—Es curioso… —apuntó Glauser-Röist, que prestaba toda su atención al relato de Farag—. El nombre de César, el gran enemigo de Catón, se convirtió posteriormente en el título de los emperadores romanos, los Césares, igual que Catón se convirtió en el título de los archimandritas de la hermandad, los Catones.
—Es muy curioso, en efecto —asentí.
—Catón de Útica se convirtió en paradigma de la libertad —prosiguió Farag—, de modo que Séneca, por ejemplo, dice «Ni Catón vivió, muriendo la libertad, ni hubo ya libertad, muriendo Catón»
[13]
, y Valerio Máximo se pregunta «¿Qué será de la libertad sin Catón?»
[14]
.
—O sea, que el nombre de Catón era sinónimo de honradez y libertad como el de César lo era de enorme poder —insinué.
—Efectivamente —repuso el profesor, y se subió las gafas por el puente de la nariz al mismo tiempo que lo hacía yo, ambos con un gesto similar.
—Es… muy extraño, sin duda —confirmó Glauser-Röist, mirándonos alternativamente a uno y a otro.
—Empezamos a tener algunas piezas interesantes de este increíble rompecabezas —comenté para romper el silencio que se había formado—. Lo más fantástico de todo es lo que he averiguado en la crónica de Catón V.
—¿Qué? —preguntó Farag, interesado.
—¡Los Catones escribían sus crónicas en Santa Catalina del Sinaí!
—¿En serio?
Afirmé contundentemente con la cabeza.
—De hecho, yo ya sospechaba algo parecido porque un códice como el Iyasus no podía hacerse fuera de algún centro monástico o de alguna gran biblioteca constantinopolitana. La vitela hay que cortarla y perforarla con minúsculos agujeros que indican el principio y el final del texto en la hoja; hay que pautarla (lo que se conoce como técnica del rayado) para que la escritura no se desvíe; hay que dibujar, o miniar, las grandes letras del principio de cada párrafo… En fin, un trabajo meticuloso que requiere personal experto. Y no olvidemos que también hay que encuadernar los bifolios. Resultaba evidente que los Catones contaban con los servicios de algún centro especializado, y dado que el contenido era supuestamente secreto, sólo podía ser un recinto monástico lo más aislado posible.
—¡Pero había cientos de monasterios que podrían haberlo hecho! —alegó Farag.
—Sí, es verdad, pero Santa Catalina fue erigido por voluntad de santa Helena, la emperatriz que descubrió la Vera Cruz, y no te olvides que fue allí donde lo encontrasteis. Lo lógico era pensar que el códice permanecía en Santa Catalina y que, o bien los Catones se desplazaban allí para escribir su crónica, o bien el códice les era remitido y, más tarde, devuelto al monasterio. Eso explicaría su posterior abandono. Quizá los staurofílakes ya no siguieron escribiendo más crónicas o quizá ocurrió algo que se lo impidió. El caso es que Catón V explica que su viaje hasta Santa Catalina fue azaroso y difícil pero que, siendo ya tan mayor, no podía retrasar más el momento.
—Imagino que las relaciones entre la hermandad y el monasterio debieron ser muy estrechas —comentó Farag—. No creo que sepamos nunca hasta qué punto.
—¿Qué más hemos averiguado?
—Bueno… —consulté mis apresuradas notas, tomadas a vuelapluma de los densos informes que me pasaban mis adjuntos—. Todavía queda mucho por traducir, pero les puedo contar que la mayoría de los Catones apenas llenan unas líneas con sus crónicas, otros una página o un bifolio, otros más, un duerno y, los menos, un terno. Pero todos, sin excepción, viajan a Santa Catalina en los últimos cinco o diez años de vida, y si olvidan, o no pueden, mencionar algo importante, lo relata, al principio de su crónica, el siguiente Catón.
—¿Sabemos cuántos Catones hubo en total?
—No podría asegurárselo, capitán. El departamento de informática no ha terminado de reconstruir el texto completo del manuscrito, pero hasta la captura de Jerusalén en el año 614 por el rey persa Cosroes II, hubo un total de 36 Catones.
—¡36 Catones! —se admiró el capitán—. ¿Y qué pasó en la hermandad durante todo ese tiempo?
—¡Oh, bueno, no gran cosa, aparentemente! Su principal problema eran los peregrinos latinos, que llegaban por millares en las fechas señaladas. Tuvieron que organizar una especie de guardia pretoriana de staurofílakes junto a la Vera Cruz, porque, entre otras barbaridades, muchos peregrinos, en el momento de arrodillarse para besarla, arrancaban astillas con los dientes para llevárselas como reliquias. Hubo una crisis importante en torno al año 570, durante el mandato de Catón XXX. Un grupo de staurofílakes corruptos organizó el robo de la reliquia. Eran antiguos peregrinos que habían entrado en la hermandad años atrás y de los que no se hubiera sospechado nunca de no ser porque los pillaron con las manos en la masa. Se reabrió entonces el viejo debate sobre la admisión de nuevos miembros. Por lo visto, aquello era un coladero para la chusma latina dispuesta a sacar tajada y a medrar. Pero tampoco en esta ocasión, ni en los años sucesivos, se hizo nada al respecto. Había muchas presiones por parte de los Patriarcas de Jerusalén, Alejandría y Constantinopla para que las cosas siguieran como estaban, ya que la función policial que cumplían los staurofílakes era muy apreciada y no les interesaba que se convirtieran en una especie de club privado y restringido.
