Creo que fue la noche de aquel lunes de principios de abril cuando el profesor Boswell y yo cenamos completamente solos en la cafetería de personal del Archivo Secreto. Al principio pensé que iba a ser bastante complicado mantener una conversación con alguien tan apocado y silencioso, pero el profesor se reveló pronto como una compañía muy agradable. Hablamos mucho y de muchas cosas. Después de relatarme, de nuevo, la historia completa del robo del códice, me preguntó por mi familia. Quería saber si tenía hermanos y hermanas y si mis padres vivían todavía. En un primer momento, sorprendida por aquel giro personal de la conversación, le hice una descripción abreviada, pero él, al oír el número de miembros que integrábamos la tribu Salina, quiso saber más. Recuerdo que, incluso, llegué a hacerle un esquema en una servilleta de papel para que supiera de quién le estaba hablando en cada momento. No deja de ser extraño encontrar a alguien que sabe escuchar. El profesor Boswell no preguntaba directamente, ni siquiera demostraba una curiosidad excepcional. Se limitaba a mirarme fijamente y a asentir con la cabeza o a sonreír en el momento apropiado. Y, claro, caí en la trampa. Cuando quise darme cuenta de lo que estaba pasando, ya le había contado mi vida. Él se reía, muy divertido, y yo pensé que había llegado el momento de pasar al contraataque porque, de repente, me sentía muy vulnerable, como si hubiera hablado demasiado y me afligiese una cierta culpabilidad. De modo que le pregunté si no estaba preocupado por la posible pérdida de su trabajo en el Museo Grecorromano de Alejandría. Frunció el ceño y se quitó las gafas, pinzándose el puente de la nariz con gesto cansado.
—Mi trabajo… —murmuró, y se quedó pensativo unos instantes—. Usted no sabe lo que está pasando en Egipto, ¿verdad, doctora?
—No. No lo sé —respondí, desorientada.
—Verá… Yo soy copto y ser copto en Egipto es ser un paria.
—Me sorprende, profesor Boswell —repuse—. Ustedes, los coptos, son los auténticos descendientes de los antiguos egipcios. Los árabes llegaron mucho después. De hecho, su lengua, la copta, procede directamente del egipcio demótico, el que se hablaba en tiempo de los faraones.
—Ya, pero… ¿sabe?, las cosas no son tan bonitas como usted las pinta. Ojalá todo el mundo lo viera como lo ve usted. Lo cierto es que los coptos somos una pequeña minoría en Egipto, una minoría dividida, a su vez, en cristianos católicos y cristianos ortodoxos. Desde que comenzó la revolución fundamentalista, los
irhebin
…, los terroristas quiero decir, de la
Gema’a al-Islamiyya
, la guerrilla islámica, no han cesado de asesinar a miembros de nuestras pequeñas comunidades: en abril de 1992 mataron a tiros a catorce coptos de la provincia de Asyut por negarse a pagar «servicios de protección». En 1994, un grupo de
irhebin
armados atacaron el monasterio copto de Deir ul-Muharraq, cerca de Asyut, matando a los monjes y a los fieles —suspiró—. Continuamente hay atentados, robos, amenazas de muerte, palizas… Últimamente, han comenzado a poner bombas en la entrada de las principales iglesias de Alejandría y El Cairo.
Deduje, en silencio, que el gobierno egipcio no debía estar haciendo mucho por impedir esos crímenes.
—Afortunadamente —exclamó, riéndose de repente—, yo soy un mal copto-católico, lo reconozco. Hace muchos años que dejé de acudir a la iglesia y eso me ha salvado la vida.
Siguió sonriendo y se puso las gafas, ajustándolas cuidadosamente en las orejas.
—El año pasado, en junio,
Gema’a al-Islamiyya
puso una bomba en la puerta de la iglesia de San Antonio, en Alejandría. Murieron quince personas, entre ellas mi hermano menor, Juhanna, su mujer, Zoe, y su hijo de cinco meses.
