sparhawk sintió súbitamente compasión por él al comprender cómo debía sentirse pese a su descaro habitual.

—¿Queréis que nos acerquemos hasta el convento, Su Ilustrísima? —preguntó.

—¿Vamos a dejar que se enfríe el pan recién cocido por Aslade? —protestó Dolmant—. Sed razonable, Sparhawk.

Sparhawk soltó una carcajada mientras el patriarca se volvía hacia la anfitriona.

—Confío en que tendréis mantequilla fresca —inquirió.

—Batida de anteayer, Su Ilustrísima —replicó la esposa de Kurik—, y acabo de abrir un bote de aquella mermelada de ciruela que os gusta tanto. ¿Os parece que entremos en la cocina?

—¿Por qué no?

Medio distraída, Aslade tomó a Flauta en brazos y con la mano libre abrazó a Talen por el hombro. Después, manteniendo a los niños pegados a ella, condujo al grupo al interior de la casa.

El convento amurallado donde permanecía recluida la princesa Arissa se hallaba en una cañada boscosa ubicada a las afueras de la ciudad. Los hombres raramente se admitían dentro de los muros de la estricta comunidad; sin embargo, el rango y la autoridad de Dolmant les franqueó inmediatamente la entrada. Una sumisa monja de mirada huidiza y piel macilenta los acompañó hasta un pequeño jardín cercano a la muralla del lado sur. Allí encontraron a la princesa, hermana del rey Aldreas, sentada en un banco de piedra, con un libro en la mano.

Los años apenas habían rozado a Arissa. Su larga cabellera rubia mantenía su lustre y sus ojos conservaban la misma tonalidad azul pálido, tan clara que recordaba el color gris del iris de su sobrina, Ehlana. No obstante, las oscuras ojeras que los rodeaban delataban las interminables noches de insomnio en que la rabia y el resentimiento debían corroerla. Sus finos labios no formaban una boca sensual, y las comisuras confesaban una profunda insatisfacción. Aunque Sparhawk sabía que estaba a punto de cumplir cuarenta años, sus rasgos parecían propios de una mujer mucho más joven. En lugar del hábito de las hermanas del convento, llevaba un vestido de lana roja que le dejaba al descubierto la garganta, y su cabeza se tocaba con un griñón de intrincados pliegues.

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