—¿Y usted, capitán? —preguntó de repente Farag, con mucho interés—. ¿Ha encontrado aquella información adicional sobre los staurofílakes que dijo que iba a buscar?
Durante los últimos días lo habíamos visto trabajando febrilmente con el ordenados imprimiendo página tras página y repasándolas una y otra vez. Yo había estado esperando que nos informara de algún hallazgo interesante en cualquier momento, pero las jornadas pasaban y la Roca había vuelto a ser la vieja Roca de siempre: silenciosa e inalterable.
—La he buscado, en efecto, pero no he encontrado nada en absoluto —pareció abismarse en alguna reflexión muy profunda—. Bien…, esto no es del todo cierto. Sí encontré una referencia, pero tan insignificante que no creí que valiera la pena mencionarla.
—¡Capitán, por favor! —protesté, llena de justa indignación.
—Bueno, está bien, veamos… —comenzó, y se tironeó de los lados de la chaqueta para ajustársela—. La alusión la encontré en un curioso manuscrito de una monja gallega.
—¿El
Itinerarium
de Egeria? —le interrumpí, mordaz—. Ya le hablé de esa obra cuando investigábamos el monasterio de Santa Catalina del Sinaí.
El capitán asintió.
—Cierto, el
Itinerarium
de Egeria, escrito entre la Pascua del año 381 y la del 384. Bien, pues en el capítulo en que describe los Oficios del Viernes Santo en Jerusalén, afirma que los staurofílakes eran los encargados de custodiar la reliquia y de vigilar a los fieles que se acercaban hasta ella. La monja española los vio con sus propios ojos.
—¡Confirmado! —declaró, lleno de alegría, Farag—. ¡Los staurofílakes existieron! El Códice Iyasus nos está diciendo la verdad.
—Pues manos a la obra —gruñó, con malos modos, Glauser-Röist—. El Secretario de Estado está muy insatisfecho con nuestro bajo rendimiento.
Por primera vez en mi vida, la Semana Santa llegó sin que yo me enterara. No celebré el Domingo de Ramos, ni el Jueves Santo, ni la Pascua de Resurrección; tampoco acudí a las conmemoraciones penitenciales ni a la Vigilia Pascual. Por no hacer, no hice ni mi habitual confesión semanal con el buen padre Pintonello. Todos los que estábamos sumergidos en el Hipogeo, recibimos una dispensa del Papa que nos exoneró de nuestras obligaciones religiosas. Su Santidad, al tiempo que aparecía en todos los medios de comunicación celebrando los Oficios de la Semana Santa (y demostrando que, en contra de lo que opinaba todo el mundo, seguía tan entero como siempre), quería que nosotros continuáramos trabajando bajo tierra hasta que resolviéramos el problema. Y lo cierto es que, a pesar del cansancio, lo intentábamos con verdadero ahínco: dejamos de acudir a la cafetería de personal porque nos bajaban las comidas al laboratorio; dejamos de ir a nuestras casas a dormir porque nos habilitaron unas habitaciones en la Domus; dejamos los ratos de descanso y asueto porque, sencillamente, ya no teníamos tiempo. Éramos prisioneros voluntarios atacados por una fiebre constante: la fiebre del apasionado descubrimiento de un secreto guardado durante siglos.
El único que salía de allí con cierta frecuencia era el capitán. Además de sus acostumbradas entrevistas con el Secretario de Estado, Angelo Sodano, para informarle del estado de las investigaciones, Glauser-Röist dormía por las noches en el cuartel de la Guardia Suiza (los oficiales y los suboficiales del cuerpo disponían de habitaciones individuales) y, a veces, permanecía allí durante varias horas, haciendo prácticas de tiro y resolviendo asuntos de los que nosotros no teníamos ni idea. Era un tipo misterioso el capitán Glauser-Röist: reservado, silencioso, casi siempre taciturno y, de vez en cuando, incluso un poco siniestro. O eso me parecía a mí, porque Farag no opinaba lo mismo. Él estaba convencido de que Glauser-Röist era una persona sencilla y afable, atormentada por el tipo de trabajo que le había tocado hacer. Hablaron mucho en Egipto, durante aquellas largas horas en el todoterreno, mientras cruzaban el país de un lado a otro, y, aunque el capitán no desveló el contenido de sus responsabilidades, Farag intuyó que no le gustaban demasiado.
—Pero ¿te comentó algo más? —le pregunté yo, muerta de curiosidad, una tarde que estábamos los dos en mi laboratorio trabajando, ¡por fin!, en uno de los últimos bifolios del códice—. ¿No te contó algún detalle o te habló de su vida o se le escapó alguna indiscreción interesante?
Farag se rió de buena gana. Sus dientes blancos destacaron sobre su tez oscura.