Me quedé muda de asombro y de horror, y bajé la mirada hasta la mesa.
—Lo siento… —conseguí balbucir a duras penas.
—Bueno, ellos… ellos ya no sufren. Quien sufre es mi padre, que no podrá superarlo nunca. Ayer, cuando le llamé por teléfono, me pidió que no volviera a Alejandría, que me quedara aquí.
No sabía qué decir. Ante infortunios semejantes, ¿qué palabras son las apropiadas?
—Me gustaba mi trabajo —continuó—. Pero si lo he perdido, como parece lo más probable, volveré a empezar. Puedo hacerlo en Italia, como quiere mi padre, lejos del peligro. De hecho, tengo también la nacionalidad. Por mi madre, ya sabe.
—¡Ah, sí! Su madre era italiana, ¿verdad?
—De Florencia, exactamente. A mediados de los cincuenta, cuando el Egipto faraónico se volvió a poner de moda, mi madre acababa de terminar la carrera de arqueología y obtuvo una beca para trabajar en las excavaciones del yacimiento de Oxirrinco. Mi padre, que también es arqueólogo, pasó un día por allí, de visita, y, ya ve… ¡la vida es extraña! Mi madre siempre dijo que se había casado con mi padre porque era un Boswell. Pero, claro, bromeaba —sonrió de nuevo—. En realidad, el matrimonio de mis padres fue un matrimonio feliz. Ella se adaptó bien a las costumbres de su nuevo país y de su nueva religión, aunque, en el fondo, siempre prefirió los ritos católicos romanos.
Sentía mucha curiosidad por saber si ese color azul marino intenso de sus ojos lo había heredado de su madre —muchas italianas del norte tienen los ojos azules— o de su lejano pariente inglés, pero no me pareció correcto preguntárselo.
—Profesor Boswell… —empecé a decir.
—¿Qué le parece si nos llamamos por nuestros nombres, doctora? —me interrumpió, mirándome fijamente, como hacía siempre—. En este lugar, todo el mundo se comporta de una manera demasiado ceremoniosa.
Sonreí.
—Eso es porque aquí, en el Vaticano —le expliqué—, las relaciones personales deben desarrollarse dentro de unos márgenes muy estrictos.
—Bueno, ¿y qué le parece si nos saltamos los márgenes? ¿Cree que Monseñor Tournier o el capitán Glauser-Röist se escandalizarán?
Solté unas grandes carcajadas.
—¡Seguro! —dije entre hipos—. Pero ¡que se fastidien!
—¡Estupendo! —exclamó el profesor—. Así pues… ¿Ottavia?
—Encantada de conocerte, Farag.
Y nos estrechamos las manos por encima de la mesa.
Ese día descubrí que el profesor Boswell —Farag—, era una persona encantadora, completamente diferente del Boswell que aparecía en público. Comprendí que lo que intimidaba al profesor no eran las personas, que le agradaban, sino los grupos, y, cuanto más amplios, peor: tartamudeaba, se ahogaba, parpadeaba, se subía las gafas una y otra vez, dudaba, carraspeaba…
Glauser-Röist volvió de Bruselas al día siguiente. Apareció en el laboratorio con cara de pocos amigos, con el ceño fruncido y los labios apretados en una fina línea prácticamente imperceptible.
—¿Malas noticias, capitán? —le pregunté al verle entrar, levantando los ojos del bifolio (el cuarto) que acababan de traerme.
—Malas, muy malas.
—Siéntese, por favor y cuénteme.
—No hay nada que contar —masculló mientras se dejaba caer en la silla, que crujió bajo su peso—. Nada. No se han encontrado huellas, ni signos de violencia, ni puertas forzadas ni pistas o vestigios de ninguna clase. Ha sido un robo impecable. Tampoco se ha podido comprobar la entrada en el país de ningún ciudadano etíope durante las últimas semanas. La policía belga interrogará a los residentes de dicha nacionalidad por si pudieran facilitar alguna información. Me llamarán si se produce alguna noticia.
—Es posible que el ladrón no fuera etíope esta vez —objeté.
—Ya lo hemos pensado. Pero no tenemos nada más.
Miró a su alrededor, distraído.
—¿Qué tal por aquí? —preguntó, por fin, poniendo los ojos sobre el bifolio que descansaba en mi mesa—. ¿Han adelantado mucho?
—Cada vez vamos más rápidos —repuse satisfecha—. En realidad, yo soy el cuello de botella de la operación. No puedo transcribir y traducir a la velocidad que marcha el resto del equipo. Son unos textos muy complicados.
—¿Alguno de sus adjuntos podría ayudarla?
—¡Bastantes problemas tienen con el análisis paleográfico! De momento están trabajando en el segundo Catón.
—¿El segundo Catón? —preguntó, enarcando las cejas.
—¡Oh, sí! Parece que Mirógenes murió pronto, en el año 344. Después, la Hermandad de los Staurofílakes eligió como archimandrita a un tal Pértinax. Ahora mismo estamos trabajando con él. Según mis adjuntos, Catón II (que de este modo se denomina a sí mismo), era un hombre muy culto, de un vocabulario exquisito. El griego que se usaba en Bizancio —le expliqué— tenía una pronunciación muy diferente a la del griego clásico que, sin embargo, fue con el que se fijaron las normas lingüísticas y lexicográficas —el capitán me miro con cara de no estar entendiendo nada, así que le puse un ejemplo—. Pasaba entonces como pasa ahora con el inglés moderno, que los niños tienen que aprender a deletrear las palabras y, luego, memorizarlas, porque lo que pronuncian no tiene nada que ver con lo que escriben. El griego bizantino, después de tantos siglos de modificaciones, era igualmente complicado.
—¡Ah, ya, ya…!
¡Menos mal!, me dije aliviada.
—Pértinax, o Catón II, debió recibir una buena educación en algún monasterio en el que se copiaban manuscritos. Su gramática es impecable y su estilo muy refinado, al contrario que Catón I, que parecía un hombre poco preparado. Algunos de mis adjuntos opinan que Pértinax, más que un antiguo monje, quizá fuera algún miembro de la familia real o de la nobleza constantinopolitana, porque su
ductus
presenta características muy elegantes, excesivamente elegantes para un monje, se podría decir.
—¿Y qué cuenta Catón II?
—Ahora mismo acabo de terminar su crónica —proclamé satisfecha—. Durante su gobierno, la hermandad creció inusitadamente. Jerusalén recibía innumerables peregrinos en las festividades religiosas y muchos de ellos se quedaban para siempre en Tierra Santa. Algunos de estos extranjeros llegaron a integrarse en la hermandad y Catón II refiere sus dificultades para gobernar una comunidad tan nutrida y diversa. Se plantea, incluso, poner restricciones a la admisión de nuevos miembros, pero no se decide porque el Patriarca de Jerusalén está muy satisfecho con el crecimiento de la hermandad. Por esas fechas… —dije, consultando mis notas—, el Patriarca debía ser Maximos II o Kyril I. Ya he pedido al Archivo que revisen sus biografías, por si encontramos algo.
—¿Alguien ha buscado información directa sobre la hermandad en las bases de datos?
—No, capitán. Esa tarea es cosa suya. ¿No recuerda que se ofreció?
Glauser-Röist se puso en pie pesadamente, como si le costara moverse. Un desconcertante desaliño —por completo desacostumbrado en él— podía observarse en su elegantísimo traje, arrugado y desarreglado por el viaje. Se le notaba deprimido.
—Voy a darme una ducha en el cuartel y volveré esta tarde para ponerme a trabajar.