—Lo único que recuerdo —comentó divertido, intentando erradicar el acento árabe de su pronunciación— es que dijo que había entrado en la Guardia Suiza porque todos los miembros de su familia lo habían hecho desde que su antepasado, el comandante Kaspar Röist, salvó al papa Clemente VI de las tropas de Carlos V durante el Saqueo de Roma.
—¡Caramba! ¡Así que el capitán es de familia de alcurnia!
—También me dijo que había nacido en Berna y que había estudiado en la Universidad de Zurich.
—¿Y qué estudió?
—Ingeniería agrícola.
Me quedé con la boca abierta.
—¿Ingeniería agrícola…?
—¿Qué tiene de raro? —se extrañó—. Bueno, a lo mejor esto te gusta más: me parece que dijo que también era licenciado en Literatura Italiana por la Universidad de Roma.
—No puedo imaginarlo construyendo invernaderos para frutas y hortalizas —atiné a decir, todavía bajo los efectos de la impresión.
Farag se rió tan estruendosamente que tuvo que secarse las lágrimas de los ojos con las palmas de las manos.
—¡Eres imposible! Tu mente es tan cuadrada que… —me miró un instante con los ojos brillantes y, luego, cabeceando, apoyó un dedo sobre el bifolio que habíamos dejado a medias—. ¿Qué tal si volvemos al trabajo?
—Sí, será mejor. Nos quedamos aquí —y marqué con el bolígrafo un punto intermedio de la segunda columna de la página.
Con la toma de Jerusalén por el rey persa Cosroes II en el año 614, la Hermandad de los staurofílakes entró en crisis. Cosroes, tras la victoria, se llevó la Vera Cruz a Ctesifon, la capital de su imperio, y la puso a los pies de su trono como símbolo de su propia divinidad. Los miembros más débiles de la hermandad, aterrorizados, se dispersaron y desaparecieron, y los pocos que quedaron (bajo el mando de Catón XXXVI), considerándose responsables de la pérdida de la reliquia, se dedicaron a purgar su supuesta incompetencia con terribles ayunos, penitencias, flagelaciones y sacrificios variados. Algunos, incluso, murieron a consecuencia de las heridas que se habían infligido. Transcurrieron quince dolorosos años, durante los cuales el emperador bizantino Heraclio siguió luchando contra Cosroes II hasta vencerlo definitivamente en el año 628. Poco después, en una emotiva ceremonia celebrada el 14 de septiembre de ese año, la Vera Cruz regresó a Jerusalén, llevada en persona por el propio emperador a través de la ciudad. Los staurofílakes honraron el acontecimiento participando activamente en la procesión y en el solemne acto religioso de restauración de la reliquia a su lugar de origen. Desde entonces, ese día, el 14 de septiembre, quedó señalado para siempre en los calendarios litúrgicos como el de la Exaltación de la Vera Cruz.
Pero la época de angustia no había terminado. Sólo nueve años después, en el 637, otro poderoso ejército llegó hasta las puertas de Jerusalén: los musulmanes, comandados por el califa Omar. Para entonces la hermandad contaba con un nuevo Catón, el trigésimo séptimo, llamado anteriormente Anastasios, quien decidió que no había que quedarse quieto viendo llegar el peligro. Cuando las primeras noticias de la nueva invasión empezaron a circular por la ciudad, Catón XXXVII envió una avanzadilla de notables staurofílakes para negociar con el califa. El pacto se firmó en secreto, y la seguridad de la Vera Cruz quedó garantizada a cambio de la colaboración de la hermandad en la localización de los tesoros cristianos y judíos cuidadosamente escondidos en la ciudad desde que se había conocido la proximidad de los musulmanes. Omar cumplió su palabra y los staurofílakes también. Durante muchos años hubo paz y la convivencia entre las tres religiones monoteístas (cristiana, judía y musulmana) fue buena.
A lo largo de este tranquilo periodo, la hermandad sufrió profundas transformaciones. Aleccionados por la pérdida de la Vera Cruz durante la invasión persa y por el buen resultado de su acuerdo posterior con los árabes, los staurofílakes, convencidos como nunca de que su estricta y simple misión era la seguridad de la Madera Santa, se fueron haciendo más reservados, más independientes de los Patriarcados, más invisibles y también mucho más poderosos. Entre sus filas comenzaron a militar hombres de las mejores familias de Constantinopla, Antioquía, Alejandría y Atenas, y también de las ciudades italianas de Florencia, Rávena, Milán, Roma… Ya no eran un grupo de forzudos dispuestos a comerse a los peregrinos que osaran tocar la Vera Cruz. Eran hombres preparados e inteligentes, más militares y diplomáticos que diáconos o monjes.
¿Cómo lo habían conseguido? Pues haciendo aquello que ya Catón II propuso en el siglo
IV
: establecieron una serie de requisitos de ingreso. Los nuevos aspirantes tenían que saber leer y escribir, dominar el latín y el griego, conocer las matemáticas y la música, la astrología y la filosofía, y, además, superar determinadas pruebas físicas de resistencia y fuerza. Los staurofílakes se convirtieron, poco a poco, en una institución importante y desvinculada, siempre atenta a su singular misión.