—El Prefecto, el profesor Boswell y yo subiremos dentro de un momento a la cafetería de personal. Si quiere comer con nosotros…
—No me esperen —declinó saliendo del laboratorio—. Tengo una audiencia urgente con el Secretario de Estado y con Su Santidad.
Después de Catón II, vino Catón III, Catón IV, Catón V… Por alguna razón desconocida, los archimandritas de los staurofílakes habían elegido ese curioso nombre para simbolizar la autoridad máxima dentro de la hermandad. A los títulos consabidos de Papa y Patriarca, se sumaba así el más extraño de Catón. El profesor Boswell se encerró un día en la biblioteca con los siete gruesos tomos de las
Vidas paralelas
de Plutarco
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y se estudió a fondo las biografías de los dos únicos Catones conocidos de la historia, los políticos romanos Marco Catón y Catón de Útica. Al cabo de bastantes horas, regresó de la biblioteca con una teoría relativamente plausible que, de momento, y a falta de otra mejor, dimos por buena.
—Yo creo que no cabe la menor duda —nos dijo muy convencido— de que uno de los dos Catones sirvió de modelo a los archimandritas de los staurofílakes.
Estábamos en mi laboratorio, reunidos en torno a mi vieja mesa de madera cubierta de papeles y notas.
—Marco Catón, llamado Catón el Viejo —continuó—, era un maldito fanático, un defensor de los más rancios y tradicionales valores romanos, al estilo de esos americanos sudistas que creen en la superioridad de la raza blanca y son simpatizantes del Ku-Klux-Klan. Despreciaba la cultura y la lengua griegas porque decía que debilitaban a los romanos, y también todo lo extranjero por la misma razón. Era duro y frío como una piedra.
—¡Vaya imagen que nos estás dando! —comenté divertida. Glauser-Röist me miró con la misma disgustada extrañeza con que me miraba desde que se había dado cuenta de que Farag y yo habíamos simpatizado más entre nosotros que con él.
—Sirvió a Roma como cuestor, edil, pretor, cónsul y censor entre los años 204 y 184 antes de nuestra era. Teniendo una fortuna, vivía con la máxima austeridad y consideraba superfluo cualquier gasto inútil, como por ejemplo la comida de los esclavos viejos que ya no podían trabajar. Simplemente, los mataba, como parte de su plan de ahorro, y aconsejaba a los ciudadanos romanos que siguieran su ejemplo por el bien de la República. Se consideraba a sí mismo perfecto y ejemplar.
—No me gusta este Catón —afirmó Glauser-Röist, doblando elegantemente en cuatro pliegues una de mis hojas de notas.
—No. A mí tampoco —corroboró Farag, haciendo un gesto de negación con la cabeza—. Creo que, sin duda, la hermandad se fijó en el otro Catón, Catón de Útica, biznieto del anterior y un hombre ciertamente admirable. Como cuestor de la República, devolvió al tesoro de Roma una imagen de honradez que había perdido muchos siglos antes. Era sumamente decente y honesto. Como juez fue insobornable e imparcial, pues estaba convencido de que, para ser justo, no se necesitaba nada más que querer serlo. Su sinceridad era tan proverbial que en Roma, cuando se quería refutar drásticamente algo, se decía: «¡Esto no es cierto, aunque lo diga Catón!». Fue un ardiente opositor de Julio César, al que acusaba, con razón, de corrupto, ambicioso y manipulador y de querer reinar sin oposición sobre toda Roma, que entonces era una república. César y él se odiaban a muerte. Durante años y años mantuvieron una lucha enconada, uno por llegar a ser el dueño exclusivo de un gran imperio y otro por impedirlo. Cuando, finalmente, Julio César triunfó, Catón se retiró a Útica, donde tenía una casa, y se clavó una espada en el vientre porque, dijo, no tenía la cobardía suficiente para suplicar a César por su vida, ni la valentía necesaria para disculparse ante su enemigo.